5. Si no creyeras tu ficción
Había dos sonidos en la noche que Cliff podía perseguir hasta el amanecer: el movimiento del segundero del reloj que colgaba de su pared y los ronquidos de su papá.
Tenía los ojos abiertos, fijos en un techo que no podía ver. La ventana, cerrada a pesar del calor, contribuía a la oscuridad de esa pieza diminuta en la que dormía y que había hecho suya a su manera. Sin nada propio a la vista, al contrario de su anterior habitación en Córdoba, sin nada que delatara que él vivía ahí. Y es que no vivía.
Inhalaba al ritmo del reloj. Cinco segundos para tomar aire, tres de retención, cinco para exhalar, tres de pausa. Era su ritual de cada noche, la preparación para el sueño. El psicólogo le había dado otros números para guiar su respiración, pero Cliff era incapaz de recordarlos, por lo que eligió repetir los dos números más fáciles de memorizar: 5-3-5-3.
No tardó en notar que ya no lo rodeaba la penumbra; un resplandor tenue iluminaba la ventana. Cliff tragó saliva y determinó que no había dormido. De haber descansado, lo delataría el aliento. Le ardían los ojos por el cansancio y el esfuerzo por mantenerse despierto toda la madrugada.
Podía decir que tenía miedo de soñar, pero lo cierto era que una parte de él se encontraba cómoda navegando en las posibilidades de una realidad alternativa. Si imaginaba cómo salían de sus labios las palabras que quería que Irina escuchara, no necesitaba dormir. Si en su imaginación tenía la valentía que le faltaba en la realidad, dormir era una pérdida de tiempo. La necesidad de ver una versión diferente de él mismo lo mantenía en vela.
En uno de los escenarios recreados por su mente, Cliff se acercaba a Irina con una sonrisa triste, cargada de arrepentimiento, y la guiaba a un sillón para que pudieran conversar. En otro, corría hacia ella y le daba un abrazo delicado para pedirle perdón por haber sido egoísta. Cualquier posibilidad habría sido mejor que salir en silencio, sin siquiera saludarla, agachando la cabeza e ignorando que acababan de verse por primera vez en cinco años.
Pateó las sábanas. Su mirada, fija en el techo que comenzaba a aclararse, se perdía entre las manchas de humedad y las grietas de la pintura. ¿Dónde estaba? Su cuerpo vivía en Córdoba, sí. Acababa de llegar de Gales. En el plano físico, tenía una localización, pero ¿dónde estaba él? ¿Dónde se escondía Cliff?
La última vez que se había sentido en casa, tenía un té con miel entre las manos y le contaba a su mamá cómo había corrido bajo la lluvia para buscar a Irina. Pocas veces hablaban de ella, pero esa noche conversaron durante horas sobre por qué era incapaz de decidirse y Cliff definió una fecha antes de ir a dormir: en el cumpleaños de Luciano iba a dar el paso definitivo. Su mamá le preguntó por Irina dos meses después, en Gales, y él no fue capaz de hablar con la verdad. Le mintió durante años para que sintiera que su momento de mayor complicidad entre madre e hijo no había sido en vano.
Si no la hubiera mencionado cada mes durante los últimos cinco años, olvidarse de Irina no habría sido tan complicado. Si lo hubiera intentado al menos una vez, podría haber superado sus últimas semanas juntos, pero el recuerdo dependía de cómo él lo alimentaba, y Cliff había convertido su pasado en un lugar seguro al que volvía de manera constante y que era incapaz de abandonar.
Le rugía el estómago. Se volvió a tapar con las sábanas y cambió de posición, convencido de que podría engañar a sus intestinos por unas horas más. Cerró los ojos, seguro de que no podría dormir, y se arrepintió de no haber cenado. La lista de cosas que deseaba haber hecho de otra manera se extendía más de lo esperado para menos de veinticuatro horas.
Una puerta crujió y Cliff supo que su papá se había levantado para ir al baño. Contó los segundos hasta que escuchó la cadena y los pasos cansados que volvían a la pieza de la que no lo vería salir hasta pasado el mediodía. Podía ver que le quedaban unas cinco horas hasta ese momento. Podía dormir si se lo proponía. También podía leer.
Corrió las sábanas y salió de la cama tan rápido como pudo. Fue al baño sin siquiera pensar a dónde se dirigía y se miró al espejo mientras se lavaba la cara. Ni siquiera ahí, con las gotas resbalándose por su piel, era capaz de soltar los recuerdos. Sonrió a su reflejo cansado, consumido. Lo que vivía en su mente era inmortal y le pertenecía. Se preguntó si su papá sonreía en su soledad, igual que él, sabiendo que lo último que perderían sería la imagen que vivía en su memoria.
En la cocina había algo de pan y tres bifes. Podía comprar papa para hacer puré o lechuga y tomate. No estaba seguro de si su papá almorzaría, tampoco él tenía hambre, pero ya habían dormido sin cenar. Dos comidas seguidas era el límite.
Después de bañarse, se sentó en la mesada de la cocina mientras esperaba que los locales abrieran. El cuerpo le pedía descanso real, no horas en cama con los ojos abiertos. Se pasó los dedos por el pelo húmedo, impaciente. Contaba con dormir después del almuerzo, si las horas pasaban lo bastante rápido.
La media hora que demoró en comprar lo mínimo indispensable para almorzar ese día le pareció una eternidad y no se sintió seguro hasta que cerró la puerta y comprobó que no estaba solo; su papá seguía ahí, encerrado en su pieza, ajeno al mundo. Ajeno a él.
¿Cómo podía siquiera pensar en buscar un trabajo si era incapaz de salir de su propia casa por más de una hora? ¿Cómo retomar el curso de una vida adulta si no podía mantener un contacto estable con el resto del mundo? Incluso si aceptara la recomendación de Max, confiaba en que no lo considerarían para el puesto al ver sus limitaciones al interactuar.
Irina. Estaba considerando trabajar con el papá de Irina. El hombre que debió haber visto llorar a su hija cuando...
—Why would she cry? —murmuró mientras tiraba la bolsa de compras sobre la mesa.
Irina no lloraba por su pasado familiar, no dejaba escapar media lágrima por lo que había vivido. ¿Qué lo llevaba a pensar que pudo haber llorado por un novio que desapareció antes de cumplir una semana? ¿Qué le hacía creer que había llorado por él?
¿Cuánto valía Cliff para que Irina sufriera por él?
Ella era una espina atascada en su corazón. Él, una brisa imperceptible en la agitación de su mundo.
Vio de reojo que su papá estaba en el marco de la puerta, pendiente de sus movimientos. No fue consciente del ruido que hacía hasta que giró para mirarlo y sus manos se alejaron de la sartén, de las bolsas, de la billetera. Permanecieron en silencio, contemplándose como si se hubieran descubierto desde que llegaron a la ciudad.
—En un rato va a estar la comida —dijo Cliff.
Su papá chasqueó la lengua y dio un paso atrás.
—No tengo hambre.
—Anoche no cenaste.
—Vos tampoco.
Decir que no había tenido hambre no era una respuesta válida, no cuando el objetivo del intercambio era definir quién de los dos era el adulto responsable en la familia.
Cliff suspiró, cansado. Se apoyó contra la mesada de cerámica y dejó caer la cabeza hacia atrás. Era demasiado. No podía con él mismo y con su padre, que se comportaba como debería hacerlo él. Como deseaba hacerlo.
—En veinte minutos va a estar la comida —le dijo. No esperaba una réplica—. Hoy almorzamos.
Con los ojos cerrados, no advirtió la cercanía de su papá. No notó cómo se había aproximado en silencio, casi con miedo a incomodarlo.
—No quiero darte trabajo —susurró con cautela.
Cliff se sobresaltó al notarlo a su lado.
—No me das trabajo —mintió—. Los dos sabíamos que iba a costar adaptarnos.
—No estás bien.
Enfrentó a su papá con una determinación que llevaba semanas sin mostrar. Si se hubiera visto, habría notado el brillo feroz en su mirada.
—Estoy bien. Estoy mejor que vos.
El hombre asintió y se dispuso a salir de la cocina, cuando Cliff lo frenó. Era claro que no le creía, el problema era que tampoco se creía él mismo.
—Vos sos el que no está bien, pa.
Contrario a lo que esperaba, su papá sonrió. Estiró los labios despacio, como el crujido lento de una puerta que se abre, y le dedicó la mirada más profunda que Cliff había visto durante esos últimos años. Su voz temblaba cuando habló.
—¿Cómo no voy a estar bien si acá —levantó una mano hacia su sien— y acá —señaló su pecho— está viva?
Se fue de la cocina arrastrando los pies, abandonando a su hijo en el silencio de un espacio vacío.
Cliff tiró la billetera sobre la mesa y buscó en los bolsillos de su pantalón. Pidió perdón mientras buscaba un encendedor, mientras controlaba los movimientos de sus dedos, mientras abría la caja de cigarrillos. Pidió perdón mientras inhalaba desesperado, seguro de que no sería la última vez. Ya se había mentido demasiado con esa idea.
Necesitaba llorar. Necesitaba deshacer el nudo que le atravesaba el estómago y se continuaba en la garganta, como si pidiera ser vomitado. Necesitaba perderse.
Le ardían los ojos. Inhaló profundo, como si buscara consumirse con el cigarrillo.
La intensidad del nudo se ajustó. Lo asfixiaba, pero estaba bien, era lo correcto. Que se ahogara en su angustia, que dejara de molestar y de esperar que alguien llorara por él, como si alguna vez lo hubiera merecido.
Hola. ♥
¿Conocen a Nick Cave? Si dicen que no, piensen en la canción de la taberna en Shrek 2 cuando Garfio toca el piano, el tema principal de Peaky Blinders o lo que bailan Harry y Hermione en HP 7. Todo eso es Nick Cave. Escuchen la belleza que dejé en multimedia.
¿Alguna vez creyeron algo sobre ustedes mismos que no era real?
¿Alguna vez se castigaron por sentir que no eran lo suficiente para otra persona?
El capítulo de hoy va dedicado a CMStrongville porque fue una de las personas que leyó la versión anterior de la historia de Cliff y que esté en esta reescritura es uno de los regalos más hermosos que me dio el mundo. La intención detrás de este trabajo es darles una mejor trama y narrativa, y me lo propuse pensando en quienes leyeron la versión vieja. Caro es parte de quienes merecen una historia mejor sobre este personaje y me fascina que pueda estar acá para verla. Te adoro, reina. ♥
Gracias por seguir acá, les prometo que el próximo capítulo tiene algo más de acción, algunos golpes y reclamos varios. ♥
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