10. PODER
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[...]
Aquella fue la segunda noche que no tomé Zyprexa.
—Buenos días, doctor Merlo.
—Aless, me dejaste muy preocupado la última vez que viniste a mi consulta. Te informo de que las alucinaciones visuales no son muy usuales en el Trastorno de Personalidad Paranoide. Eso podría significar que tu enfermedad está... evolucionando. Esperaremos un poco a ver cómo se desarrolla. Pero no dejes de venir a mi consulta ¿eh?
Decidí pasarme por el Arizon's a ver qué hacía esta panda de deficientes.
—¡Hombre, Schrödinger! ¿Qué haces aquí? —exclamó Romina muy contenta.
—He perdido mi bar.
—¿Lo has vendido? Qué rápido. Pero si ayer estaba aquí.
—¡No he hecho nada! —se quejó—. He venido esta mañana para abrir como cualquier día y he encontrado esta fachada tan ignota, este timbre tan trivial, estas ventanas tan profanas. ¿A dónde ha ido mi bar?
—Romina... —empecé a decir—. ¿Te das cuenta de la gravedad de la situación? Oveja Rosa es la única que ha podido causar un suceso tan extraordinario. Dios mío. Debe de estar enfadada con nosotros. Voy a enfrentarme a OP.
—Entonces tendremos que seguir avanzando...
—¿Cuál es el motivo de que OP haga todo esto?
—He llegado a la conclusión de que mediante la actuación de Oveja Rosa, OP consigue dos cosas: crearles trastornos a las personas... y hacer que les echen del trabajo —El teniente Rudy tomó aire—. ¿Vosotros sabéis quiénes son aquellos que se encargan de controlar el funcionamiento Grecia. A grandes rasgos son cinco: el Jefe de Gobierno, el Jefe del Estado, el Arzobispo de Atenas, el Ejército y el Consejo de Estado Helénico. Entre todos reúnen los ámbitos legislativo, ejecutivo, militar, religioso y jurídico.
—Me puse a repasar los empleos que tuvimos hace años y me di cuenta de que... Romina acaba de decir que fue chófer del Presidente de la República, que es el Jefe del Estado. Winona trabajó como secretaria del partido del Primer Ministro, que es el Jefe del Gobierno. Yo era Teniente General, el tercero al mando en el ejército. Y Pot... Bueno, Pot fue profesor de física, pero miré en Internet noticias del Arzobispo de hace doce años y es verdad que mencionaba haberse llevado bien con un físico de la Universidad. —El militar se inclinó hacia atrás con orgullo—. De Kornelius no sabemos nada, pero probablemente estuviera relacionado con el eslabón que queda, el Consejo del Estado o Tribunal Supremo.
Asentí con lógica.
—Así que llegados a este punto, compañeros, creo que ha quedado suficientemente claro que OP está relacionado de forma colateral con el gobierno de Grecia. La pregunta que nos queda por hacernos es, ¿están con él... —el teniente clavó sus ojos en los míos—, o contra él?
[...]
PODER
Había decido enfrentarme a Oveja Rosa, pero para volver a encontrármela tenía que tomar Zyprexa de nuevo. Aquella noche me tragué la pastilla y como consecuencia, dormí todas las horas previstas y no soñé absolutamente nada. Había sido como un teletransporte. Un ciclo modélico y aburrido. Un periodo de tiempo perdido que no había dejado ninguna experiencia que recordar.
Estaba preparada para el retorno de Oveja Rosa, si es que alguna vez se había ido.
Encendí la tele, pero estaban echando dibujos animados y tuve que apagarla traumáticamente. Luego fui a hacerme unas tostadas y entonces alguien llamó a la puerta. ¿Serían... imaginaciones mías? Me quedé inmóvil como un búho y esperé a que el visitante se fuera, pero cinco segundos después sonó el timbre. Me encogí ante la estridencia y caminé hacia la entrada armada con la escobilla del váter. ¿Quién podía ser?
Sabía de sobra quién era. Me imaginé la mirada cortante e impasible de una máscara de plástico; me imaginé su camiseta coloreada, su pelo sintético y su fachada de Anubis tras una fiesta caucásica. Había recibido órdenes y estaba destinado a cumplirlas. Oh, por todos los dioses. Era él. Parado en mi felpudo como el mástil de un barco, frío y leal, el secuaz de OP se prepara para sacar su machete de bolsillo y asestar una única puñalada en el cordón de venas que unen mi cabeza con mi cuerpo. Dios mío; no me pillaría desprevenida. Abrí la puerta.
Se trataba de un señor uniformado y con un oscuro bigote de violador.
—Buenos días. ¿Alessandra Antzas?
—Qué.
—Soy de Correos. Tiene usted un paquete; firme aquí.
—Gracias.
Firmé donde señaló y tomé el paquete blanco antes de cerrar la puerta. Qué susto. En un lateral había una etiqueta que decía "REGALO" en letras negritas, alargadas y bizarras. Contuve la respiración y lo dejé en la mesa, observándolo desde la distancia como si fuera un niño puertorriqueño con un tirachinas. No me fiaba de ello. Fui a la cocina a por un cuchillo y un tenedor y me acerqué al paquete con lentitud. Rasgué la cinta americana y me dispuse a retirar el envoltorio con mucho cuidado, operando con los cubiertos para no tocarlo directamente. Bajo el papel de envolver había una caja de cartón. Retiré la solapa con la punta del tenedor y me asomé en su interior.
No había nada.
—¿Pero qué?
Cogí la caja con las manos y la agité en el aire por si tenía alguna nota escondida. Raspé las solapas y revisé por si había doble fondo. Nada de nada. ¿Qué clase de broma era esta? ¿Alguna especie de aviso, quizás? ¿Otra amenaza? Ahora que lo pensaba, no había visto a Oveja Rosa estos últimos días de investigación, pero su secuaz me había estado siguiendo y podía habérselo contado todo. Aunque el episodio del Arizon's había despertado la aprensión y la suspicacia entre nosotros, al día siguiente el local amaneció en el mismo sitio de siempre y ellos parecieron olvidarse de que habían estado conspirando a sus espaldas. No se lo tomaban tan en serio como yo, por mucho que OP estuviera dirigiendo sus vidas y hubiera acabado con la de Winona.
Pero yo no sería tan fácil de despistar. Cogí la caja y decidí dejarla en la terraza para que no molestara. Cuando salí al balcón percibí los gritos reconocibles de una persona al principio de la calle.
—¡Ábranse todos, carajoooooo! ¡Puta madre! ¡Socorro!
Me metí para dentro de nuevo y bajé las escaleras del portal a la velocidad del rayo. Llegué justo a tiempo para interceptar a Pot corriendo delante del portal y mirando hacia atrás con cara de espanto.
—Pot. ¿Estás bien? ¿Quién anda ahí? —pregunté inquietamente, mirando con recelo hacia el final de la calle.
—¡Nadie! Es una estrategia, Aless. ¿Tengo que explicártelo todo? —Pot alzó la cabeza y bufó de impaciencia—. Escuché por ahí que cuando estás en una situación de peligro tu cuerpo alcanza un nivel de actividad superior a la media y se gastan más calorías, así que cuando me aburro finjo que alguien me persigue para poder correr más rápido. Deberías probarlo. Está re piola.
—Me va a implosionar el corazón. ¿De dónde sacas tanta energía? —pregunté con aburrimiento.
—Todas las explosiones de fuerza requieren un profundo reposo —contestó con una solemnidad casi metafórica—. Yo soy un caballo salvaje, pero cuando duermo no me muevo nada.
—Ah, ¿así que conseguiste dormir al final? —intuí—. Me alegro de que dejaras esa tontería de la consciencia y...
—¡Fue alucinante, Aless! Cuatro noches pasé tragando techo y esperando el momento crucial en que pasara de estar dormido a estar despierto, pero al final mereció la pena. —Alzó las manos como si fueran garras—. Finalmente mi cuerpo adoptó su papel con sumisión y cayó rendido ante la falta de sueño mientras yo, que estaba consciente como un felino, experimentaba la fragmentación de mi mente en pedazos cada vez más chicos, así, como desde un punto de vista ajeno. Es la maravillosa intercepción del subconsciente, flaca. ¡Que no lo entendés!
Respiré hondo y seguí caminando. Pot me rodeó como un pastor alemán borracho.
—Entré de golpe en uno de esos éxtasis de la ciencia que llaman sueño lúcido. ¿Sabés lo qué es?
—Déjame vivir.
—Osea es como que estás dormido pero sabes que estás dormido, así que asumís un control total de tus vivencias. ¡Experimenté un viaje astral, la concha de la lora! ¡Estoy flasheado! Me di cuenta de que los sueños parecen reales porque lo son, Aless, hasta que se acaban. La existencia es lo que vivimos. ¿Acaso podés sentir tu cuerpo mientras soñás? No, porque no existe.
—Pot, mira por dónde vas. Nos va a pillar un coche.
—Al carajo con el tráfico terrenal. Escuchá. El cerebro crea sueños igual que crea recuerdos o pensamientos. Así que para una mente, que es aquella que controla nuestra existencia, no hay diferencia entre vivir y soñar.
—Ay.
—No sé si vos te das cuenta de que si no usás la almendra que tenés, te vas a convertir en un elemento inútil más de la sociedad. En parte del decorado. En un objeto inmóvil. En... en un... hphffmm, ¡sos un geranio en esta vida, Aless!
—Cállate ya.
—Mientras soñaba esta noche, me acordé también de esa oveja nazi de la que hablaban Romina y vos.
—¿Qué? —Frené en seco, interesada—. ¿Soñaste con Oveja Rosa?
Pot asintió muy contento porque le prestara atención, lejos de guardarme rencor.
—Debe de ser que el sueño lúcido despertó recuerdos que ya creía olvidados, como hace la Romi. Volví al Pot de hace doce años y me vi en la Universidad rodeado de sacapuntas, turros pastilleros y minas re locas. —Alzó las pupilas con nostalgia—. Verás. En esa época yo tenía una abuela a la que quería muchísimo. Recuerdo que me cogía con sus manos callosas y me decía: Pot, tenés que ser feliz. Puedo decirte a ciencia cierta que ahora mismo no hay ningún humano que se sienta contento en la posición en la que está. Vos tenés que ser conformista. Tenés que ser feliz por todos ellos. Un día me regaló una medallita de oro con una Virgen grabada para que me diera suerte; le pregunté que quién era y me respondió que sería quien yo quisiera que fuese. Al poco tiempo se murió de insuficiencia renal. Che, ese sí que fue un día triste.
Pot se amontonó sobre sus pies como un moco afligido. Tuve que animarle a continuar para que volviera en sí.
—De ella solo me quedó la medallita, así que la llevaba a todas partes guardada en la funda de las gafas, o en un bolsillo, o en la bolsa del almuerzo, o desperdigada por la mochila. Formaba parte de mi rutina. Ya la cogía de la mesa sin mirarla siquiera, como por inercia. Pero era imposible que la perdiera, porque hasta que no la sentía en mi poder no podía continuar tranquilo, ¿entendés? —Dije que sí—. Hasta que un día la perdí. Los astros se alinearon o algo.
—¿Dónde?
—¡Y yo qué sé, la reputa madre! ¿Estás gilipollas o qué onda? Si supiera dónde está habría ido a buscarla.
—Entiendo.
—Bueno, yo no lo entendí. Me quedé desamparado como un huevo frito sin su panceta. No estaba cómodo en mi calle, ni en mi despacho, ni en mi casa. No dormía bien del todo y miraba mucho los escalones cuando bajaba por las escaleras. Después, esa puta oveja del Tercer Reich me dijo que posiblemente la tuviera en el bolsillo de algún pantalón, que lo mejor sería que pusiera la lavadora y ya aparecería. Así lo hice, pero la medallita no apareció y la oveja sugirió que siguiera probando. Y seguí probando como un pelotudo, Aless —gesticuló eléctricamente—. Lavé toda mi ropa como ocho veces nomás, y aun así conservaba la esperanza de encontrarla. Quién sabe, supongo que tenía que ver con la desesperación. Los humanos somos como los caballos: un día cae del cielo una zanahoria en la esquina del corral y mirá, ya puede ser lo más extraordinario del mundo, que a partir de ese momento vamos a ir todos los días a visitar esa esquina del corral por si cae otra.
—¿Pero seguías siendo profesor de física en la Universidad?
—Sí, sí. Se esparció un vago rumor de que tendía la ropa tres veces al día aun viviendo solo, pero eran chismes demasiado aburridos para pasar por algo más que una excentricidad. Un día volví a casa y me encontré a una niña llorando en mi porche, golpeando la lavadora. Cuando abrí la puerta saqué un almohadón esmirriado y empapado. Resultó ser su perrito. —Pot puso una mueca triste semejante a un estornudo de primavera—. Se ahogó. Tenía agua en todos los rincones de su cuerpo y había dado treinta vueltas.
—Pero tú no lo metiste, ¿verdad?
—No estaba en casa cuando sucedió, así que yo no pude ser —contestó hoscamente—. Seguro que fue obra de ese cordero chamuyero y sus secuaces. ¡Si lo pillara yo para un buen asado...!
—Ya veo. —Respiré hondo—. Imagino que la Universidad de Atenas se enteraría y te echaría por escándalo público. Saliste en todos los medios de comunicación; el teniente Rudy lo ha buscado.
—Sí, vaya bardo que se armó. Qué disgusto se llevaron mis padres. Si mi abuela lo hubiese visto... —Pot sufrió un escalofrío.
—¿Entonces crees que OP existe? ¿Qué no todo está en mi cabeza?
—Pero si te acabo de decir que está en la mía también, chabón. Quedáte tranca. —Extendió la mano con semblante relajado—. OP existe y es una organización real que busca hacerse con el control de la población.
—¿Y el resto de personas lo sabe?
—Es difícil de saber, porque actúan como si no lo supieran —se apenó Pot, mirando a las personas que caminaban por la acera contraria con suspicacia—. No sé qué es peor: que no sepan lo que hay moviendo el mundo detrás de ellos, o que lo sepan y estén compinchados. Cuerdos pelotudos. No están a lo que están.
—Mira, Pot. A mí es que el otro día me pareció ver...
Pot alzó la cabeza con atención, como un perrito de la pradera. Luego me miró con cara de circunstancias y anunció:
—Ché, Aless, creo que ya hablamos demasiado.
—¿Qué? Pero si aún no me has dicho cuál es tu enferm...
—Debo seguir el camino que me marcaron las estrellas. La, la, la. Me voy a correr. ¿Me acompañás a correr? ¡Sí! ¡Corramos! Tresdosuno, YA. —Y salió escopetado hacia el final de la calle.
—¡Espera, Pot! ¡No te vayas! ¡Tenemos que solucionar esto! —grité, persiguiéndole torpemente.
Hacía años que no corría por nada y había olvidado cómo era la sensación de levantar los pies, de volar sobre la acera como un yonki urbanita. La gente no suele correr por las ciudades a no ser que lo hagas delante de la policía o hayas robado un bolso. Pot se giró lo mínimo para verme jadear detrás de él suplicando que parase. Lo único que hizo fue sonreír y berrear:
—¡Eso! ¡Corré! ¡Corramos juntos! Mové las nalgas, Aless. ¡Tenés que hacer como que te persiguen! Ay, qué divertido. ¡Ja, ja, ja! Qué cago de risa; me iré al infierno.
Y fingió cara de espanto y siguió corriendo mientras gritaba que socorro, que socorro. La gente le miraba demasiado pasmada como para intentar prestarle ayuda. Iba muy rápido. No conseguía alcanzarle y estaba empezando a cansarme.
—¿Por qué corres, Aless? —rio Oveja Rosa a mi derecha, repentinamente—. ¿Puedo correr yo contigo?
La descubrí con horror reflejada en el cristal de los escaparates, siguiéndome en mi bajada como un fantasma risueño: habíamos entrado en la calle de las tiendas. Cuando miré al otro lado de la calle me encontré con el individuo de la máscara de lobo, vestido con una camiseta verde y corriendo a la misma velocidad que yo en un movimiento limpio, esquematizado.
Ambos custodiaban mi camino como una procesión solemne e intimidante. Éramos un ejército de tres caballeros galopando hacia el final de Rua de Victoria.
—¿Estás intentando boicotearme? —insistió la oveja con un deje hilarante en su voz, superpuesta en la secuencia de cientos de maniquís y estanterías.
Sentí que podía tocarme. Alcanzarme con una de sus maquiavélicas pezuñas de dibujo animado y ahogarme con su cuerpo pixelado. En ese momento entendí que jamás había sabido lo que era el pavor realmente, y me di cuenta de que ya no estaba corriendo: estaba huyendo. Esta vez alguien me perseguía de verdad.
Pot me aplaudió desde delante.
—¡Mirá cómo corre la pájara! ¡Eso es! ¡Ya lo vas cachando! ¡Tu cara de pánico es mejor que la mía!
—Acepta lo que eres, Aless... —espetó la oveja con agresividad, a mi derecha—. Deja de luchar contra ti misma y traerás la calma. Entrarás en el equilibrio. El equilibrio deshace la fuerza.
No quería escucharla. El terror amordazó mi cordura y obligó a mi cuerpo a convertirme en gacela, en guepardo bañado por el sol, en liebre bañada por las balas. El sentido del peligro arrinconó a Aless en una esquinita y solo quedó tiempo para escapar. Pasé junto a Pot como un vendaval estadounidense.
—¿Aless? ¿Qué onda? ¡Pero bancáme!
—¡Ahora no tengo tiempo, Pot! —grité sin mirar atrás, ya varios metros adelantada. El hombrecillo tardó un par de segundos en saber lo que aquello significaba. La alegría le hizo frenar inconscientemente.
—¡No tenés tiempo! ¡Aless con algo que hacer! —Alzó la voz hacia los griegos amodorrados, hacia el mundo en general—. ¡¿ESCUCHARON TODOS?! ¡Miren! ¡Aless sin tener tiempo que perder! —Luego se dirigió hacia mí a gritos para unir la distancia que nos separaba—. ¡Quién dijo apatía! ¡Te estás curando, flaca! ¡Me alegro mucho por vos! ¡Vos podés, Aless! ¡VOS PODÉS!
Yo no sé qué estaba pudiendo, pero Rua de Victoria se acabó y Oveja Rosa dejó de tener escaparates donde reflejarse.
—¡Cubro y descubro! —chilló en lo más profundo de mi tímpano, provocando un eco descomunal y desgarrando las uniones de la lógica antes de desaparecer.
No dejé de correr hasta llegar a mi portal. El individuo con máscara de lobo y camiseta verde también se había marchado hace rato. Subí las escaleras de tres en tres y me hice un ovillo tembloroso entre las mantas. Jamás había estado tan asustada. No de morirme (la muerte podía irse al carajo), sino que jamás había estado tan asustada de dejar de ser yo misma.
Me limpié una lagrimilla con el borde de la sábana y cogí el móvil que estaba vibrando en mi bolsillo.
—¡Hola, hola, Aless! ¿Pensabas que ya no iba a llamarte? Pues sí. Mira, que he pensado que te perdono por las contestaciones monstruosamente crueles e inhumanas que me diste ayer —dijo Kornelius en tono de reproche. Sorbí los mocos—. ¿Sabes qué he hecho hoy? Me he burlado del cartero. Te he enviado un paquete vacío a casa y le he obligado a hacer el camino para nada. ¿Tú te imaginas su cara si supiera que estaba llevando un pedido inútil? ¿Un envase que solo contenía unas cuantas moléculas de aire? Ay, qué estúpido, no se ha enterado de nada. ¿No es mega gracioso?
Apenas podía creerlo. ¿Kornelius me envió el paquete? Tampoco podía relajarme mucho porque la amenaza de Oveja Rosa que no había venido por ese lado, había venido por otro. Pero sonreí del puro alivio y de la comicidad de la situación. Aquel amasijo de idiotez sirvió para que mis nervios se disiparan y mi corazón alcanzara el ritmo habitual.
Me encontraba mejor. Por una vez se lo debía a él.
—Gracias, Kornelius —susurré con una sonrisa minúscula. Percibí el tono de voz contento al otro lado de la línea.
—De nada, animalito. Me alegro de que te gustase el regalo.
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