Prólogo
*Nota previa: aunque la novela es de fantasía, el prólogo se sitúa en un contexto histórico. Y, aunque no lo parezca, hay magia en su contenido. Después del prólogo, los hechos ocurren en un universo distinto, pero es imprescindible su lectura para entender la totalidad de la historia. He decidido escribir esta nota porque el prólogo es lo primero que se lee en una novela y para que nadie entre aquí buscando fantasía pura desde la primera línea y se encuentre con algo distinto. Por supuesto que la hay, pero no comienza hasta el final del prólogo. Dicho esto, espero que disfrutéis con la lectura.
Detroit (EEUU), 4 abril 1968, 18:30 horas
El silbido de la cafetera la transportó de nuevo a la realidad.
Sostenía sobre una mano la jarra de leche, inclinada, derramándola sobre la mesa tras exceder el límite de la superficie de la taza. Atolondrada, parpadeó repetidamente; seguía sin creerse las noticias.
—¡Mestiza!
Mercedes Jones siempre empleaba ése término cuando quería llamar su atención. Sabía de sobras que le enturbiaba y, aunque no era una mujer realmente desagradable, disfrutaba observando la arruga que se formaba en el ceño de Beth tras pronunciar esas tres sílabas sentenciadoras. Su encargada cambió de emisora en la radio, sonaba el estribillo de The Dock of the Bay, uno de los singles más vendidos de las últimas semanas. Un producto en alza, seguramente potenciado por la trágica muerte de su cantante, Otis Redding, quien había fallecido en un accidente aéreo a inicios de ese mismo año. Le resultaba irónico que un afroamericano estuviera en la lista de los grandes éxitos, sonando en ese preciso instante, justo unos minutos después de la noticia del asesinato de Martin Luther King.
—Vamos —la apremió Mercedes, al mismo tiempo que frotaba frenética una mancha en el fondo de una taza—, ¿a qué estás esperando? Limpia este embrollo; haz los cafés y las tostadas que te han pedido.
—Pero...
—Todavía tenemos que preparar la bollería para el turno de madrugada y limpiar todo esto antes de cerrar.
—Mercedes...
—Joe y Billy entran en breve a trabajar y les espera una larga noche. Será mejor que te des prisa, los pobres necesitan recargar fuerzas y además...
—¡¿Es qué vamos a hacer cómo si no hubiese ocurrido nada?!
Había alzado la voz más de lo deseado y la docena de individuos que se desperdigaba entre la barra y las mesas del local fijaron la vista en Beth. No era consciente de haber lanzado una cucharilla sobre el desastre que tenía sobre la mesa, salpicando de leche su delantal. Mercedes la miraba con los labios apretados y el brazo derecho sobre la cadera.
—Ve a la cocina —la joven abrió los labios, disconforme, pero Mercedes no le dio tregua—. Ahora. Ya me encargaré yo de todo esto. Quédate allí y cálmate —con cierto aire arrepentido la sujetó del brazo antes de que se marchará para susurrarle—. Iré en cuanto pueda.
Beth asintió, cabizbaja. Se marchó, entre avergonzada y frustrada. Entró en la cocina de la cafetería y se dispuso a preparar las bandejas del horno. Pensó en su hermana Ruby, en lo implicada que había estado desde un inicio en los movimientos por los derechos de los afroamericanos, y en cómo la había arrastrado hasta esos grupos organizados, pese a no sentirse Beth del todo integrada, siempre viéndose a sí misma como una intrusa en cualquiera de las dos mitades de la población. Pensó también en el padre de ambas, ese que las había criado inculcándoles orgullo de clase y que ahora yacía postrado, indefenso, y con la memoria esfumándose entre pensamientos diversos y recuerdos difusos. Pensó en las personas que había conocido, sobre todo en las mujeres que se posicionaban en primera fila en las asambleas clandestinas, reclamando su derecho a alzar la voz, pues suponían el porcentaje más alto de la organización y, sin embargo, no se tenían en cuenta sus intereses. Pensó, incluso, en Marcus, ese chico caucásico de ideales hippies con el que había iniciado una relación y que parecía encajar con los demás mejor que ella.
Los imaginó reaccionando a la noticia: a Ruby encendiendo la llama en las mujeres, guiándolas hasta la revuelta, emulando a La libertad guiando al pueblo, ese famoso cuadro de Eugène Delacroix; a su padre, ajeno a todo cuanto le rodea, con la baba cayéndole por la comisura de la boca y la mirada perdida entornada frente al televisor; a Marcus mostrando apoyo para la causa...
Sin darse cuenta llevaba un buen rato atizando la masa. Le daba la vuelta con soltura, amasaba y volvía a golpear con más fuerza de lo debido. No se percató de las lágrimas deslizándose por los cachetes de sus mejillas. Tampoco de la mirada consternada de su encargada.
—¿Planeas un bollocidio?
Beth alzó la mirada. Sus ojos redondos y castaños dejaron entrever cierto recelo hacia Mercedes. La aludida se percató y cambió el gesto sombrío por una expresión mucho más amable.
—Elisabeth... —la ojeó con cautela, como si estuviera midiendo sus palabras— deberías ser cuidadosa con lo que dices.
La joven la observó anonadada, sin entender la intencionalidad de su mensaje.
—¿Cuidadosa? ¿Aquí? —miró hacia ambos lados, como si de pronto esperase que alguien le sorprendiera gritando: «¡Es una broma!»— Pero, si estamos rodeados de los nuestros. Además, no he dicho nada malo.
Su encarga la escrutó con esa mirada que la tildaba de humana a medias. Medio blanca, medio negra. La chica desubicada. Como si le leyera la mente, la mujer se apiadó de ella, relajando el tono.
—Las paredes son muy finas y la gente habla, Beth —Mercedes se arrimó hasta ella y colocó una mano sobre el hombro de la chica en actitud maternal—. Muchos no te consideran de los «nuestros» y algunos enfocan sobre otros sus resentimientos. La sangre no se olvida fácilmente. Desconfía de aliados y enemigos por igual y sobrevivirás.
Beth bajó la mirada, apenada. Arañó sin querer la superficie de la masa, dejando una marca en su extensión. Siempre le habían recalcado que su piel era un par de tonos más clara que la de su familia. Había muchas personas como ella debido a los siglos de encuentros sexuales forzados, no obstante, nunca había conocido a nadie con una madre blanca que se había negado a reconocerla como tal. El origen de su progenitora no la convertía en una extraña, ni mucho menos en alguien a quien excluir de su comunidad.
—Entonces, ¿no tengo derecho a mostrar mi descontento? ¿Acaso debo actuar con normalidad?
—Un hombre ha muerto. Pasa a diario. Hablarlo no cambiará los hechos.
—No —le espetó Beth—, ha sido asesinado, que es distinto.
—Y es un acto horrible. Que no podemos cambiar —insistió—. Por mucho que os organicéis.
Elisabeth frunció el ceño confundida. ¿Cómo se había enterado Mercedes de sus encuentros nocturnos?
—¿Cómo...? —inquirió la muchacha.
—Te lo he dicho; la gente habla. Andaos con cuidado esta noche, tenéis un padre enfermo que os necesita. Y la familia está por delante de cualquier lucha —la observó de reojo, dedicándole una mirada perdida—. ¿Sabes? Aunque te cueste de creer, yo también fui como vosotras. Los cambios sociales eran mi prioridad.
—¿Y qué te hizo cambiar de parecer?
—Que me arrebataron a demasiados seres queridos —contestó sombría. Como si no hubiera dicho nada, le dio una palmadita en la espalda y cambió de tema—. Anda, adelantemos faena o se nos echará el tiempo encima.
Con una punzada en el corazón, dejó lo sucedido de lado. Como un día cualquiera, Mercedes le habló sobre sus mellizos. Muy a su pesar, dejó de escucharla a la duodécima anécdota consecutiva. Era incapaz de pensar en alguna cosa diferente a lo sucedido, por mucho que su encargada se empeñase en enfatizar la importancia de los lazos familiares. Por supuesto que a Beth le importaba su familia, nada estaba por delante de los suyos. Incluso si no era estrictamente convencional. Pues, pese a no ser hermanas de sangre, Ruby y ella se querían como tal.
En realidad, aquél a quien llamaba padre era su tío, quien se había hecho cargo de ella junto a su abuela y la madre de Ruby tiempo después de que su progenitora diera a luz y que su padre biológico desapareciese. Thomas Atwood, que así se llamaba su padre adoptivo, tuvo que acudir al frente poco antes de acabar la segunda guerra mundial. Tras su servicio se transformó en uno de los muchos impedidos tras el conflicto. Si reintegrase en la sociedad para los veteranos blancos significaba una odisea, para los afroamericanos representaba un imposible.
Los cimientos del hogar de las hermanas se sustentaron gracias al duro trabajo de las mujeres de la familia, enseñándoles a ambas una lección de fortaleza, sacrificio y constancia. Tanto la abuela, Charisma, como la madre, Rose, habían trabajado duro para traer un plato de comida caliente a la mesa. Y, aunque se les marcaban las ojeras y lucían las manos ásperas y callosas, intentaban mantener el ánimo para el bienestar de los suyos.
Por desgracia, una enfermedad llamada cáncer se había llevado a Rose Atwood hacía ya muchos años y la abuela Charisma las había dejado apenas un par de años atrás, dejando a las hermanas al cuidado absoluto de su progenitor. Thomas siempre había gozado de una mente curiosa y activa, algo que se había incentivado al hallarse postrado en una silla. Durante años, había dedicado su tiempo en educar a las niñas, inculcándoles la cultura y la educación que consideraba indispensable para ellas. Les había enseñado las acciones de los pioneros de la liberación de los derechos civiles del pueblo afroamericano, implantando la semilla para que ambas se interesasen, también, por todas esas mujeres de las que nadie hablaba e impulsaban oleadas de cambios sociales.
Mientras él les dotó de alas, las mujeres de la familia se convirtieron en sus referentes. Cada miembro había asentado las raíces sobre las que sostenerse y crecer. Y pese a todo, el invierno amenazaba con dar muerte a todo fruto cosechado.
Thomas Atwood, último de los resistentes pilares del núcleo familiar de las hermanas, se desvanecía lentamente.
En los últimos años, sus recuerdos se tornaban manchas difuminadas, confundía a sus hijas con su mujer o parecía atrapado en un recuerdo lejano.
Se había vuelto un desconocido atrapado en el cuerpo de un hombre que, muy de vez en cuando, mostraba cierta lucidez. Momentos en los que sus ojos oscuros se llenaban de pena, percatándose de su trágica realidad.
Era desalentador desprenderse de una parte distinta de él cada día.
«Y la familia está por delante de cualquier lucha.» Le había dicho Mercedes. Se preguntó qué habría opinado su padre al respecto, él, que tanto había ansiado una conquista de derechos. «Nos diría que luchemos —recordó las palabras de su hermana—. Que, ante todo, alcemos la voz hasta que nuestras palabras traspasen el olvido.»
El mundo estaba cambiando, los jóvenes impulsaban una nueva revolución cuyo objetivo era acabar con el silencio de las masas. Los años sesenta representaban la década de la exaltación, una generación donde las palabras tomaban fuerza. En ese contexto, le enervaba profundamente mantener el pico cerrado. El silencio, aliado colaboracionista del sistema, perpetuaba las injusticias a cambio de una banal subsistencia. No soportaba los discursos de eterna dominación lanzados desde el seno del Estado hacia cualquiera que consideraran inferior.
Aun así, la mayoría de veces actuaba bajo los efectos de un mutismo prolongado. A diferencia de su hermana, su lucha era interna. No obstante, el racismo acababa de matar a un hombre.
Y ¿entonces? ¿Su deber era actuar y honrar la memoria activista de su padre o permanecer inamovible a su lado?
Ya había renunciado a tantas cosas...
A los catorce tuvo que abandonar la escuela, apartando su sueño de ser universitaria en un futuro mejorado, una meta de por sí complicada para las mujeres y cuya dificultad se incrementaba para las de su raza y clase. Ruby siguió sus pasos. Ambas entraron a trabajar al servicio de una familia de bien hasta que fueron acusadas, injustamente, de hurto. Con veinticuatro años, arrastraban una larga lista de trabajos basura, cada cual peor remunerado y bajo nefastas condiciones.
Aunque ya tenía edad más que suficiente para formar su propio hogar, no contemplaba el matrimonio. En parte, porqué el único chico con el que había intimado era blanco y ser mestiza ya era bastante complicado como para ofrecerle el mismo futuro a unos supuestos retoños. Claro que, a veces, reflexionaba sobre la palidez de Marcus, imaginando que sus hijos podían nacer más claros que ella, facilitándoles la vida. Acto seguido, se recriminaba por rechazar su propia tonalidad. Fuera como fuese, hasta hace poco no habían aprobado los matrimonios mixtos. Y de todos modos, seguían sin verse bien para la sociedad.
Pese a todo, se preguntaba: ¿era eso lo que deseaba? ¿Una vida al lado de Marcus? ¿Y su hermana? ¿Qué anhelaba Ruby? Desde luego, ella había sido mucho más proactiva con el tema de la lucha social. Era ella quien la había llevado hasta ese grupo. Aunque le enfurecían las diferencias sociales y deseaba erradicarlas, siempre se había visto a la sombra de Ruby, manifestando una personalidad mucho más sosegada, templada y pacífica que su hermana pequeña.
Minutos atrás, se había sorprendido a sí misma al experimentar la rabia. Quizá, la cólera vivía interiorizada, oculta entre las raíces de sus temores, preparada para saltar a la yugular de sus opresores.
La notó palpitar una vez más mientras limpiaba la encimera. Era un sentimiento novedoso, diferente a otros experimentados. Supo que nada tenía que ver con las ráfagas de miedo que sacudían, de tanto en tanto, la pelusilla de su nuca. Tampoco se asociaba con la emoción que le despertaban las caricias de Marcus, ese arrebato cálido que ascendía desde su vientre hasta abrazar su columna. Ni del nudo grueso y compacto que se formaba en su garganta cuando la tristeza le asfixiaba.
No, era mucho más. Un ardor latente, paulatino, pero constante. No podía compararse al despertar depredador de Ruby; aunque, por primera vez, la comprendió.
Estaba furiosa.
No acostumbraba a experimentar dicha emoción, así que la degustó con cautela. De ambas, ella era la racional. Aunque su hermana hablaba con conocimiento: debían alzar la voz. Esa noche las escucharían fuerte.
Tras finalizar la jornada, Beth recogió sus cosas y se despidió de Mercedes, quien se quedó conversando con una de las compañeras del nuevo turno. Salió por la puerta trasera, la cual daba directa a un callejón. La mayor parte del tiempo, al cielo de Detroit lo cubría un lienzo pintado por matices grisáceos portadores del mal tiempo, no obstante, a horas tan tardías, lo decoraba un abrigo nocturno. Abril continuaba atrayendo un aire gélido que le calaba hasta los huesos, muy por debajo de la gruesa capa del abrigo. No obstante, agradecía el contraste respecto al ambiente de la cocina. Apoyó la cabeza contra el muro y respiró profundamente, dispuesta a engullir con desespero uno de los cruasanes de mantequilla que había preparado de más.
—La abuela diría algo así como «esa basura irá directa a las cartucheras, jovencita».
Beth dejó caer el dulce al suelo con el corazón comprimido. La reacción fue acompañada de una carcajada musical. Las imitaciones de su hermana Ruby solían divertirle, pero no ahora. No en ese momento. La observó horrorizada, con las palabras atropelladas huyendo de su boca.
—¿Qué haces aquí? ¿No deberías estar trabajando? Ruby... —acercó su mano a la mejilla amoratada de su hermana— ¿qué ha pasado?
En lugar de contestar, le dedicó una mirada socarrona desde sus oscuros ojos negros. Se había pintado una línea negra sobre el párpado espolvoreado de un azul claro, otorgándole un hermoso contraste respecto a su piel negra. El pelo afro le bailaba al viento, totalmente suelto, libre de las ataduras de la sociedad que aprisionaban a su dueña. Hacía ya un año que se había negado a encorsetarlo ante aquellos que se sintieran incomodados por la peculiaridad de su abundante cabello y, obviamente, un día como aquel era perfecto para reivindicarse de una manera tan sigilosa como resultante. Vestía unos vaqueros acampanados a la moda, junto al suéter y el abrigo de tonos primaverales.
—En serio —insistió—, ¿quién te ha hecho esto?
—No tiene importancia —contestó con una sonrisa burlona—. ¿Volvemos juntas a casa?
—Claro.
Caminaron en silencio, detalle que alarmó a Beth. Su hermana no sabía estar con la boca cerrada. En la calle se respiraba un ambiente enturbiado, como si visionara su alrededor a través de la pantalla de su viejo televisor. En la lejanía se escuchaban sirenas. Sus pulsaciones aumentaron e, inconsciente, aceleró el paso.
—¿Quieres hacer una carrera hasta casa?
La ocurrencia de Ruby la desconcertó. La oteó, descolocada.
—¿Ahora? No creo que sea el mejor momento.
—Como cuando éramos pequeñas —insistió, rechazando por completo su respuesta.
—Pueden detenernos... —«pueden matarnos» meditó, pero se acalló sus verdaderos pensamientos para sí misma.
—He escuchado a unos hombres blancos alegrarse por su asesinato. Cuando Emma y yo estábamos fregando los suelos.
—Ruby —la frenó en seco, sujetándola de la mano. La tenía callosa de tanto limpiar—, tu herida...
—Fue Emma, nos peleamos —golpeó con la punta del zapato un pedrusco de la acera—. Quería hacerles pagar por sus palabras, vengarme de ellos. Emma me dio una bofetada; dijo que soy imprudente e impulsiva. Que lo único que lograré con esa actitud es que me maten a palos. Tú también piensas igual ¿no?
—Yo no he dicho eso...
—Pero lo piensas.
—No seas injusta conmigo. Que pensemos y actuemos diferente no debe separarnos —acarició la parte magullada de su hermana—. Yo también estoy cabreada, ¿sabes?
Ruby alzó una ceja, por un momento, su rostro volvió a ser el de una niña traviesa.
—¿En serio? Entonces, no es buen momento para decirte que me han vuelto a despedir ¿no?
—¡¿De verdad, Ruby?! —ya era la tercera vez en un año y solo estaban en abril— ¿Qué has hecho esta vez?
—¡Nada! —la mirada inquisidora de Beth manifestaba incredulidad— Nadie me pone la mano encima, ni si quiera mi jefa. Se la devolví.
—¿Le has abofeteado?
—Y puede que mease sobre la cama de esos cabrones —Ruby se encogió de hombros—. Agradece que no me cargase a los idiotas ricachones del hotel.
Era irónico que Ruby gastase esa expresión ya que, aunque con una posición económica mucho más elevada que ellas, los clientes que frecuentaban el hotel no eran más que clase trabajadora que malvivía aglutinada en habitaciones de una posada que, a duras penas, podía considerarse un hostal. Le resultaba disparatado que aquel amasijo de hombres asalariados invirtiese su frustración hacia otros colectivos desfavorecidos, antes que revelarse contra el verdadero opresor. No comprendía cómo eran capaces de ignorar la devastación social que las decisiones del Gobierno habían dejado a su paso. Ellos, que tanto habían perdido en el conflicto bélico mundial. Ellos, que se dejaban arrastrar en pos de otra guerra en su incansable conflicto con la URSS.
—De cualquier modo —insistió Beth—, deberías centrarte y contenerte en el trabajo.
—¿De qué serviría? La amabilidad mata. Puede que la violencia sea la respuesta.
Beth abrió la boca para contra argumentarle, callándose de inmediato. Le gustase o no, era una vía probable. Habían asesinado a un buen hombre; se avecinaba una guerra. Opresores contras oprimidos. La misma canción de siempre con distintos intérpretes. La orquesta revolucionaria estaba a punto de sonar. La diferencia con una obra de ficción era que, en la práctica, los muertos seguían muertos. La idea la aterraba, no podía reprimirla. Pese a su mediocre existencia, era feliz. Amaba a su familia. Incluido Marcus.
Las expectativas del mundo demoledor que le esperaba le aterrorizaba.
Aquel día sería determinante para la conquista de derechos y libertades.
—Mira —Ruby señaló el autobús estacionando en la parada— ahí está. Corramos al menos para alcanzarlo, anda. Quiero sentirme como cuando éramos pequeñas.
No esperó a que Beth decidiera y corrió hacia él. Sus zancadas eran más cortas que las de su hermana, ya que Ruby había heredado la estatura de su madre y a duras penas sobrepasaba el metro cincuenta y cinco, mientras que Beth le sacaba trece centímetros de diferencia. El miedo se apoderó de su cuerpo, mas no pudo paralizarlo. En cierto modo, le recordó a su infancia. Un acto tan natural se había convertido en un canto de liberación para las hermanas. Incluso si correr las colocaba en el punto de mira o las convertía en sospechosas, la sensación se agradecía. En parte, se convertían en aves que dejaban por unos instantes las cadenas de la vida. Durante esos segundos olvidaban cualquier temor precedente.
De niña, no lo entendía. Los adultos les reñían de manera constante. Ahora lo comprendía. Un juego infantil como el pilla pilla les podía costar la vida. Por eso llevaba años sin hacerlo, aunque en el presente lo relacionase con una herramienta de supervivencia ante las constantes cargas y persecuciones policiales.
Y aunque la incertidumbre de la noche se avecinaba, sabía que, en esta ocasión, la gente no se resignaría a correr y esconderse del depredador. La sangre había salpicado los sueños y el pueblo afroamericano respondería. Esa noche, las heridas serían lamidas a través de la venganza.
La gente se movilizaría más que nunca, se organizarían como es debido, se armarían y provocarían revueltas. ¿Estaba Beth preparada para ello, para dejar desamparado a su padre? No lo sabía. Pero, de lo que sí estaba segura es que sin lucha no habría futuro. Y las mujeres debían estar al frente, demostrando a sus compañeros varones que eran tan válidas como ellos.
Los números de las Panteras Negras hablaba por sí solo: la mayoría era femenina. Sin embargo, sus líderes más conocidos y sus emblemas eran, en gran medida, masculinos. Si querían luchar contra lo opresión primero debían revisar sus propias desigualdades y solucionarlas. Y por supuesto, consideraba que el feminismo imperante debía ser interseccional. Si la década de los años sesenta estaba representando una revolución, ésta debía de aplicarse a todos los ámbitos y llegar a todos los sectores existentes.
Pasó un paño mojado por el rostro marchitado de su padre, lo remojó en el agua con jabón y volvió a frotarle con cuidado para limpiar la papilla de la comisura de sus labios. Había perdido la capacidad del habla, pero Beth pensaba que todavía mantenía intacta la comprensión. Mas, ningún indicio lo certificaba, ya que Thomas Atwood solamente se dedicaba a observar el cielo desde la ventana del comedor y, a veces, la televisión. De tanto en tanto, dedicaba una mirada a sus hijas cargada de sabiduría, pequeños esbozos del ayer materializados en unos ojos cada vez más lechosos. Quedase algo de él o no en su interior, ellas le comunicaban sus inquietudes a diario.
Aquel día no había nada bueno que contarle.
—¿Has hablado ya con la señora Rosa? —cuestionó Beth a su hermana.
Ella asintió con la cabeza. La susodicha era la vecina de la puerta contigua, una viuda sexagenaria que se ganaba la vida haciendo tareas de costura para todo el vecindario. A menudo, solía quedarse con el padre de las Atwood cuando éstas no podían hacerse cargo de él a cambio de una cena caliente y compañía mutua.
—Dice que le hagamos la compra esta semana —hizo movimientos repetitivos con uno de sus gemelos—, le duelen las pantorrillas y le cuesta subir las escaleras. A lo mejor tendría que bajar de peso...
—¡Ruby! —la increpó su hermana. Para sorpresa de ambas, el padre de éstas arrancó una jovial carcajada.
—¿Ves? Le ha hecho gracia.
—Tonta... —fue incapaz de esconder una sonrisa— ayúdame a acostarle para cambiarle el pañal antes de que venga la señora Rosa.
Una vez terminaron de asearle, ambas besaron la coronilla de éste por turnos. Beth advirtió que olía a la colonia que usaban para peinarle los cuatro rizos sueltos. Mientras su hermana se colocaba el abrigo, acarició con ternura la frente de su progenitor. Ya dormitaba; se preguntó si en algún momento del pasado el gesto se había realizado a la inversa. Recibieron a su vecina y cogieron los bolsos para marcharse.
—Tened cuidado niñas —les advirtió la mujer—. Habéis escogido una noche tumultuosa para tener una cita doble.
—No se preocupe señora Rosa —Ruby se adelantó, cogiendo a su hermana mayor del brazo, antes de que ésta pudiese confesarle la verdad—. Volveremos antes de las doce. ¡Cuide de nuestro padre!
Antes de salir de la habitación, Beth echó un último vistazo a su progenitor recubierto en mantas sobre el viejo sofá. Parecía un gusano envuelto en su capa de seda a la espera de una transición. Lamentablemente, no veía mariposas en su futuro, salvo si éstas acompañaban su muerte.
Un trémulo cosquilleo le recorrió la espina dorsal.
De algún modo, supo que la revuelta ya había comenzado.
Algunas de las personas que le rodeaban habían cogido un arma alguna vez en su vida. Mientras dictaban instrucciones, intentaba retener la información sin que le temblaran las manos. De pronto, recordó que no había comido desde primera hora de la mañana y ya eran las diez de la noche. Tampoco le entraba nada. Estaba exaltada, aunque luchaba por aparentar tranquilidad antes de partir y tomar las calles. En algunas zonas de la ciudad ya había iniciado el conflicto, en otras ciudades del territorio americano llevaban horas en marcha. Su grupo se había citado a las nueve y media de la noche para organizarse, por lo que se encontraban en uno de los locales clandestinos que empleaban.
La coordinación era primordial. Cualquier paso en falso desencadenaría un error fatal, para ella y sus compañeros. Eran hijos de una generación en guerra, de un capitalismo cada vez más salvaje, centrado en avivar su conflicto con la otra punta del mundo con tal de evadir la pobreza generalizada y la cuestión racial. Luchaban por el reconocimiento de derechos y nada podía frenarlos.
—Vete a casa —le susurró muy bajito Marcus. Ella le oteó, entre divertida y sorprendida.
—¿Y tú me lo dices? Vete tú a casa, chico pecoso.
—Lo digo porque no has peleado en tu vida. Ser agresiva no va contigo. Además, tu padre...
—Hablas como si fueras un soldado experto. Dime, ¿contra quién has iniciado un encuentro bélico últimamente?
—Bueno, cuando era pequeño solía discutir con mis hermanos. No tienes ni idea de las trincheras que montábamos con apenas un par de almohadones y hierbajos. Tecnología militar de primera.
Beth no pudo evitar sonreír. Su humor lograba reconfortarla incluso en momentos de alta tensión.
—Ahora en serio, Marc —dirigió la mirada hacia los grupos de alrededor, de entre los cuales, había algún que otro estudiante universitario de tez tan pálida como la de su novio, aunque la gran mayoría la formaban afroamericanos—. Agradezco tu compañía, pero no tienes por qué exponerte. Será una noche dura.
Marcus pasó el brazo por encima de los hombros de ella. La observaba desde esos ojos grises con una chispa de ternura, nunca dejaba de sorprenderle que una tonalidad tan gélida pudiese trasmitirle tanto calor.
—¿Bromeas? Soy vuestro más fiel aliado. ¿Recuerdas? — Beth abrió la boca para reprocharle, pero Marcus le besó en los labios.
—Tortolitos —Ruby los interrumpió, colocándose al lado de su hermana—, siempre me sorprende lo cariñoso que llegas a ser, pastelito de nata.
—No me llames así —le reprochó Marcus.
—¿Y cómo quieres que te llame, cuñado? ¿Desgreñado? ¿Barbudo? ¿Jesucristo?
—Ruby no te pases —Beth se cubrió la boca, ahogando una risita y fingiendo que no le divertía en absoluto. Marcus achicó los ojos, como cuando reflexionaba sobre algo.
—¿Te has dado cuenta —dibujó una línea imaginaria desde su cabeza hasta la de Ruby— de que nos hemos colocado en escalera? Del más alto a la más bajita.
—¡Ja! Seré pequeña, pero he peleado más que tú en toda tu vida. Con... o sin trincheras.
—Vale ya —les regañó Beth. Entrelazó sus manos con ellos—. Dejadme atesorar este momento en paz —cerró los ojos y respiró profundamente.
—¡Oh! Venga, era broma. Marcus sabe que le quiero, pese a sus greñas.
—Gracias cuñada, yo también te quiero. Incluso con tu mal genio.
Beth les escuchó reír. Percibía sus energías vinculándose entre sí en perfecta armonía, como una buena canción de jazz encajando a la perfección el sonido de los instrumentos con la voz.
—Sí, yo también os quiero —oyó al grupo distribuyéndose las pocas armas y medidas de protección que habían podido recolectar. Se le comprimió un poco más el corazón—. Es la hora.
Los sentidos se le habían colapsado. Tenía los oídos taponados debido al gran barullo repartido por doquier, sentía el sabor del humo en la boca, la sangre que le caía de la frente le cortaba parte de la visión y notaba los huesos entumecidos. Quería llorar, había perdido a Marcus y Ruby en uno de los tiroteos de la policía.
A su alrededor solo había lesionados, algunos atendiendo a otros heridos y otros alzándose para proseguir en la batalla. Se escuchaban gritos, lloros, gente corriendo por todas partes. Le latía tan deprisa el corazón que no lo percibía en su pecho, tan solo alcanzaba a escucharlo dentro de su sien. No identificó el momento en el que comenzaron a quebrarse en diminutos fragmentos los espejos de los escaparates, tampoco el contexto exacto en el que las llamas delinearon un muro ardiente sobre el asfalto. Por alguna razón que no alcanzaba a comprender, se encontró con niños en las calles. Junto a otras desconocidas se los llevó en brazos, escondiéndoles en un lugar más seguro donde un grupo de adolescentes decidió encargarse de los infantes. No sabía lo que hacía, deambulaba de un lado a otro como un roedor atrapado en una jaula, siguiendo el mismo recorrido una y otra vez.
—¡Ruby! ¡Ruby! ¡Ruby! ¡Marcus!
Agarró a una chica del brazo, menuda. Pensó que era su hermana, pero ésta se soltó de un arrebato. Estuvo a punto de llamar hasta a su padre. Respiraba con dificultad, con los ojos virando de un extremo a otro. «No están, no están, no están» se repetía sin cesar.
A su izquierda escuchó disparos y una avalancha de gente la rodeó en cuestión de segundos. Estaba paralizada, había perdido el arma y ni siquiera recordaba cuándo. Cogió un bate del suelo; alguien lo había extraviado y ahora era suyo. Cada vez estaban más cerca. Cada vez estaban más aislados. Eran hormigas a punto de ser aplastadas. No contaban con los medios suficientes para defenderse, solo el número les proporcionaba ventaja. Y su rabia, y su llanto. Y su odio. Los siglos de malos tratos y opresión. Su fuerza; su unión.
Ella misma se repetía lo que necesitaba oír para mantenerse en pie y luchar.
Y lo hizo. Beth luchó hasta el último instante en el que la bala perforó su cráneo.
Le llegó por la retaguardia, después de recibir una primera en su columna vertebral. Cayó como un insecto. Demasiado rápido como para que alguien reparara en su pérdida. Fue instantáneo.
Había pensado en la muerte muchas veces. Como creyente, fantaseaba con un cielo donde reunirse con sus seres queridos, pero al vislumbrar las llamas, se aterrorizó. Después de luchar para mejorar el mundo, Dios no la quería a su lado.
Se hallaba en un paisaje desolador, tierra estéril carente de vegetación, con vanidosas montañas asomando con timidez sobre una corona de nubes negras, ribeteadas de naranja, fruto de las danzas llameantes que dotaban al panorama de cálidas pinceladas. Vio una figura sentada, reposaba sobre rocas impregnadas en sangre. Incluso con los rasgos difuminados pudo distinguir a su hermana Ruby, desnuda, como su madre la trajo al mundo y envuelta en plumas del color del alquitrán. La miró, y sus ojos achocolatados se le antojaron ambarinos, de éstos, se deslizaban lágrimas cual ríos de petróleo. «Ruby también» pensó, apenada.
El entorno mutó y se llenó de raíces, flores silvestres de todos los colores correteaban por la espalda de Marcus. Olía a verano; lo vio sonreír, por un momento, creyó ver un destello multicolor en su mirada. ¿Significaba eso que la misoginia de la cristiandad transcendía al más allá? Mismos pecados; castigos reservados para quienes nacían con género femenino. Sonaba coherente. El mundo les había preparado bien.
Intentó llamarle, pero sus labios no emitieron sonido alguno.
El escenario cambió de nuevo. Esta vez, la nada se manifestó en un blanco horizonte. A través del cual, Beth vislumbró un par de ojos azulados. La forma de su dueña se fue definiendo, dibujando una figura que, a priori, parecía humana, pero no lo era. Lo que sí pudo identificar fue su sonrisa, posiblemente, la más inocente que hubiera observado nunca. Volvió de nuevo la vista hacía sus ojos, ese par de esferas de un índigo intenso que la contemplaban con suma curiosidad.
¡Hola! Esta es la segunda novela original que publico (antes hacía fanfics) y es de género fantástico. Tenéis un anexo y un índice de personajes a vuestra disposición en los primeros apartados.
Recomiendo leer este capítulo seguido del siguiente para no perder el hilo de la historia.
*El contexto histórico narrado en el capítulo fue real, obviamente, imagino que todo el mundo sabe de la muerte de Martin Luther King, pero quizás no son tan conocidos los disturbios que le sucedieron a su asesinato. Así que quise enfocar el inicio de mi historia con estos acontecimientos (aunque luego la continuidad de ésta no tenga nada que ver) creo que la visión del pueblo afroamericano es un buen símil para representar la diferenciación social del contexto sociocultural y político de mi novela.
*La legalización del matrimonio interracial en todos los estados de EEUU fue en 1967, vamos muy poco antes de los sucesos de esta introducción.
*El apellido Atwood es por Margaret Atwood, una de mis escritoras preferidas que gracias a series actuales, por fin, está teniendo el reconocimiento que merecía ^^
*Sobre la canción mencionada: The Dock of the Bay de Ottis Redding, todo lo narrado es real. De hecho, busqué qué canciones estaban dentro de los grandes éxitos en la primavera de 1968, así que quise introducir parte de su historia real a modo de homenaje. También la escuché mientras escribía este capítulo. Como curiosidad, todo el capítulo ha sido desarrollado con música de los años 60 de fondo.
Si has llegado hasta aquí ¡gracias por leer! <3
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