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Flores Bellamont - Drabble 1

Flores Bellamont 』   

   Erini, una vez al año, tenía una época en la que se debía ser muy cuidadoso. En esa época, una rara brisa del bosque traía consigo un virus que afectaba la población de todo el reino, pero éstos virus solían ser fáciles de tratar en la mayoría de las personas, por lo que pocos le tomaban importancia. Sin embargo, igual habían personas que no podían sobrevivir a dicha enfermedad.

   Maximiliano, siendo un niño curioso, no entendía por qué habían personas que parecían ser inmunes, mientras que otras simplemente no tenían otra salida que morir. El pequeño doncel, por suerte, a sus 12 años nunca se vio afectado por ningún virus malo, era raro que se enfermara y solía curarse más rápido de lo normal.

   Sus padres, por el contrario, no corrieron con la misma inmunidad. Fue quizá esa misma época en la que la pareja Bellamont sintió por primera vez lo que era estar enfermo y asustado por ello. Eran humildes, no podían darse el lujo de estar en cama y dejar a los niños solos, pero con el paso de los meses, sus cuerpos se debilitaban debido a la falta de medicamento.

   Esteban fue el primero en darse cuenta del estado de sus tíos. Incluso, estando cerca de cumplir los 15, notó que los adultos habían sido afectados por el famoso virus y no dudó en hablar con ellos. Ni Candance ni Javier pudieron ocultarlo por más tiempo, el mirarse al espejo era ver un par de esqueléticos cadáveres casi incoloros.

   Fueron tiempos duros para la familia Bellamont. Maximiliano y Esteban hacían lo posible por ayudar a los mayores, por tener la casa limpia e incluso hacer la comida todos los días. Esteban, a los 15 años, consiguió trabajo cerca del pueblo y con ello pagaba los gastos más necesarios; la esperanza de que sus padres se salvaran, era lo que motivaba a los menores a dar su mejor esfuerzo.

   Sin embargo, pasado poco más de un año, Max ya había cumplido los 13 y Emely los 8, y faltaba poco para que Esteban cumpliera los 16; los adultos no pudieron más con sus propios cuerpos. Bajo el ardúo cuidado de los niños y sus miradas esperanzadas, Candance cerró sus ojos primero, soltó la mano de su esposo, le dio una última mirada al amor de su vida y a los frutos de su prohibido romance.

   Quizá su muerte ocasionó que el estado mental de Javier empeorara. El hombre cayó en depresión, y días después, su corazón dejó de latir igualmente. Y entonces las miradas esperanzadas de los jóvenes Max, Emely y Esteban se apagaron, porque tal vez todo había sido en vano.

—Creo que... es mejor así— Max lloraba al arrastrar las palabras. Emely lloraba desconcolada al aferrarse al cuerpo de su hermano mayor frente al par de tumbas adornadas—. Ahora están juntos, están en el cielo, mirándonos, ¿no es así?— con sus tristes palabras, el doncel miró a su primo, el cual le miró con cierta impresión—. Ellos no querrían que estuviesemos tan... tri-tristes... ¿Cierto?

   Esteban lloraba sin emitir sonido alguno, pero al oír las palabras de Maximiliano, algo dentro de él se estremeció. Su querido primo lloraba, intentaba no hacerlo, y aun así tuvo el poder de hablar. El tío Javier y la tía Candance no eran culpables de haber muerto, nadie tenía la culpa de ello, ninguno de ellos debía culparse.

—Sí, Max— Esteban entonces abrazó a sus primos menores—. Lo hicimos bien, lo hicimos muy bien, y ahora ellos nos van a cuidar para siempre— comentó con un nudo en la garganta el adolescente—. Deben estar felices, van a viajar por todo el mundo con las nubes, y podrán conocer los lugares que tanto desearon.

   Era imposible no llorar por la pérdida, pero era posible superar la tristeza que nacía en los corazones de los menores. La vida los había preparado para enfrentarla, pero desde la perspectiva de Esteban, seguía siendo injusto el someter a un par de niños a la ruda realidad, y eso fue lo que motivo a Esteban a seguir trabajando y estudiando.

   Los días de luto fueron avanzando hasta que el dolor se volvió pasajero. No había tiempo para llorar, debían salir adelante; Esteban no dejó de trabajar, cada vez más duro, pues odiaba la idea de ver a sus primos trabajando en algo indebido, odiaba que la gente quisiera aprovecharse de los menores, odiaba a los niños que se burlaban de Max o Emely en la escuela.

—¿Pero por qué? Yo quiero trabajar, así como tú— Maximiliano ayudaba a Esteban en la cocina, pues el mayor insistía en cocinar de vez en cuando—. Hoy un señor me dijo que podía ir a su casa a limpiar y que me pagaría si hacía lo que quería.

—Maximiliano, no aceptes que extraños te ofrezcan trabajo— Esteban miró seriedad a su primo—. Los niños no trabajan, ustedes aún tienen cosas más importantes que hacer que trabajar; tienen que estudiar y prepararse. Ni tu ni Emely acepten que gente que no conozcan, se acerquen mucho.

—Pero, Esteban...

—Hay gente mala, Maximiliano— el castaño mayor se volvió por completo al doncel y limpió el rostro ajeno que tenía una gota de salsa—. Hay gente muy mala que solo espera que seamos débiles para aprovechar la situación; gente te hará daño si te descuidas; gente a la que no le importa que seas un niño, o que Emely sea un niña— Maximiliano notó la molestia en la voz de su primo y se sintió desanimado—. No crean en todas las sonrisas, las sonrisas no siempre son inocentes.

   Maximiliano terminó de entender esas rudas palabras cuando quisieron aprovecharse de Emely en la calle; entendió que había gente mala cuando quisieron lastimar a su pequeña hermana por tropezar en el boulevard; entendió que no debía confiar en la gente cuando quisieron envenenarlos.

   Pero a pesar de todas las tormentas, Maximiliano también sabía de la existencia de gente buena, como la vecina que los visitaba y les ayudaba a hacer sus tareas; el profesor que los defendía en la escuela; el perro que los acompañaba de regreso a casa y no dejaba que nadie les molestara.

   Entonces, Esteban recibió la oferta de su mejor amigo para salir de las tierras de Erini. Tendría vivienda y las comidas, incluso tenía más posibilidades de conseguir un mejor trabajo y seguir estudiando.

   Casi obligado, Esteban dejó a sus primos a merced de la vida. Lo que ganaba en su nuevo empleo alcanzaba para pagar los servicios de la casa, el estudio de los menores y sobraba un poco para la comida de éstos. Dar su mayor esfuerzo, era a lo que Esteban estaba acostumbrado.   

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