
31
* * *
Suspiró por millonésima vez y se le quedó mirando para corroborar que no era un fantasma que estaba creando su cabeza. Se aclaró la garganta con esperanza, creía que ella voltearía en cualquier momento y le dedicaría una de esas sonrisas que sabían meterse en lo más hondo de su alma y sacudirla hasta ponerla de cabeza; pero nada ocurrió.
—Sé que no hice las cosas bien y no debí tratarte así, pero ¿podrías parar? Me estás matando, Flor —susurró. El aliento se le atoró cuando la joven se enderezó y pareció pensarlo, sin embargo, se puso de pie y se fue a acomodar unos papeles en una de las cajoneras haciendo caso omiso de sus súplicas—. Por favor, preciosa...
—No me digas preciosa —dijo ella dándole la espalda, revisando cualquier cosa en una carpeta de color azul celeste.
—¿Por qué no? —preguntó con el corazón latiéndole con rapidez, si mantenía la conversación, quizá ella lo escucharía y perdonaría.
Flor se quedó silenciosa por unos cuantos minutos, en los cuales él pensó lo peor, tragó saliva y la forzó a bajar por su garganta cuando ella lo enfrentó con nada más que las facciones serias. ¿Qué esperaba después de lo que había pasado la última vez que se vieron? Jamás debió decir algo como aquello, se quería romper los dientes él mismo.
—Acepto que estuvieras molesto por lo que ocurrió y que quisieras destruir a todos porque es tu hija y pensaste lo que cualquier padre hubiera pensado, pero eso no significa que pueda entender que hayas utilizado lo que más me duele para mandarme a la mierda. Para que lo sepas, sí sabía lo que sentías porque yo ya perdí a un hijo y esa clase de dolor no se la deseo a nadie... —Su corazón se fracturó cuando los ojos de la muchacha se inundaron en lágrimas. Se levantó y caminó a paso lento hasta quedar frente a ella, quería abrazarla y borrar esos minutos en los que la ira lo nubló, había caído muy bajo y ahora estaba pagando las consecuencias. La pelinegra dio un paso atrás cuando él extendió el brazo, se estremeció lejos—. Estoy cansada de siempre tener que aguantar, no quiero vivir lo de mis padres, Hugo, y ese día me demostraste lo fácil que es adentrarme a ese mundo de peleas y gritos. Solo quiero paz porque ya tuve suficiente con ellos y con Brandon.
Oh, no. No le gustaba para nada lo que estaba escuchando, cada vez la sentía más y más distante. ¿Por qué había sido tan imbécil?
Comenzaba a entender el destino de sus pensamientos, quería hacerla retroceder.
—Escucha... —empezó, desesperado.
—No —emitió como respuesta, parándolo en seco—. No sé si entiendas, pero tampoco voy a detenerme para explicártelo. Toda mi vida he esperado algo de las personas, del destino, de mí misma, y no puedo seguir así. Esperaba que mis padres se dieran cuenta que los necesitaba, esperaba que el tipo que me embarazó apareciera y se hiciera responsable, esperaba que alguien me apoyara, esperaba que no muriera mi bebé, esperaba tener una relación normal con el hombre que amaba, esperaba que Brandon fuera esa persona y luego te esperé a ti cada día frente a la computadora, rogando silenciosamente que me dijeras quién infiernos eras para correr hacia a ti porque me dabas un poco de alivio, un poco de felicidad. Me terminé enamorando de alguien que no conocía, viví los mejores momentos sin vivirlos realmente. No esperaba que todo fuera perfecto, necesitaba curar a alguien imperfecto, deseaba que ese ser me sanara a mí. No puedo seguir esperando, Hugo, siempre me dejan plantada.
Y con eso salió del cubículo, no dijo más, no dijo menos, y no hizo falta.
Se quedó parado y enmudecido en el mismo sitio, mirando a la nada, con los ojos fijos en un punto blanco de la pared. No sabía si estaba respirando, no importaba, tampoco sabía si la sangre corría por sus venas o si no estaba en la realidad. Se sentía como una pesadilla, de esas que Marcela tenía a medianoche, se despertaba empapada en sudor y se refugiaba en la cama de su padre para ser consolada.
Ahí no había nadie que lo consolara, que lo pellizcara.
Flor no quería escucharlo ni perdonarlo, y él estaba vacío.
Dos semanas después, la joven entró a su oficina ya que su rutina, básicamente, consistía en despertar, desayunar, trabajar, comer, trabajar y dormir. En eso se habían convertido sus —ya de por sí— aburridos días.
Afianzó el agarre en los documentos que cargaba al levantar la vista y vislumbrar una florecilla blanca colocada sobre su escritorio, justo a lado de las otras. Desde aquel día, Hugo dejaba una flor diferente en alguna parte de su lugar de trabajo, nunca faltaban; y eso, lejos de parecerle lindo, le molestaba.
Que no se esforzara ni un poco la sacaba de quicio, así que había decidido dejarlo pasar. Esa ocasión no fue diferente, hizo como si no hubiera catorce flores en uno de sus costados, sitio donde las apiñaba.
Su teléfono móvil sonó después de que tomó asiento, y reconoció el número que arrojó el identificador. Se le secó la boca pues jamás podría olvidar esa combinación numérica que había tenido que aprender cuando fue a la escuela primaria. Sus padres no paraban de llamarla y ella no paraba de ignorar las llamadas. Sabía que tarde o temprano tendría que afrontarlos y decirles que no podía, simplemente no era capaz de olvidar y hacer como si nada.
Su vida estaba estancada, ¿no lo había estado alguna vez?
Hugo estaba nervioso, demasiado.
Tronó la articulación de su cuello y talló su rostro. Tragó saliva y siguió jugueteando con la servilleta que ya estaba más doblada que su camisa sin planchar.
No estaba preparado, pero tenía que hacerlo.
—Buenas tardes. —La mujer de cabellos blancos se sentó frente a él con los ojos temerosos. Quiso levantarse e irse, advertirle de nuevo, pero no lo hizo. Tan solo envaró la espalda y esperó a que ella empezara porque era demasiado cobarde—. Gracias por dejarme hablar, sinceramente creí que no lo harías.
—Pues habla —emitió, brusco.
Eugenia desvió la mirada y suspiró con pesadez, paseó la vista por aquella cafetería desolada y, por último, clavó los ojos en los de su oponente.
—Sé que nunca te dije demasiado, en realidad no nos conocíamos, solo éramos dos almas perturbadas que buscaban consuelo y eso era todo. Nunca hubo romance ni amor, había drogas, alcohol. No recuerdo ni la mitad de lo que hice aquellos días, sabes bien que todo era oscuro. —Ahora fue su turno de juguetear, hizo figuras en la mesa con sus yemas, todo menos enfrentarlo—. Siempre fui un estorbo, mi madre nunca quiso tenerme, hacía cualquier cosa para que supiera cuánto odiaba mantenerme, cuidarme. Nunca supe por qué, solo que había arruinado su existencia. Quería olvidar y las drogas me ayudaron. Cuando supe que estaba embarazada... yo... —Su voz tembló, respiró profundo y sorbió por la nariz. Hugo se preguntó qué era lo que quería decir, ya más pendiente de la conversación que ansioso por el acontecimiento—. Yo no estaba preparada y no quería que el bebé sufriera lo que yo había sufrido, no quería que mi historia se repitiera. Nunca tuve a nadie, pero Marcela siempre te tuvo a ti, esa es la gran diferencia. Durante años he reprimido las ganas de buscarlos, no iba a abortar porque no la amara, tampoco es que la quisiera, tenia terror de no ser suficiente. Cometí el peor error de todos, lo siento.
La peliblanca refugió sus lágrimas en sus puños, se veía tan pequeña, siempre había sido diminuta. A Hugo nunca le atrajo nada en particular de la madre de su hija, solo se habían encontrado y su soledad los había unido en un espiral de subidas y bajadas, de cosas que, como ella dijo, no recordaba.
Tenía vagas memorias de las mañanas, de reír por tonterías bajo el efecto de los polvos y las pastillas, pero nada más. Automáticamente la odió cuando supo que quería matar al bebé, jamás se detuvo a preguntarle si se sentía bien, tampoco intentó convencerla. Recurrió a lo que sabía iba a funcionar: más adicción.
No quería perder a Marcela, la amaba porque era la gravedad de su universo, esa fuerza que lo había impulsado a seguir adelante, la chispa que necesitaba para recordar que estaba vivo y tenía que vivir por ese pequeño ser que no tenía la culpa de sus decisiones. Y no quería que su hija lo odiara por apartarla de la persona que le dio la vida, quien también era humana y se había equivocado.
—Le gusta el color rosa, tiene una colección de calcomanías y le gusta que la peine en las mañanas aunque nunca pueda hacerlo correctamente. —Eugenia levantó la cabeza tan rápido que pensó que se marearía, sus pálidas mejillas estaban cubiertas por gotas saladas. Sus ojos estaban brillantes, ella de verdad quería conocer a Marcela.
—Yo podría peinarla de vez en cuando... —Detuvo sus palabras, como si aquello fuera más de lo posible, tenía miedo de echar todo a perder.
—Estoy seguro de que le gustaría. —Se limitó a contestar.
No hubo mucho después de eso, un que otro dato que Hugo soltó, información que Eugenia atrapó como el sediento al agua.
No sabía si estaba haciendo lo correcto, pero la tranquilidad llegó a su pecho. Entender que él había tenido mucha culpa había ayudado a sanar algunos rencores que todavía querían aferrarse a su espalda.
Sin embargo, y aunque se acostó esa noche conforme con lo que había decidido y planeando cómo darle a Marcela la gran noticia, le habría gustado hundir la nariz en cierto cabello negro y aspirar su perfume.
Las palabras de Flor seguían repiqueteando en el fondo de su cráneo. No iba a permitir que siguiera plantada, iba a cosecharla y a sembrar nuevas semillas.
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Ya llegó por quien lloraban? :3 Gracias por la paciencia, sé que demoré bastante, pero me dio un bloqueo horrible que incrementó por los horarios tan apretados de mi universidad. Una disculpa.
Espero que lo hayan disfrutado, ya no falta mucho, un capítulo y un lindo epílogo.
LES MANDO BESOS <3
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