La canilla de la cocina goteaba y Cliff pasaba unos dos minutos por día debatiendo en silencio si valía la pena intentar arreglarla. Imaginaba que su papá tenía el mismo pensamiento, pero el sonido de las gotas contra el metal no eran motivo suficiente para empezar una conversación. Llevaban semanas sin encontrar uno.
Terminó el vaso de agua sin respirar y se limpió los labios con el dorso de la mano. El reloj marcaba que faltaban menos de veinte minutos para las cuatro de la tarde y ni él ni su papá habían almorzado. Cenarían algo de pan con queso poco después de las ocho y él tomaría tanto café como pudiera para bloquear el sueño de la madrugada. El hombre tomaría mate hasta medianoche y se sentaría en una reposera en el patio hasta quedarse dormido. Y, como cada noche durante la última semana, Cliff tiraría una moneda para decidir si le correspondía despertarlo para que descansara en su pieza o si no se atrevería a interrumpir esos minutos de paz. De una forma u otra, antes de las tres de la madrugada estaría despierto de nuevo, suspirando con desgano por la canilla rota y calentando el agua para un té.
Los ciclos de la rutina eran más marcados a medida que pasaban los meses y las conversaciones morían con las mismas palabras, en las mismas líneas de pensamiento. Los primeros tres años desde su partida siguieron el ritmo de vida que su mamá podía mantener. Tomaron la decisión de permitir que la familia de la mujer guiara los tiempos durante el cuarto año porque ellos no eran capaces de soportar el peso y sus abuelos sostuvieron que necesitaban descansar. Para el comienzo del quinto año, todas las miradas se habían consumido y en todas se leía un deseo egoísta y singular. La cuerda se cortó con un lamento. Cliff y su papá regresaron a Argentina.
No fueron capaces de volver a la casa donde habían vivido antes. Si no se lo hubieran impedido los recuerdos, se habrían dado con la noticia de que alguien la había comprado. Cliff sospechaba que su papá buscaba ese punto cada vez que intentaba escapar, pero no se atrevía a comprobarlo. Si se acercaba a ese lugar, hallaría sus dos puntos débiles: el fantasma de su vida anterior y la casa de Irina pegada a la que había sido suya.
Movió la canilla hasta que la gota cayó sobre un lado de la pileta y se deslizó sin hacer el menor ruido. Los segundos dejaron de correr o Cliff los dejó de contar. El tiempo volvió a ser estático a su alrededor, dentro de él. Si no sintiera las pulsaciones en sus oídos, creería que las horas murieron por fin.
Dejó el vaso dentro de la pileta y se acercó al comedor sin hacer ruido. El televisor mostraba una escena a la que su padre no le prestaba atención por más que no alejara la mirada de la pantalla.
—¿No querés escuchar lo que dicen? —le preguntó.
El hombre no se sobresaltó al escucharlo. Dejó escapar un suspiro de hastío que bastó como respuesta y mantuvo la mirada en la pantalla muda. No había nada que Cliff pudiera decir para convencerlo, nada que generara sonido en el hogar.
Se encerró en su pieza y se tapó los ojos con frustración. No dejaba de sentir que aquella no era su vida, pero la que recordaba tampoco lo era. Su nueva vida era una transición pausada que no le permitía avanzar y ante la cual ni su cuerpo ni su mente respondían. Era un corte en un segundo —ínfimo y eterno—, un pozo en el que había caído y del que no quería salir. El quiebre resultaba cómodo si nadie veía su miseria.
Hizo en dos zancadas los pasos que lo llevaban a la pared opuesta y abrió la ventana. A menos de un metro se erguía la pared que los separaba de la casa vecina y todo lo que Cliff veía era un muro de ladrillos blancos mal pintados. La vista era una mierda, pero, al menos, había aire. Lo único que necesitaba era respirar.
Desde que Max mencionó el club en su encuentro, Cliff se preguntaba si valdría la pena volver. Sabía que Mateo y Luciano aún iban y eran las únicas personas a las que deseaba ver de nuevo. Más a Mateo que a Luciano. Y a Laila. Pero hablar con Mateo lo obligaría a tocar el tema que prefería evitar y Laila podía sacar de él cualquier verdad que se propusiera. Una parte de él continuaba preguntándose por qué eligió hablar con Max en primer lugar, cuando ni siquiera era de su grupo de amigos. Era amigo de Irina y por ella lo había conocido. Era casi como si la buscara a través del camino más corto.
Cerró los ojos y apoyó la cabeza contra el marco de la ventana. No podía hablar con Irina, hacerle saber que había regresado. Max no se lo diría sin su autorización. Sin embargo, tampoco podía seguir viéndolo y pretender que no lo había buscado como un atajo hacia ella. Era un fraude, una mentira. No podía ser sincero ni con él mismo y era tan evidente que estaba seguro de que cualquiera veía sus intenciones.
Se alejó de la ventana y prendió la computadora. Si pretendía quedarse en Córdoba, tenía que conseguir un trabajo. En lo posible, uno que no implicara socializar demasiado. Descartó cafeterías y locales de atención al público, aunque tenía certificados que lo avalaban para trabajar en bares y preparar tragos. También tenía mejor inglés que cualquiera en su rubro. Deseó haber terminado la ingeniería que cursaba antes de irse del país o, al menos, haberla continuado en Gales, pero sabía que no habría podido estudiar en esos cinco años. No con el reloj alrededor del cuello.
Abrió su casilla de correo por inercia, porque era lo primero que revisaba para asegurarse de que las cuentas estuvieran en orden, cuando lo vio. Tenía un mensaje de Max que lo invitaba a su casa para hablarle de un trabajo del que no podía darle ningún adelanto. Solo le pedía que confiara en él y le aseguraba que estarían solos, que nadie de su familia le haría preguntas. Como si supiera.
Atinó a confirmarle que lo vería en su casa antes de salir corriendo hacia el baño y darse una ducha fugaz. No le importó que el agua saliera fría, no hizo el menor esfuerzo por buscar la combinación que cambiara la temperatura. Se lavó la piel de manera compulsiva, consciente de que ponía más empeño del que necesitaba, y, para compensar, se quedó unos minutos bajo la lluvia con los ojos cerrados. Cada vez que lo hacía, evocaba un recuerdo que le punzaba el estómago y al que ansiaba retornar.
¿Qué tan lejos había quedado el Cliff de su vida anterior?
El agua helada le azotaba los pómulos. Apretó los labios en cuanto sintió que estaba a punto de quebrarse.
Cerró la canilla, agitado. El sonido de su respiración hacía eco en la pequeñez del cuarto y se replicaba en su mente, en las memorias que no se cansaban de sofocarlo día tras día. Y él buscaba ahogarse, perseguía el castigo de su mente como si fuera la única soga capaz de sacarlo del pozo en el que no dejaba de hundirse.
Los what could have... lo atormentaban. Las respuestas que no había alcanzado a tiempo se reían de él.
El espejo apenas le permitía verse hasta los hombros. Se contempló en silencio, ignorando cómo le temblaban los labios de frío y cómo el pelo le goteaba sobre la cara. Le parecía irónico tener media espalda tatuada con una imagen que representaba la muerte y no ser capaz de hablar de su pérdida más dolorosa. Quizá siempre había sido un hipócrita y ahora solo lo confirmaba.
Quizá solo merecía revolcarse en la miseria que él mismo había creado.
Hola. ♥
¿Conocen la canción de multimedia? ¿También piensan que todo lo que tiene de triste lo tiene de hermosa?
¿Cómo creen que va a reaccionar Irina cuando se entere de que Cliff volvió? Porque se va a enterar, eso seguro.
¿Prefieren ducharse con agua fría o caliente?
Capítulo dedicado a MDelValleMarelli por ser una de las primeras personas en apoyar la nueva versión de esta historia y seguir acá. ♥
Gracias por seguir acá aunque no sea la historia más alegre. Son lo más. ♥
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