Caminé por horas hoy, solo para ver tu cara

—amargada, como siempre, 

fruncida y arrugada,

en una mueca triste de desdén y de disgusto—. 

Es una decepción, verte tan adusto.

Tú que eras feliz, alegre, un optimista,

un hombre altruista, un caballero augusto,

ahora nunca tiemblas con tus risas y tu júbilo.

Solo me recibes con el peso del mundo

encorvando tu espalda y oscureciendo tu mirada,

con el hígado lacerado, y en la mano una espada,

pesada, afilada, ensangrentada. 

Y a ese rostro tuyo, que ahora veo irritado,

día tras día, luego de infinitos pasos, 

está tenso y solemne, hasta casi desquiciado.

Pero no entiendo tus motivos,

tus razones, tus pecados.

¿Por qué jamás sonríes? ¿Te cuesta tanto hacerlo?

Antiguamente, las risas no faltaban a tu lado,

ahora no queda nada más que suspiros airados,

y un resentimiento que no sé explicar.

¿Por qué actúas así? ¿Es para provocar

algún tipo de pelea o discusión, o tal vez evocar

algún odio interno que yo sienta hacia ti?

¿Por qué tan obstinado en odiarme a mí?

¿Qué te he hecho yo, más que querer y apoyar?

¿Que caminar por horas y por toda la ciudad?

¿Que pensar siempre en ti, y en tu bienestar?

¿Que te he hecho yo, más que amarte y amar

hasta el lado vil de tu personalidad?

O tal vez eres tú a quién yo tengo que culpar;

¿Qué crimen cometiste? ¿Y por qué quieres juzgarte

a ti mismo? ¡Dime luego la verdad!

¡Que me estoy cansando de verte marchitar!

¡De ver esa tristeza empeorar y empeorar!

¡Dame una respuesta, sé que puedes contestar!

¡Y valora mi presencia, o me verás marchar

afuera de tu casa, y jamás regresar!

¡Dime luego lo que quiero oír! ¡Hazlo ya!

¡Que me estoy desesperando, a cada día más!

¡¿Tanto te cuesta entender que te quiero

y que siempre me voy a preocupar

por ti, por tu bien, y por tu seguridad?!