Capítulo 10
Capítulo 10
Apenas había gente en la calle cuando al fin llegaron al barrio de las Aguas. A pesar de estar a punto de entrar en la hora punta de uno de los cambios de turno, las avenidas estaban casi tan silenciosas como vacías.
Aquello era extraño. Mientras deambulaban por las calles el uno junto al otro, Marco Gianetti y Tanith Tremaine no podían evitar que la mirada les volase de los edificios a las calles en busca de la ciudadanía. A simple vista todo parecía abandonado, vacío, extinto, pero de vez en cuando alguna cabeza asomada tras una ventana o un vendedor tras el mostrador de su tienda evidenciaba que la ciudad no había corrido la misma suerte que Kandem, Kaal y Melliá.
No obstante, incluso así, era extraño.
Alcanzada una de las plazas Marco se detuvo para recoger un noticiario ya arrugado del suelo. En primera plana, con imágenes holográficas sobresaliendo de la superficie, imágenes de archivo mostraban la antigua Kandem bajo el titular de: "La Ciudad Fantasma".
El hombre sacudió la página y se la mostró. Bajo la imagen principal había un segundo artículo en el cual se hablaba de una cadena de explosiones en Kaal y Melliá.
Era cuestión de horas que se supiese la verdad.
—Creo que tu gente empieza a estar asustada, Tremaine.
—No nos falta motivos —respondió ésta.
Tanith dejó el periódico donde lo habían encontrado, en el suelo, y siguió avanzando a través de uno de los callejones. No muy lejos de allí, a apenas unas cuantas calles, aguardaba su tienda.
—¿Cuántas localidades conforman Nifelheim, Tremaine?
—¿Contando la capital? Veintisiete. Después de Melville somos la región más pequeña. Hace unos meses los registros publicaron que somos cerca de tres millones de habitantes.
Marco volvió la mirada hacia los pisos más altos de los edificios colindantes. Encerrados en sus habitáculos, los nifelianos contemplaban con terror las alarmantes noticias que, hora tras hora, se emitían en la cadena local. Al parecer, un grupo de periodistas independientes habían logrado traspasar el cordón policial y se hallaban en el corazón de Kandem, grabando e informando de cuanto veían.
—Un once por ciento es un porcentaje muy elevado.
Lo era. Aunque el descubrimiento de Kandem hubiese logrado concentrar la atención de prácticamente todos los miembros del equipo de Anderson, lo cierto era que, más allá del Santuario, muchos eran los acontecimientos que se estaban dando en Nifelheim. Sus habitantes estaban asustados, sus poblaciones desaparecían, y lo que era aún peor, nadie acudía a su rescate. Tempestad, demasiado ocupada con sus propias investigaciones, no daba abasto. No sabían ni por dónde empezar.
Era una lástima. Quizás, si en vez de pasar tanto tiempo intentando acabar con la vida de inocentes como bien era la suya se concentrasen más en su trabajo, las cosas serían diferentes, se decía Tanith.
Pero era Tempestad después de todo: había sido una estúpida al dejarse seducir por ella. No volvería a cometer el mismo error.
Tras recorrer el estrecho callejón que unía la plaza de Diafe con la de Pietro, Marco y Tanith descendieron unas empinadas escaleras que daban a una bonita avenida antes siempre colorida. Conocida como la Avenida de las Rosas Negras debido a la decoración de las fachadas de sus edificios, aquella vía concentraba la mayor parte de los negocios de la zona. Allí se podían encontrar desde tiendas de comestibles hasta las de ropa sin olvidar las droguerías, las herrerías y, al menos durante un par de meses al año, la herboristería. Además había una cafetería y una cantina que solía llenarse a diario gracias a la estupenda bebida y comida que servían sus propietarios, los hermanos Cowen.
De niña, Tanith solía ir a la avenida en compañía de Thom y de Aidur para ver los perros de los trineos. Desde la perspectiva de unos niños aquellos monstruosos y peludos seres de ojos bicolor parecían producto de las pesadillas más que de los laboratorios. En aquel entonces, sin embargo, no podía evitar sentir lástima por los que una vez habían sido los causantes de sus malos sueños. ¿A quién podían asustar aquellos sacos de huesos?
El no ver tampoco demasiada gente en la avenida principal provocó que acelerase el paso. Aunque sabía que Daryn estaba en manos de los Ford, sus vecinos, Tanith no podía evitar sentir la necesidad de comprobar que estaba bien.
No debería haberle dejado solo.
—A estas horas tus hermanos deben estar ya en el Santuario, ¿no?
—O dentro o a punto de entrar, sí. Permíteme que te ayude...
Marco se adelantó unos pasos para ayudarla a subir por una empinada y resbaladiza pendiente preparada para trineos. Juntos la ascendieron hasta alcanzar las escaleras de subida que les llevaría hasta el entramado de callejones que daban a su habitáculo.
—Deberías replantearte el quedarte aquí, Tanith. No creo que esto vaya a parar: al contrario. Anderson ha pedido a su "hermana" que se mude a Bermini. Creo que tú deberías hacer lo mismo.
No muy lejos de allí, procedente de una de las plazas, escucharon la voz de un hombre alzarse por encima del silencio. Desde la distancia era complicado descifrar el contenido de su mensaje, pues las paredes de piedra distorsionaban su voz, pero por el tono que empleaba todo apuntaba a que no estaba satisfecho.
Todo lo contrario.
—No pienso irme de Nifelheim.
—No te digo que abandones tu ciudad para siempre: simplemente digo que quizás deberías plantearte la posibilidad de tomarte unas vacaciones largas en otro sitio, nada más. ¿Tienes el contacto de Alex?
Alcanzada la plaza descubrieron al fin el causante del alboroto. De pie sobre lo que parecía ser una sencilla jaula de hierro, un anciano muy conocido en el barrio por su mal carácter protestaba enérgicamente con un bastón en la mano y un noticiero en la otra. Agitaba los brazos enérgicamente mientras gritaba a pleno pulmón cual profeta todo aquello que le pasaba por la cabeza, sin filtro alguno.
Y no estaba solo. A su alrededor, formando un corro de curiosos, un grupo de diez vecinos le escuchaba con cierta admiración. Por fin alguien se atrevía a proclamar lo que muchos pensaban.
—¡La tierra se revela contra aquellos que le han dado la espalda! —decía—. ¡Os lo dije! ¡No debíais vender vuestra alma a los seguidores de la falsa Diosa! ¡Éste es nuestro castigo por haber dado la espalda a Mercurio! ¡El momento ha llegado, nifelianos! ¡El planeta se está vengando de nosotros por haberle traicionado! Pero no es tarde. Aún hay algo que podemos hacer. Aún...
—Basta de alborotos, caballero.
Marco no necesitó más que mostrar su placa como miembro de Tempestad para disolver el grupo. El anciano Tobias, pues aquel era su nombre, o al menos eso creía Tanith, le lanzó una mirada llena de odio antes de bajar de la jaula, dolido ante la intromisión, pero no mostró resistencia alguna. No valía la pena. Simplemente cogió su jaula y, seguido de los que parecían ser sus seguidores, se perdió en uno de tantos callejones, dispuesto a seguir propagando su palabra.
—Malditos locos: no les hagas caso. Cuando la gente se asusta pasan este tipo de cosas.
Tanith asintió, aunque no coincidía con él del todo. Ciertamente el miedo era el causante de aquella reacción, de eso no cabía duda. No obstante, quizás el anciano no estuviese tan desencaminado. Probablemente se tratase de una simple casualidad; es más, estaba casi convencida, pero lo cierto era que resultaba inquietante pensar que justo ahora que los nifelianos empezaban a abrir sus puertas y abrazar la realidad del Reino las cosas se complicasen tanto.
¿No se trataría, después de todo, de un castigo?
Teniendo en cuenta la peculiar ideología de los nifelianos en la cual el planeta era considerado un ente con vida propia casi divino, era complicado no planteárselo seriamente.
—Imagino que sí.
Recorrieron el resto del camino en silencio, cada uno sumido en sus pensamientos. Marco la acompañó hasta la entrada a su habitáculo y tan solo entonces, tras asegurarse de que no había nadie en la plaza, le introdujo en el bolsillo de la chaqueta un pequeño trozo de papel con una combinación de dígitos y símbolos.
—Piénsatelo, ¿de acuerdo? Si necesitas que te saquemos de aquí contacta con ese código: vendremos de inmediato. —Marco le guiñó el ojo—. Ahora eres uno de los nuestros.
Tanith se despidió con un ligero ademán de cabeza, incómoda ante el último comentario, pero agradecida. Seguidamente, sacando la llave del bolsillo trasero de los pantalones, abrió la puerta y corrió escaleras arribas hasta el piso de los Ford, los cuales, tanto el padre como el hijo, aguardaban su llegada desde hacía horas.
—¡Mamá! —exclamó Daryn desde el sillón desde el cual veía el noticiero en una pequeña terminal recargable tapado hasta las orejas con una gruesa manta de lana sintética.
El niño acudió a su encuentro tan pronto el señor Ford la invitó a pasar. En su interior, rodeados de oscuridad casi total y de un frío atroz, pues hacía tiempo que les habían cortado el suministro energético por falta de pago, habían estado hasta entonces los tres viendo la transmisión de los acontecimientos de Kandem, tan asustados como sorprendidos por lo que veían.
Un rápido titular sobre el estado crítico de Kaal y Melliá no dejaba de cruzar la pantalla, justo debajo de la imagen del periodista, el cual, vestido totalmente de camuflaje, estaba escondido junto con su cámara en el interior de una de las casuchas.
—Ya te echaba de menos, Daryn —confesó Tanith al niño tras depositar un suave beso en su frente—. Siento que se haya alargado tanto.
—No importa, el chico sólo trae alegría —respondió Graham Ford tras dejarse caer pesadamente sobre su sillón, junto al de su hijo—. ¿Qué te ha pasado en la muñeca?
—Nada, una tontería, en un par de días ya estará bien. ¿Están hablando de lo de Kandem, verdad? Las noticias vuelan.
Tomó asiento en el brazo del sillón de Harald para poder ver el noticiario. El periodista, un hombre pelirrojo de no más de treinta años, trataba de relatar lo que veía, pero cada vez que intentaba moverse la aparición de las patrullas de Tempestad le obligaban a volver a esconderse. Al parecer, la emisión iba a ser complicada. No obstante, incluso sin poder apenas moverse, tenía las ideas bastante claras sobre lo que estaba viendo.
El planeta estaba tomándose su dulce venganza tras más de doscientos años de silencio.
—¿Se está emitiendo en abierto?
—No, es una frecuencia privada. Solo los nifelianos tenemos acceso a ella. Por cierto, ¿no le reconoces, Tanith? Es el hijo de Olaff, Finn Lengua de Víbora.
—¿De veras? Ha crecido, desde luego.
Olaff Katainen era uno de los mejores amigos de su padre. Él, Graham Ford, Thorir Sorensen y Freydis Dust habían conformado el consejo que, años atrás, siguiendo los pasos de sus antecesores, habían velado por el bien de Nifelheim desde que el Gran Colapso les dejase aislados. Habían sido la luz en la oscuridad. En los últimos años, sin embargo, con la integración de Tempestad y el cambio social que el regreso del Reino había provocado en Nifelheim su papel había dejado de tener el mismo peso que en el pasado. El consejo había quedado relegado a un segundo plano y, poco a poco, había acabado por desaparecer.
No obstante, nunca fue olvidado.
Tanith aún recordaba la última vez en la que todo el consejo se había reunido. Hacía ya once años de ello, y había sido para despedir a su padre. A partir de entonces, siguiendo la tradición, ella había heredado su posición y se había convertido en el quinto miembro.
—Tanith, Freydis contactó conmigo hace un par de horas —anunció Graham con la mirada aún fija en la pantalla, sin perder detalle de la hazaña del joven Lengua de Víbora—. ¿La recuerdas? La señora Dust, de Nicea.
Tremaine asintió. La recordaba. Freydis Dust, al igual que la mayoría de miembros, era una mujer ya anciana de mirada inquisitiva cuya cabellera antes rubia ahora era totalmente blanca. En el pasado había sido una mujer hermosa, alta y esbelta, con una sonrisa encantadora y un porte imponente. Con el paso de los años, sin embargo, Dust se había ido marchitando hasta el punto de que para cuando Tanith la conoció ya apenas quedaba vitalidad en sus ojos ambarinos.
—Está preocupada.
—Lo entiendo; todos estamos preocupados.
Graham volvió la vista hacia Tanith, la cual, con el niño sentado en su regazo, fingía no entender lo que intentaba decirle. Obviamente, era consciente. Por supuesto que lo era. No obstante, la promesa de no meterse en más problemas no dejaba de repetirse una y otra vez en su cabeza.
—Creo que no sería una mala idea hacer una visita a la reserva, Tanith. Volver a vernos las caras: hablar de lo que está pasando. Quizás sea una falsa alarma, pero tengo la sensación de que no. Tarde o temprano tenía que pasar.
—¿No es un poco excesivo? —respondió ella, tratando de evitar su mirada—. Quizás sea generar una alarma innecesaria. Es pronto.
—¿Cuántas personas más tienen que desaparecer para que consideres que ha llegado el momento? —interrumpió Harald, molesto. Era evidente que estaba enfadado con ella—. Sabía que esto pasaría, y te lo dije. ¡Te lo advertí! ¿Por qué demonios sigues viéndote con esa gente? ¿Acaso no ves que te están lavando el cerebro? ¡Esto es grave!
—Calma.
Antes incluso de que pudiesen empezar a gritar e insultarse, pues las discusiones entre Tanith y Harald solían acabar igual, culpándose mutuamente, Graham logró cortar la disputa con un simple ademán de cabeza en dirección al niño. Aunque permaneciese en silencio, Daryn lo estaba escuchando absolutamente todo.
—No sirve de nada que nos pongamos a discutir —prosiguió Graham con tranquilidad—. Todos tenemos que estar de acuerdo para convocar una asamblea así que os pido que haya paz. Tanith, piénsatelo con calma. Voy a contactar con el resto para ver qué opinan. Esta noche volveremos a hablar y pondremos todas las cartas sobre la mesa, ¿de acuerdo?
Tanith entró en la tienda con el corazón acelerado. Los Ford le habían recomendado que antes de abrir el negocio descansase un poco, pero ella dudaba que eso fuese a servirle de algo. Estaba demasiado nerviosa. Así pues, tras darse una ducha y darle la opción al niño para que cogiese algo con lo que jugar en la tienda, ambos bajaron para abrir de nuevo el negocio. Daryn pasó a la trastienda, como de costumbre, y ella tomó asiento tras el mostrador, convencida de que nadie entraría en la tienda.
Y no se equivocaba.
No obstante, aquella tarde tendría una visita incómoda. Alguien que no llegaría a entrar, pues únicamente se quedaría frente al escaparate durante unos segundos, mirándola fijamente tras su extraña máscara respiratoria en forma de pájaro, pero cuyo semblante le resultaría tan espeluznante que rápidamente, tras desaparecer de su vista, el recuerdo de lo ocurrido en la mina despertaría de nuevo en su mente.
Fuese quien fuese el hombre que había visto en la mina a través de la rendija de la pared tras derrumbarse el suelo y antes de perder la conciencia, la había encontrado.
El equipo formado por los hermanos Marzio y Patrizio Gianetti y Baris Yodeesa ya empezaba a descender el túnel derrumbado a través del cual habían logrado encontrar el Santuario cuando, en el Templo, Billy Cruz entró en la sala de reuniones desde donde visionarían toda la expedición portando un pequeño cuaderno negro en la mano derecha.
—Caballeros...
—Parentes, les quiero presentar al agente Bill Cruz —anunció Caylie Novikov tras dedicar una escueta sonrisa al recién llegado—. Creo que ya les he hablado de él anteriormente.
—Así es —respondió Van Kessel. El Parente se puso en pie y le estrechó la mano al agente, el cual, frío cual témpano de hielo, se la estrechó con firmeza, sin variar un ápice la expresión—. Un placer, caballero.
—El placer es mío. Anderson.
Tomó asiento al final de la mesa, no muy lejos de donde se encontraba Morganne, callada pero emocionada por lo que estaba a punto de visionar. Para lograr quedarse había tenido que jurar y perjurar que permanecería con los labios sellados. La joven saludó a Cruz con un ademán de cabeza, pero este ni tan siquiera se inmutó. Simplemente le dedicó una mirada llena de indiferencia y, como si hubiese visto a través suyo, volvió a centrar la atención en su cuaderno.
En la pantalla holográfica, mientras tanto, Patrizio ya había descolgado la carga de demolición que agrandaría la brecha a través de la cual irrumpirían en el Santuario. El agente pegó con cinta aislante la pequeña caja explosiva a la pared y, utilizando la misma cadena que había empleado para bajar, volvió a ascender a la zona segura. Pocos segundos después, tras presionar el detonador, llevaron a cabo la explosión.
La mina entera se sacudió ante el estallido de la caja. El pozo se llenó de polvo, imposibilitando así que se pudiese ver nada más aparte de nubes de polvo por lo que el grupo tuvo que esperar unos segundos. Cumplidos los dos minutos, ya con la visión algo más clara gracias al extractor que el propio Marzio había activado tras la explosión, empezaron a descender.
Una vez abajo, uno a uno fueron atravesando el gran agujero que la carga había dibujado en el muro de piedra. Baris Yodeesa, el cual llevaba la cámara integrada en el casco, encendió la linterna de largo alcance para iluminar la zona. Ante ellos, alzándose de la piedra como una muralla inmortal, se hallaba el Santuario.
Había llegado el momento.
—Temperatura ambiente —anunció Marzio Gianetti tras él con el medidor térmico entre manos—. Treinta y cinco grados Celsius. Nivel de humedad del doce por ciento. Nivel de pureza del aire: bajo. Presión atmosférica...
—Sorprendente —exclamó Adam mientras consultaba la documentación en la que se mostraban las condiciones registradas antes de cerrar la mina—. Según los informes deberían estar a casi cien grados.
Mientras avanzaban hacia la monstruosa edificación, Baris Yodeesa iluminó el techo y las paredes de la galería. Estos, cincelados hasta la perfección para dibujar arcos, columnas y bóvedas de piedra en su superficie, evidenciaban que la sala no era una galería natural.
—La sala mide seis mil doscientos treinta y dos metros cuadrados —prosiguió Marzio—, el suelo ha sido trabajado al igual que las paredes y el techo para ser totalmente liso. Aunque parece el mismo material que conforma el resto de la piedra, noto una ligera variación en la tonalidad. Procedemos a la extracción del material para su análisis. Patrizio...
Se detuvieron unos segundos para realizar la extracción. Inquieto ante la enormidad de la sala, Baris no dejaba de mirar de un lado a otro, encontrando columnas de tamaño monstruoso, bóvedas y arcos allá donde mirase. El trabajo de la piedra, desde luego, era impresionante.
—Demasiado complejo para tratarse de una fábrica clandestina, ¿no les parece? —reflexionó Van Kessel, maravillado.
—Yo diría que la elección del nombre Santuario para bautizar la edificación ha sido un gran acierto, caballeros —respondió Cruz, aparentemente tranquilo, confiado—. Yo diría que se trata de un templo de adoración.
—¿Un templo de adoración? —Anderson volvió la mirada hacia Novikov, dubitativo—. En Mercurio no existen cultos. Aquí nunca ha habido seguidores de Mandrágora.
Un escalofrío recorrió la espalda de Van Kessel al ver el tenebroso brillo que aquel último comentario despertó en los ojos de Billy Cruz. Esperaba estar equivocado, pues de lo contrario tendrían problemas muy graves, pero Aidur empezaba a sospechar el auténtico motivo de aquella visita por parte del equipo de auditorías.
Un motivo que, por mucho que habían intentado ocultar, era evidente que, tarde o temprano, iba a acabar saliendo a la luz.
—No estaba hablando de seguidores de Mandrágora precisamente, caballero —contestó Cruz—. Es innegable que ustedes tienen un problema grave aquí, Parentes. Un problema que a lo largo de todo este tiempo ha pasado desapercibido, pues la Suprema sonreía a Mercurio, pero que, en el fondo, desde las sombras, está devorando el planeta.
—No entiendo de qué está hablando, Cruz. Mercurio no tiene ningún tipo de problema —se defendió Anderson, seguro de si mismo—. Al menos no lo ha tenido desde el Gran Colapso hasta ahora.
—En realidad sí que hay un problema, Parente —intervino Novikov. La mujer, al igual que Cruz, se mostraba indiferente, paciente, pero había algo en su mirada que evidenciaba que bajo la fachada se ocultaba un estado de ánimo totalmente distinto—. Quizás no sea el mejor momento para tratar el tema, pero dado que tarde o temprano íbamos a hacerlo no importa. Nuestra visita a Mercurio, como quizás ya hayan imaginado, no es casual. Hace tres meses recibimos un informe procedente de la oficina de Varnes. No estaba firmado por él, desde luego, pero sí por uno de sus Parentes más próximos. ¿Les suena el nombre de Iranzo Libero?
Mientras tanto, en Kandem, Marzio, Patrizio y Baris seguían con su exploración. Tras dejar atrás la entrada y recorrer casi cincuenta metros, los tres agentes habían llegado al fin a las escaleras de acceso al Santuario. Unas escaleras que, tal y como habían podido comprobar anteriormente a través de las fotografías, tenían unos peldaños bastante más elevados de lo habitual. Tanto que incluso costaba subirlos.
—Lo conozco, sí, no es un cualquiera precisamente —admitió Van Kessel, inquieto por el cambio de rumbo que estaban tomando los acontecimientos—. ¿Firmaba él el informe?
—Así es, Parente. Durante una de sus misiones, uno de los agentes de Iranzo pasó una larga temporada en Mercurio, estudiando en Melville. Desconozco cuál era el motivo o la causa, pero lo cierto es que, tras profundizar un poco en su sociedad, descubrió detalles que le llamaron la atención.
—¿Detalles? ¿Qué clase de detalles?
Aidur cerró los puños con fuerza bajo la mesa. Aquel tema empezaba a ponerle realmente nervioso.
—Detalles relacionados con su cultura y folklore, Parente —prosiguió Cruz, con frialdad—. Usted conoce mejor que yo a los nifelianos: de hecho, hasta donde sé, se crio en la zona por lo que imagino que es plenamente consciente de los detalles a los que hago referencia. Esa gente es distinta: peculiar. Quizás no lo sepan, pero llevo un par de semanas en el planeta, investigando. La sociedad nifeliana es cerrada con los extranjeros, pero una vez se abren muestran todo lo que tienen sin ningún tipo de reparo. —Dibujó una sonrisa tétrica—. No son demasiado inteligentes. En apenas diez días pude aprender más sobre ellos de lo que seguramente ustedes jamás podrían llegar a imaginar. —Sacudió levemente la cabeza—. Hay una necesidad de diferenciación en ellos que me preocupa. Los nifelianos se consideran distintos al resto de curianos y de habitantes del Reino, y eso es peligroso.
—Eso no es del todo correcto, agente —replicó Van Kessel, consciente de que si no cortaba de raíz el tema podrían tener un problema serio—. Ciertamente existe un sentimiento de diferenciación con el resto de curianos, pues sus orígenes son distintos. Como bien saben, los nifelianos son descendientes de la primera oleada de colonizadores. El resto de habitantes del planeta, en cambio, llegaron bastante tiempo después, tras el Gran Colapso. Es por ello que existe cierta diferenciación entre unos y otros. Se podría decir que los nifelianos se sienten más de Mercurio que el resto. No obstante, es un sentimiento lícito. No está penado amar a tu planeta. Al contrario. Aman a Mercurio al igual que aman al Reino, ni más ni menos. Es por ello que, repito, no veo motivo alguno para una investigación. Nuestra población es leal.
—¿Realmente lo es? —interrumpió Novikov, volviendo la mirada hacia el monitor—. Puede que amen a Mercurio, sí, ¿pero acaso aman al Reino? ¿Creen en la Suprema? —La mujer negó ligeramente con la cabeza—. Tanto tiempo aislados ha provocado que Nifelheim haya perdido la confianza en el Reino, Van Kessel. Es un hecho que la mayoría de la población no cree en la Suprema. De hecho, muy a nuestro pesar, no es éste el único planeta en el que se da este hecho. No obstante, en Mercurio se da una particularidad que nos alarma.
Yodeesa enfocó con la linterna una de las veinticuatro estatuas negras que, situadas sobre sus grandes pedestales de piedra, custodiaban la escalera de entrada al Santuario. Aunque en un inicio hubiesen creído que se trataba de humanos, lo cierto era que los seres cincelados en la piedra se asemejaban más a androides que a hombres. De hecho, a simple vista eran androides altos y esbeltos, con el cuerpo compuesto por un fino exoesqueleto de metal de aspecto humanoide cuyo único rasgo humano real era el rostro y las túnica.
Activaron el zoom para poder filmar con mayor precisión la cabeza de la estatua. Hasta donde llegaban a ver, el rostro humano había sido integrado sobre el cráneo metálico del androide a base de conexiones cervicales y grapas.
—¿Pero qué demonios es esto? —exclamó Marzio Gianetti con perplejidad, desolado ante la tétrica visión—. Es repugnante.
—Parecen androides —respondió su hermano, anonadado por la visión—. Aunque visten como humanos... y esa cara...
—Parentes —interrumpió Baris. Su voz sonaba tensa, como la de sus compañeros—. ¿Están viendo la estatua? No quisiera equivocarme pero tengo la sensación de que acabamos de dar con la clave de este asunto: androides. ¿Se podría revisar si ha habido algún tipo de desaparición o pérdida de unidades?
—Lo revisamos de inmediato —respondió Anderson de inmediato activando el enlace de voz momentáneamente—. Seguid adelante, Baris, lo estáis haciendo muy bien. Morganne, por favor, encárgate de los datos.
Tras la salida de la joven todos se quedaron en silencio, pensativos ante la mezcla de acontecimientos que se estaban dando. Por un lado, todos se sentían inquietos ante los descubrimientos que estaban haciendo los miembros de la expedición. El Santuario se estaba revelando como un lugar siniestro e inquietante cuyos secretos parecían esperar ser descubiertos. Por el otro, el motivo de la visita de Novikov y los suyos había resultado ser una auténtica bomba. Ciertamente, Mercurio era un planeta complicado, y más aún los nifelianos, pero ni Adam ni Aidur habían llegado a plantearse jamás que aquel detalle pudiese llegar a comportar problemas serios. Después de todo, ¿qué daño podían causar aquellas buenas gentes? Aunque en otros tiempos hubiesen tenido creencias un tanto extrañas causadas por el abandono al que se habían visto sometidos, los tiempos habían cambiado. Actualmente todos sus habitantes creían en el Reino: tenían sus más y sus menos, dudas y preguntas, pero aceptaban su lugar en el sistema. Así pues, ¿por qué volver a tocar el tema?
Mantener la paz en Mercurio ya era lo suficientemente complicado teniendo en cuenta las condiciones de vida y la legislación como para que un nuevo frente se abriese.
—Creo que se están equivocando, Parente —reflexionó Aidur tras unos minutos de silencio—. Los nifelianos no son un problema. Nunca lo han sido ni nunca lo serán. Si después de doscientos años de abandono aceptaron el retorno del Reino sin problemas, ¿a qué se debe esta repentina preocupación? No hay ningún tipo de disturbio.
—Sin contar lo que está pasando, claro —respondió Cruz en tono cortante—. Yo no creo en las casualidades; no creo que sea casual que fuesen los únicos en salvarse durante el Gran Colapso al igual que tampoco creo que sea casual que sea bajo sus tierras donde se acabe de encontrar un templo de adoración. Y no sólo eso, ¿qué me dice ante la evidencia de que están desapareciendo?
—Cualquiera diría que lo ve como algo positivo, agente —le reprendió Van Kessel, molesto—. Esta gente está sufriendo desapariciones forzosas, ¡no voluntarias! ¿Acaso es necesario que le explique qué sucedió durante el Gran Colapso? Nunca se supo, pues no volvieron a aparecer jamás, pero dudo mucho que a todas esas personas les gustase lo más mínimo desaparecer. Esto es estúpido: acusan a nuestra población de algo de lo que ni tan siquiera tienen pruebas. —Aidur se puso en pie—. ¿¡Cómo puede decir que se trata de un templo de adoración cuando ni tan siquiera hemos cruzado sus puertas!? Y no sólo eso... —El Parente señaló la pantalla con el dedo índice—. ¿Qué pruebas tiene para acusar a los nifelianos de su construcción? ¿Acaso está ciego? ¡No son humanos lo que muestran esas estatuas! ¡Son androides!
—Aidur, calma —recomendó Anderson poniéndose también en pie.
El hombre apoyó la mano sobre el hombro de su compañero y, empleando la fuerza suficiente para advertirle con aquel mero gesto de que estaba perdiendo los papeles, le incitó a que tomase asiento. Frente a ellos, visiblemente inquietos ante los acontecimientos, Novikov y Cruz se enfrentaban a los Parentes con actitudes totalmente distintas. Ella, comprensiva, paciente: relajada. Él, en cambio, era puro nervio. La máscara de indiferencia al fin se había quebrado y, de una vez por todas, dejaba ver toda la tensión acumulada.
—Ciertamente esa estatua me inquieta —admitió Caylie—. La tecnología ha avanzado lo suficiente como para hacer de los androides individuos autosuficientes con mente prácticamente independiente. Hay casos, incluso, en los que su autonomía es tal que incluso pueden llegar a crear órdenes por sí mismos. No obstante, incluso así, incluso en el caso más extremo, no dejan de ser androides. Alguien los controla.
—En eso coincidimos, auditora —la secundó Anderson—. Alguien domina a los androides: por ellos mismos no pueden tomar según qué tipo de decisión. No obstante, teniendo en cuenta las estatuas y el tipo de construcción me atrevería a decir que ese lugar ha sido diseñado para ellos. Fíjense, incluso los escalones han sido creados para seres con extremidades más largas.
—Es una opción, sí —reflexionó Cruz—. Puede que sea cierto que no es un templo de adoración; puede que sea simplemente un almacén de androides. No obstante, incluso siendo así, alguien tiene que estar detrás de su construcción.
—No nos adelantemos a los acontecimientos, por favor —decidió Aidur, volviendo la mirada hacia la pantalla—. Es demasiado fácil teorizar. Esperemos a ver las pruebas... y no solo me refiero al Santuario.
A partir de aquel punto no volvieron a tratar el tema de Nifelheim. Al igual que Marzio, Patrizio y Baris, los Parentes y Cruz aguardaron al regreso de Morganne para verificar que no había habido ninguna desaparición de androides. A partir de entonces, retomando la investigación, los agentes de Anderson prosiguieron con su avance a través del Santuario. Ascendieron los peldaños, iluminando cada vez que se cruzaban con una de las distintas estatuas, y una vez alcanzada la entrada al edificio se detuvieron ante las grandes puertas de acceso. A su lado, inscritos sobre la piedra, inquietantes jeroglíficos sobre lo que parecían ser androides mostraban una línea cronológica en la cual, por primera vez, aparecían seres humanos reales. Humanos acompañados de androides que, con el fin de explotar las minas, se adentraban en las profundidades del planeta.
Las imágenes eran inquietantes. A pesar de no comprender el significado de todos los símbolos, pues en las distintas escenas los hombres y los androides se mezclaban con líneas y más líneas de dígitos y símbolos a los que no lograban dar significado, era evidente que la historia allí narrada no había salido a la luz hasta entonces.
Claro que, siendo realistas, quedaba tan poca información sobre Mercurio antes del Gran Colapso que bien podría haberse tratado de una leyenda propia del planeta. Sea como fuere, Aidur fue memorizando una a una las imágenes que Baris, el cual no salía de su asombro, iba mostrándoles.
Finalizada la exploración de los muros colindantes, los hermanos Gianetti se pusieron a izquierda y derecha de la amplia puerta metálica que cubría la entrada. A simple vista no parecía haber ningún tipo de sistema de seguridad que impidiese el acceso a su interior. No obstante, al intentar abrirlas, ambos descubrieron que estaban firmemente selladas.
—Parentes, creo que vamos a tener que buscar otra ruta de acceso. Las puertas no se pueden abrir —informó Patrizio tras un par de intentos—. Desde la entrada hemos podido ver varias ventanas por lo que vamos a intentar colarnos a través de una de ellas.
Los exploradores se adentraron en las pasarelas laterales que rodeaban el edificio principal en busca de los altos ventanales que habían visto antes de empezar a subir las escaleras. Allí, de pie en sus pedestales, decenas de estatuas les observaban en silencio mientras avanzaban, con las manos metálicas cerradas alrededor de lo que parecían ser lanzas ceremoniales. Todas las estatuas, a excepción de una central, la cual se alzaba por encima de todas las demás y vestía con lo que parecía ser un hermoso vestido de encaje, cubrían sus cuerpos con togas y capuchas, ocultando así parte de su anatomía.
Mientras los Gianetti buscaban como alcanzar las altísimas ventanas, las cuales se alzaban casi seis metros por encima de sus cabezas, Yodeesa se acercó a la estatua del vestido. El detalle en ésta era tal que su rostro parecía incluso realmente humano: como si de algún extraño modo, el ser hubiese sido transformado en piedra. Los párpados, las pestañas, los labios, la nariz... la definición era abrumadora.
Era una lástima que resultase un ser tan monstruoso.
Mientras iluminaba la estatua de la mujer, pues por sus rasgos y ropajes no cabía duda alguna de que se trataba de una dama, Aidur sintió un mal presentimiento. El rostro le resultaba familiar. No sabía exactamente de qué, pues había visto a centenares de mujeres a lo largo de su vida, pero sabía que la había visto anteriormente. De hecho, incluso el traje le resultaba conocido. Aquel encaje, las ondas que conformaba el tejido sobre las piernas, la cintura ceñida, el colgante que pedía sobre el pecho...
Conocía a aquella mujer. No recordaba de qué, pero sabía que la conocía.
Y no era el único.
—Parente —advirtió Yodeesa con una expresión extraña en el rostro—. El rostro de esta mujer me resulta familiar. Es como si...
—¡Baris! —intervino de repente Marzio, interrumpiendo así a su compañero—, ¡Baris, ven! ¡Hemos encontrado una más baja! ¡Ven, creo que esta es perfecta!
Yodeesa asintió. Iluminó por última vez la estatua, generando así en la mente de Aidur un recuerdo que jamás olvidaría, y acudió al encuentro de sus compañeros, los cuales, de pie frente a uno de los muros, trataban de alcanzar una de las ventanas más bajas.
Patrizio y Baris sujetaron el equipo del tercero mientras este preparaba el equipo para trepar. A continuación, verificar el cinturón y lanzar el gancho, le observaron trepar con agilidad por el muro, como si de una araña se tratase. Marzio ascendió varios metros y, empleando las manos para ayudarse, siguió subiendo hasta, al fin, alcanzar el alfeizar de la ventana. Se aferró con fuerza, clavando las punteras de las botas entre las junturas de la pared, y se asomó.
—¿Pero qué demonios...?
Ni tan siquiera pudo acabar la frase. Antes de que sus labios describiesen aquello que tanto le había hecho abrir los ojos, toda la edificación se llenó de un intenso y cegador fulgor amarillo. Acto seguido, interrumpiendo para siempre la conexión, estalló.
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