La chica de cabello de lino
Hace un tiempo te vi en la Alameda,
con tu cabello de lino flameando al viento,
con tu vestido de rosas, con tu aire sereno,
riéndote mientras cruzabas la vereda.
Hace tiempo que no te veía tan contenta,
tan liviana, tan amena.
Sonreí por un momento, y me perdí en tu belleza.
Luego caí en mí, recordé mi posición, y giré la cabeza
a mirar alrededor.
Y entonces yo noté a Franscisca y a Javiera,
Tus eternas y grandes amigas, tus fieles compañeras.
Aquellas que estarán a tu lado hasta el día en el que mueras.
Aquellas que harán lo que yo quisiera —y que ya no puedo, por mi propia bajeza—.
Si la historia fuera otra, yo te hubiera saludado.
Te hubiera dicho lo hermosa que te veías, y cuánto yo te extrañado.
Pero el pasado no se cambia, ni se olvida, y cada infamia cometida
quedará por siempre registrada en el libro de nuestras vidas.
Podemos aceptarlas por lo que son: equívocos imperdonables,
pero este es un hecho innegable: lo que ya está hecho es inmutable.
Así que me hago —e hice— responsable de mis actos,
y por eso, no te hablé y no te hablo.
Solo te miré desde la distancia y sufrí por mis sueños frustrados.
Sufrí por lo que he perdido, y por lo que he sacrificado.
Y allá en la Alameda te vi marcharte de nuevo, con tu cabello dorado
volando libre en el viento —que ya se volvía helado—,
carcajeando y corriendo, con chicas a tus costados,
protegiéndote de mis ojos, que hasta el horizonte te buscaron.
Tu sombra me abandonó y yo, con un suspiro amargado,
me volteé a seguir caminando, sintiendo un vacío a mi lado.
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