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2. Manzana y canela

Las primeras veinticuatro horas tras la muerte de Jenny fueron las más difíciles para Óscar. Después de que él les confirmara a las autoridades que la niña era su hija, y ellos le aseguraran que perdió la vida de forma accidental, no pudo hacer nada más que esperar a que le entregaran el acta de defunción. Mientras sentía que las horas transcurrían en cámara lenta, logró reunir las fuerzas suficientes para organizar el funeral.

Cuando Óscar vio llegar el servicio funerario que debía recoger el cuerpo de su hija, se preguntó por qué había organizado esa farsa si él era todo lo que Jenny tenía. La familia de su esposa se había distanciado hacía muchos años atrás, desde que él y su mujer confesaron que tendrían una hija. En cuanto a su propia familia, Óscar ni siquiera podía recordar si alguna vez la tuvo; lo pusieron en un asilo cuando su madre fue diagnosticada con el mismo mal que lo torturaba a él: esquizofrenia.

Le pareció absurdo organizar un velorio para su hija en el que, seguramente, se sentaría solo por horas a pedirle a Dios o al demonio una segunda oportunidad para ambos. Aun así, se dirigió a la funeraria y, sin avisar a nadie, pasó los siguientes días en soledad junto al cadáver de Jenny.

Con una sonrisa torcida, Óscar metió la mano en el ataúd para acariciarle el cabello. Le pareció que lucía hermosa vestida de blanco, con una preciosa corona de rosas en la cabeza y una expresión de calma en su rostro, que la hacía ver como si estuviera dormida.

En el instante en que volvió a sentir que las lágrimas se abrían camino por sus mejillas, entendió que no estaba listo para dejarla ir. Levantó la vista del ataúd antes de dar un paso hacia atrás y, con calma, se sentó en una de las sillas en la sala.

Entre los incesantes susurros que lo perseguían, había uno que se anteponía al resto, una voz oscura que parecía estar tras su espalda.

De manera cálida y atragantada, la voz repitió los mismos sinsentidos que le había dicho antes, esta vez mientras le danzaba de un oído al otro. Aturdido, el hombre pensó que la piedad que le transmitía era una burla más, otra forma de agredirlo igual que el resto.

Se llevó ambas manos al cabello y tiró de él hasta arrancarse algunos mechones. No quería soportar más el engaño de su propia cabeza.

Sin embargo, para su sorpresa, esta vez sintió una mano viscosa y fría sobre su hombro, por lo que se giró de inmediato en busca de quien lo acompañaba en la soledad.

Aún sin divisar a nadie, el peso seguía en su hombro: había alguien ahí. Tembloroso, colocó su propia mano encima de aquella que lo tocaba. Era real, una mano pequeña estaba ahí.

—¿Papi? —escuchó una vez más la voz de Jenny dirigirse hacia él—. Papi, no quiero estar aquí. Quiero ir a casa —le suplicó al borde del llanto, atemorizada. En su angustia, Óscar se lanzó una vez más sobre el ataúd y contempló a la niña inmóvil, mientras su vocecita se hacía cada vez más fuerte.

—Tranquila, mi niña, no vas a quedarte ahí —le susurró Óscar al tiempo que volvía a meter la mano en el féretro y le acariciaba el cabello—. Papi se hará cargo —prometió.

Ella se quedaría a su lado, así tuviera que quedarse con su cuerpo.

***

Susy se encontraba sentada en el suelo y jugaba con sus muñecos mientras Víctor la observaba con una ligera sonrisa en los labios. El muchacho estaba sentado en el sofá de la sala con las piernas cruzadas y el teléfono de pared pegado al oído. A él le gustaba ver que su hermana estuviese, por fin, más tranquila, ya que desde la tragedia en el kínder tenía pesadillas sobre Jenny: decía verla atrapada en una plataforma negra y que tenía las manos atadas con cadenas.

Diez días habían transcurrido desde entonces y nadie sabía si el colegio reabriría sus puertas para el próximo ciclo escolar. Víctor esperaba que sí, ya que, en ese momento, Susy empezaría una nueva e importante etapa en su vida: la primaria. Cursarla en la misma institución resultaría en una forma de ayudarla a mantener su normalidad; él no quería que fuese transferida por ese motivo.

Además de eso, hacía unos días, se había enterado de que Daniela Zarahi, la maestra de Susy, se había marchado de la ciudad tras lo acontecido con Jenny. No dijo a dónde iría, ni siquiera cobró su liquidación. Podía decirse que se desvaneció en el aire luego de ser declarada inocente de negligencia por las autoridades. Susy todavía no estaba enterada de eso y, si era sincero consigo mismo, a Víctor le daba repelús contárselo.

«¿Qué tal si los sueños son una premonición y no simples pesadillas?», se preguntó Víctor y frunció el ceño al tiempo que apretaba los dientes. ¿Jenny de verdad descansaba en paz o, además de presenciar su muerte, Susy también la vería vagar por el colegio ahora cual alma en pena? De ser así...

—¡Por fin, vendrá a pasar la noche! —gritó Hans lleno de alegría al otro lado del teléfono, lo que apartó a Víctor de sus pensamientos—. No te imaginas lo nervioso que me siento.

—Ah, sí... —respondió Víctor, distraído. No había escuchado nada de lo que Hans decía, así que se limitó a dar una respuesta genérica bajo la suposición de que hablaba sobre su pareja—, parece que todo está marchando bien, hermano. Felicidades —añadió.

—Gracias. Al final, tenías razón sobre nosotros. —Víctor infló el pecho con orgullo ante esas palabras y después escuchó a Hans emitir un suspiro—. Stephen es... perfecto.

Víctor negó con la cabeza y sonrió. Era tierno que su mejor amigo se diera una segunda oportunidad. Si bien hacía más de dos años que había terminado su relación con Doris, él podía darse cuenta de que ese sentimiento agrio aún no estaba del todo fuera de su corazón. Aunque Hans había enfrentado al dolor en soledad y silencio, esa ruptura le había hecho mucho daño.

—Deberías preparar algo especial, así todo se conducirá de forma natural —sugirió Víctor. Hans emitió un sonido con la boca y le dio a entender que escuchaba su recomendación—. Cocina algo que a él le guste mucho, prepara una noche de karaoke, no sé. Que sepa lo importante que es para ti.

—Se lo he dicho.

—Eso no basta, demuéstraselo con acciones. Hazlo sentir que para ti no hay, ni habrá, nadie más.

—Tienes razón, así lo haré. Gracias.

Víctor sonrió antes de que su vista regresara a Susy, después la posó en el mal cosido peluche de pingüino y vio cómo la niña lo lanzaba hacia el techo. Luego, tomó a un peluche con forma de perro; peleaban con fiereza contra un ser oscuro que pretendía agotar el agua del mundo. El muñeco que tomaba el papel del villano era un gato de foami2 que Dany les enseñó a hacer en clase.

—¡Vamos, tenemos que sacarlos de aquí, Doctor Can! —gritó Susy de pronto. La niña fingía una voz apenas más grave para darle una personalidad propia al pingüino. Luego se puso de pie y cargó en brazos a dos muñecos mientras corría alrededor del sofá—. ¡El olor se está volviendo muy fuerte! ¡Nos queda poco tiempo!

El olor. Víctor se inclinó sobre el sofá al darse cuenta de que dio por hecho algo muy importante, algo que podría ser el origen de las pesadillas de su hermana. Susy podía predecir varias situaciones por el aroma que despedían las almas, entre ellas, la muerte. No conocía nada que pudiese nublar esas habilidades, así que tal vez el incidente de Jenny no había tomado a Susy tan desprevenida como había pensado.

—¡Ey, feo! ¿Me estás escuchando? —preguntó Hans. Víctor solo emitió un sonido con la garganta a modo de respuesta—. ¿Qué te ocurre? Desde hace rato estás muy distraído.

—Es que... —titubeó. Antes de contarle a Hans, debía estar seguro—. Después te cuento, ¿sí? Ahora tengo que hacer algo urgente.

—De acuerdo.

—Te llamo luego. Adiós. —Víctor colgó el teléfono—. Oye, pequeño trol —llamó de inmediato la atención de Susy, quien se giró para mirarlo—. Hay algo que quiero preguntarte. Sé que lo de Jenny fue muy duro para ti, pero necesito que me respondas lo que te voy a preguntar con toda sinceridad. ¿Está bien? —Susy asintió con los juguetes apretados contra su pecho—. ¿Nunca te diste cuenta si el aroma de Jenny cambió antes de... ya sabes, morir? —susurró.

En unos segundos, el silencio se extendió por la habitación.

La niña agachó la cabeza y escondió el rostro detrás de los osos al tiempo que se encogía en sí misma. Susy no quería decirle lo que había sucedido. Hablar de esas cosas aumentaba la frecuencia con que tenía pesadillas y también temía que eso atrajera más seres oscuros que les hicieran daño. Víctor empezaría a tenerle miedo, igual que varios de sus compañeros, y la dejaría sola.

—Por favor, dime la verdad —insistió Víctor—, ¿olía a manzana y canela? —Los ojos de Susy se llenaron de lágrimas fuera de la vista de su hermano y, aunque estaba asustada de confesarlo, asintió—. ¿Por qué no me lo dijiste?

—Pensé que si no lo decía, no pasaría nada —titubeó Susy—. No quiero que tú también me tengas miedo y me dejes sola.

La niña se echó a llorar.

—Yo jamás te haría algo así —susurró gentil. Su hermana no lo miró, así que bajó del sofá para arrodillarse frente a ella—. Mírame, muñequita —pidió. Ella obedeció y dejó caer los juguetes al piso—. Sé que para ti tener esas habilidades es muy difícil, pero es parte de lo que eres y debes aceptarlas. Estás bendecida.

—¿Y por qué yo? —dijo la niña con un hilo de voz—. ¿Por qué yo tengo que saber todas esas cosas malas? —cuestionó. Víctor tragó saliva, nervioso; no estaba seguro de qué responder—. Lo odio.

El muchacho suspiró. Él había pronunciado esas mismas palabras años atrás, en la soledad de su habitación, cuando su poder había empezado a fortalecerse sin que él tuviera a alguien que le explicara lo que sucedía. Entendía la frustración, la confusión y el terror que se sentía al saber que eres diferente. Él pasó gran parte de su infancia solo: algunas personas le tenían miedo; otras, se burlaban de él. No dejaría que Susy pasara por lo mismo, debía arrebatar esas emociones de su corazón.

—Son un regalo para ti, muñequita —intentó explicar Víctor. Él desconocía si eso iba a bastar para calmarla, mas valía la pena arriesgarse—. Tú fuiste elegida por tu pureza, tienes un propósito enorme en este mundo que va de la mano con ese poder excepcional. ¿Qué es lo que siempre te digo que eres?

Susy, tras pasarse ambas manos por los ojos y secarse las lágrimas, miró a Víctor. La sonrisa que tenía en la cara la hizo sentir llena de paz, de tranquilidad. De nuevo, despedía de forma inconsciente ese maravilloso aroma dulce que tanto le fascinaba de él. Sonrió también y luego respondió a la pregunta.

—¿Un pequeño trol? —dijo con inocencia, a lo que su hermano emitió una tenue y enternecida risa.

—Además de eso.

—Un ángel.

—Sí. —Víctor limpió el rostro de Susy con ambas manos, después la besó en la frente—. Tus habilidades, Susy, ese impresionante poder que posees en tu interior, son un regalo para ti; y tú eres un regalo para nosotros.

—Está bien. Tú también tienes un poder, ¿verdad? —señaló Susy tras emitir un leve gimoteo y Víctor asintió—. ¿Entonces también tienes un popósito?

—Sí, lo tengo.

—¿Y cuál es? —preguntó la niña, curiosa.

Víctor se hizo hacia atrás ante dicha pregunta. Él lo sabía desde hacía años, gracias a Susy.

En aquel tiempo, Víctor tenía doce años y cursaba el último año de primaria. Debido a los cinco meses de embarazo, caminar se había vuelto agotador para su madre, de modo que siempre se acostaba a tomar una siesta luego de recoger a Víctor de la escuela.

Ver a Valeria atravesar por un embarazo resultaba curioso para el niño, en especial, porque antes de que sus padres se lo contaran de forma oficial, él ya había empezado a sentir que la presencia del bebé llenaba la casa. Aunque no le gustaba admitirlo frente a sus papás, le encantaba.

Conforme el vientre de Valeria aumentó de tamaño, la presencia lo hizo también.

Un día, luego de volver de la escuela, apenas escuchó a su mamá emitir un leve ronquido, se metió en la habitación y se subió en la cama para estar muy cerca del abultado vientre. Una vez ahí, lo acarició antes de abrazarse a él; esperaba que la acción fuese sentida por el bebé.

Entre susurros, repitió las mismas palabras que le había dicho desde el primer momento en que supo de su existencia: que la amaría sin importar lo molesta que fuese, ni que acaparara la atención de sus padres. La amaría fuese como fuese, porque era su hermana y, según su madre, era una bendición del cielo. Fue entonces que el propósito de su vida se reveló ante él de la manera más hermosa posible.

«También te quiero», escuchó. Con claridad, una voz dulce emergió a través de la piel del vientre de Valeria y, de inmediato, sintió la caricia de una manita. Al principio, pensó que alucinaba, pero en ese momento el estómago de Valeria se movió y la palma de una mano pequeñita se marcó en el vientre de su madre.

Ella de verdad lo había escuchado, estaba ahí y lo quería. Fue la primera vez en su vida que Víctor sintió que ese don podía servir de algo; tal vez lo poseía porque su hermana lo necesitaba.

Ahora, Víctor sonreía cada vez que recordaba ese momento. Al final y sin quererlo, tuvo razón. Ella lo necesitaba para cuidarla, para comprenderla.

Víctor extendió su mano y acarició la cabeza de Susy con ternura. La niña lo miraba intrigada, los ojos le resplandecían con el rastro de las lágrimas que había derramado, aguardando por una respuesta a su cuestionamiento. El muchacho volvió a inclinarse y la besó en la frente, previo a levantarse del suelo.

—Es un secreto —dijo antes de acurrucar a Susy en su regazo.

***

Óscar estaba de rodillas frente al cadáver de su hija, el cual ya había empezado a podrirse. El hombre temblaba ante el dolor de verla así, sin embargo, las lágrimas habían dejado de humedecerle la cara. Ahora solo poseía una mirada vacía en los ojos. Su piel demacrada y pálida tenía marcas de diversas heridas que él mismo se había hecho durante casi toda la vida.

Las voces en su cabeza, esas que lo seguían desde la eternidad, aprovecharon cada instante de lucidez desde la muerte de Jenny para agredirlo, para recordarle el fracaso de padre que era y así burlarse de su dolor. Ver la sangre nacer de las venas con cada mordida o arañazo a sí mismo fue lo único que logró hacerlas callar, solo así ellas le dieron un minuto de silencio. Él lo aprovechó para disculparse con la niña. Por años, ella había sido testigo de sus arrebatos demenciales, lo fue incluso después de la muerte y él lo lamentaba. La amaba y deseaba haberle dado una vida normal.

Todavía con las uñas de las manos clavadas en los muslos, esa voz susurrante, la que más intentaba ignorar, la más sombría de todas, volvió a hablarle con ahínco. Tuvo la certeza de que el dolor había matado al ínfimo resto de cordura y lo había reemplazado con ideas siniestras, mismas que esa voz enriquecía.

Óscar se llevó las manos a la coronilla y presionó con fuerza, incluso empezó a golpearse con los puños en una lucha feroz por no oír nada de lo que la locura le decía. Susurros y más susurros bailaban de un lado a otro, peleaban para ser el más oído, para ser la voz que tomaría el control.

Una de ellas lo logró; estaba tan adentrada en su mente que parecía más poderosa que el resto. Esa lo forzó a escuchar y, cuando lo hizo, lo envolvieron los brazos de un amor enfermizo.

—Quieres recuperar a tu hija, ¿no? —susurró la siniestra voz fundida en ecos que iban y venían. El volumen se deslizaba de un lado a otro en una danza furtiva—. Podemos traerla de vuelta, solo hace falta un pequeño sacrificio.

—Sacrificio —repitió el hombre con tono sombrío mientras bajaba las manos y enfocaba la vista en el inerte cuerpo de Jenny, en su bebita.

Si ofrecía a alguien que tuviera el mismo valor que ella, quizá podría volver a abrazarla, pero ¿a quién podría dar a cambio? Ni lento ni perezoso, visualizó la imagen de una niña con el cabello negro y rizado, la piel morena clara y muy encantadora. Era un angelito adorable como Jenny. Como su Jenny.

—Susana —pronunció y por sus labios se deslizó cada letra, antes de saborear el final de ese nombre.

Había ido a contemplarla ya varias veces durante las noches anteriores para llenarse de ella, de la esencia que emanaba de sus poros, de la dulzura que tenía en la mirada. Solo esa niña podía compararse con la belleza de Jenny...

Solo ella podía ayudarlo a traer a su bebita de regreso en la segunda oportunidad que necesitaba.

—Sabes qué hacer —reiteró la voz. Esta vez no provino del interior, sino de afuera, como una sombra negra de maldad que se posa para hablar al oído. Sintió el deseo de obedecer con tal de recuperar lo que más amaba en el mundo—. Llévame a ella, y te devolveré a tu hija.

No importaba el costo ni la consecuencia, si la recompensa era ver a Jenny de nuevo. El hombre se levantó del suelo con una sonrisa de medio lado, luego se dirigió a la cocina y tomó una cuchara. Regresó hasta donde yacía el cadáver de la niña y se agachó con el mango del utensilio libre.

—Los ojos son la ventana del alma —parafraseó a la par que alzaba la cuchara—. Si dejas las ventanas abiertas, aunque la puerta se cierre, puedes volver a entrar.

En un movimiento rápido que produjo un sonido húmedo, Óscar enterró el utensilio en el ojo izquierdo de la niña. Sangre coagulada de color café y aroma fétido brotó a chorros mientras el objeto se clavaba sin descanso hasta dejar dos agujeros, huecos y oscuros. El hombre acarició el cabello de Jenny y se inclinó para besarle la frente; no le importaba embarrarse de sangre. Adoraba todo de su hija.

—Te amo tanto —susurró Óscar con una mirada vacía que pretendía ser dulce.

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