Pequeña traviesa.
El rocío de la mañana le daba un aspecto especial y pintoresco a los rosales que adornaban la entrada de la hacienda Casablanca, la que se encuentra ubicada al norte de la ciudad. A unos cuantos metros del portón de hojas de acero forjado, el cual lleva escasos cinco años de haberse reconstruido dado lo antiguo de su predecesor y lo peligroso que se había vuelto el mantenerlo, se encuentra una pequeña y antigua casa de adobe y tejas onduladas, la cual es utilizada por las personas encargadas de custodiar el acceso a la hacienda. Seis personas en total cumplen dicha función, las cuales tienen turnos de ocho horas por pareja.
Aquella mañana se encontraban de turno José y Alberto, dos de los encargados más jóvenes en cumplir esta tarea, y que en unos cuantos meses cumplirían tres años trabajando para la familia Casablanca. En el exterior de la hacienda, a escasos tres metros del acceso principal, al pie de aquel camino pedregoso y polvoriento lleno de baches, se sitúa un antiguo paradero de buses construido con grandes piedras cortadas, madera y tejas onduladas, siendo ésta la parada de locomoción colectiva más cercana a la hacienda.
Por la parte posterior del paradero se puede apreciar vagamente una pequeña ribera, la cual recorre varios kilómetros, alimentando con sus aguas la vegetación que se encumbra al borde del camino, donde predominan antiguos árboles de álamo que alcanzan los 25 metros de altura y una edad en promedio de 60 años. La mañana transcurría tranquila, la brisa fresca y el trinar de los pájaros que se posaban en los árboles era el único y agradable sonido que interrumpía el silencio y tranquilidad del lugar.
De cuando en cuando, uno que otro vehículo particular pasaba por aquel camino pedregoso, levantando a su paso mucho polvo con su rápido andar, el cual se disipaba luego de unos segundos, así como también un par de lugareños que recorrían aquel camino en carretas tiradas por caballos, siendo estos momentos los únicos donde el silencio era interrumpido de manera abrupta. Eso hasta el mediodía. El claxon de una camioneta advertía a los hombres que llegaba gente a la hacienda.
Se trataba de Felicia Gutiérrez, quien junto a Anselmo Cabezas acababan de llegar tras realizar diligencias y compras durante la mañana. Ambos se desempeñaban como veterinarios en la hacienda, teniendo a su cuidado los animales con los que contaban los dueños del lugar, los que en su mayoría eran alazanes pura sangre. Y aunque el fuerte de la hacienda era la crianza de estos magníficos ejemplares, también contaban con un criadero de gallinas ponedoras y de vacas lecheras.
No obstante, lo que estaba en crecimiento era el viñedo con el cual contaba la hacienda Casablanca, el que llevaba unos 5 años desde que se inauguró oficialmente. Antes de dar marcha blanca a este proyecto, la uva que se daba en los terrenos era exportada, pero por la mente de Armando Casablanca siempre rondó la idea de crear una línea de vinos exclusiva, y de paso honrar con ella a su amada esposa, con quien llevaba muchos años de matrimonio.
Pese a no ser una marca de vinos tan reconocida y contar con una modesta línea, poco a poco se abría paso a nivel nacional y en el extranjero, y no pasaría mucho tiempo para que experimentara una expansión y reconocimiento considerables, pues Beatriz Smith, esposa de Armando, ya estaba en planes para posicionar de mejor manera en el mercado aquella modesta línea de vinos.
A pesar de que su esposo fuese el creador de dicha línea, no le dedicaba el tiempo que ameritaba, pues su verdadera pasión eran los alazanes que criaba en la hacienda. El crear una línea de vinos fue una idea que por mucho tiempo rondó la mente de Armando, y que no podía llevar a cabo dado que no contaba con los medios económicos para ponerla en marcha. Lo único claro que tenía, era que una vez que esto tomara fuerza, sería Beatriz quien se encargaría de darle vida y hacerla crecer, ya que su creación fue precisamente por ella.
Por mucho tiempo Beatriz sintió que no encajaba en ninguna de las áreas de trabajo de la hacienda, y tenía esa necesidad de ser un real aporte, y no solo la esposa del dueño. Sin embargo, la razón por la cual se gestaba esto, era para que Beatriz ocupara su mente y su tiempo en algo en lo que en verdad se sintiera cómoda desempeñando. Años atrás ya había trabajado en un viñedo, cuando la pareja apenas llevaba unos años de matrimonio, por lo que tenía los conocimientos y experiencia, además de los estudios de agronomía durante su juventud.
Pero la verdadera razón por la que Armando decidiera aprovechar la cepa que se daba en sus terrenos y crear aquella línea de vinos, era mucho más profunda, mucho más que un sueño o una idea loca en su mente. Por años Beatriz experimentó una fuerte depresión, y pese a acudir a diferentes psicólogos para combatirla, parecía ser que nada funcionaba y caía más y más en las garras de su trastorno.
Fue así que aprovechando unos buenos negocios que se gestaron gracias a la venta de diferentes pura sangre y endeudarse con diferentes bancos, Armando, en un intento desesperado por ayudar a su amada y arrancarla de la depresión que la carcomía por dentro, le dio una razón suficiente para que Beatriz tomara fuerza y saliera al mundo exterior. Y pese a los altibajos durante los primeros años desde que inició el viñedo, su amada experimentó un cambio radical y positivo en su vida, aunque esto no resolvía el problema de fondo.
Por años Armando intentó persuadirla de tomar la decisión correcta, y la única que les quedaba, ya que a pesar de todos los esfuerzos de la pareja y las innumerables visitas al médico habían sido inútiles para resolver su gran problema, Beatriz jamás podría darle un bebé. Sin embargo estaba la opción de adoptar, pero ella se negaba por el momento a dar ese paso, manteniendo en su seno la esperanza de que un día el milagro ocurriría y quedaría embarazada...
Tras abrir el portón y darle paso a la camioneta, José y Alberto volvieron a sus funciones habituales del día y la tranquilidad que caracterizaba su trabajo, hasta que el reloj colgado en una de las paredes de aquella vieja casa de abobe marcó las dos de la tarde, y puntual a su horario, el autobús escolar aparecía por aquel camino, deteniendo su andar junto al paradero y abriendo sus puertas.
Una dulce pequeña de escasos siete años descendía en el momento, despidiéndose con cariño del viejo chofer y corriendo despavorida en dirección al portón de la hacienda. La tranquilidad que a esa hora era dueña de todo el entorno se veía interrumpida por los gritos de dicha pequeña, quien hacia el interior chillaba una y otra vez que la dejasen entrar, mientras ésta veía alejarse al autobús. Al reanudar su marcha y pasar frente a la pequeña, por las ventanillas fueron muchos los chicos y chicas que se despidieron con cariño de la pequeña. Eran sus compañeros de escuela.
Pese a su evidente desesperación por entrar lo antes posible a la hacienda, la niña se tomó el tiempo de voltear su mirada y gesticular con sus manos mientras el autobús avanzaba frente a ella, pues así su chofer evitaba levantar polvo del camino y ahogar con ello a la pequeña, ésta se despedía con cariño de sus compañeros. Y mientras veía alejarse lentamente el autobús, volvía a gritar hacia el interior para que la dejasen entrar, pues llevaba una urgencia que no podía seguir posponiendo.
Era más fácil estirar un poco el brazo y tocar el timbre con el cual contaba la puerta peatonal, sin embargo ésta prefería utilizar su voz para hacer saber a los custodios de su llegada, además que era más entretenido para ella. Bastaron unos cuantos gritos más de la niña para que desde el interior de la pequeña casa apareciera José. Ésta al verlo, radiante de alegría desde el exterior comenzó a mover sus manos para saludarlo, a la vez que le gritaba que la dejase entrar, dando pequeños saltos de desesperación mientras apretaba sus mejillas con sus manos de manera graciosa.
—¡Pepe, Pepe, déjame entrar, quiero hacer pipí, ya me hago, ya me hago! —Le gritaba con desesperación la pequeña— ¡Pepe apúrate, apúrate!
Rápidamente José, a quien con cariño la pequeña le decía Pepe, se dirigía a la puerta que se emplazaba a un costado del portón, abriéndola para que la niña pudiese ingresar. Y cual si fuese un relámpago, ésta emprendía la carrera al interior de la casa de adobe, precisamente en dirección al baño. A lo lejos y entre risas se escuchaba un "hola" de parte de José, mientras la niña desparecía de sus ojos al ingresar a la casa. En el interior y sentado a la mesa se encontrada Alberto, quien era el otro custodio que a esa hora se encontraba.
Estaban preparándose para su hora de colación, y pese a saber la hora en el cual llegaba la pequeña, no contaban con la urgencia con la cual ésta llegaría en ese momento. Estaban acostumbrados a recibirla cuando se encontraban de turno, e incluso compartir un poco de la comida con ella, pues era algo habitual entre los tres. La pequeña tenía un apego especial hacia ellos, por esto tenía la confianza para llamarlos Pepe y Beto, respectivamente, y por su parte éstos disfrutaban de su compañía, aunque fuese por escasos minutos.
La madre de la pequeña era muy estricta en cuanto a los horarios, por lo que si la pequeña no estaba en la casa a la hora que solía estarlo, no tardaba mucho en llamar para saber si su hija se encontraba junto a ellos, o ya se encontraba caminando hacia la hacienda. Cada día la rutina era casi la misma, ésta debía llegar y cambiarse el uniforme escolar por su ropa habitual, para luego comenzar sus tareas escolares, si es que las había.
—¡Hola Beto, quiero hacer pipí, ya me hago, ya me hago! —Exclamaba la niña, mientras con sus pequeñas manos apretaba de manera graciosa su entrepierna, queriendo con ello evitar orinar sus ropas— ¡Beto ya no aguanto!
—¡El baño está donde siempre pequeña! —Exclamaba éste mientras veía correr a la pequeña en dirección al baño— ¡Y procura esta vez bajar la tapa!
Beto alcanzaba a gritarle esto último antes de verla alejarse, intentando de manera infructuosa el no reír tras mirarla correr con desesperación, y esperando que la pequeña escuchara su petición. En ese instante José aparecía por el umbral de la puerta, ingresando al lugar y tomando asiento para proseguir con su almuerzo. Ambos se miraron y rieron en complicidad por el gracioso momento.
—Por lo visto hoy traía urgencia, —murmuraba Alberto mientras preparaba su plato de comida, esbozando una pequeña sonrisa– no es habitual verla así.
—Así son los niños mi amigo, impredecibles.
—Espero que alcanzara a escuchar lo que le dije.
—¿Lo que le dijiste? —José tomaba una pieza de pan y lo miraba con duda— ¡Hasta yo que estaba afuera escuché el grito!
—¡Y bueno, solo fue un decir!
—Es normal que de cuando en cuando los niños olviden bajar la tapa del baño, nosotros como adultos tenemos el deber de enseñarles ese tipo de cosas.
—Nosotros como adultos no debemos olvidar bajarla. —Concluía éste, mirándolo de reojo.
—¡Mira quién lo dice, —vociferaba José, dibujando con sus labios una pequeña sonrisa— tú eres experto en dejarla arriba, y luego quién te reclama!
—Supongo que nuestra invitada, —le murmuraba Alberto, quien en su mente ya sacaba cuentas de cuántas veces su compañero había olvidado bajar la tapa, lo que por el momento no recordaba— aunque deje la tapa abajo siempre me reclama por algo.
—¡Ah, por algo será!
Segundos más tarde aparecía junto a ellos la pequeña, en un claro estado se satisfacción, pues había logrado su objetivo, evitar mojar sus ropas. Alberto la miraba de reojo, y por la manera en que ésta lo miraba, intuía que por algo le reclamaría, lo que en el fondo le gustaba. Gozaba el discutir con la niña, era como una especie de juego entre ambos, aunque en la mayoría de las ocasiones terminaba perdiendo ante sus alegatos.
—¡Uf, por poco y no llego, casi me la gana el pipí, es que tomé mucho jugo en la escuela! ¿Qué están comiendo, me dan un poquito para probar? Se ve delicioso —Decía la pequeña, mirando a los hombres mientras fruncía el ceño y ponía sus pequeñas manos sobre su cintura.
—Estofado de res, —respondía Alberto, esperando el llamado de atención por parte de ésta, lo que no ocurría por el momento— ¿quieres probar un poco pequeña?
—¡Sí por favor! —Exclamaba la pequeña, arrimando una banca a la mesa para sentarse junto a los hombres, mientras mojaba sus labios con su lengua, saboreando ya la comida que Alberto con cariño le servía— ¡Beto, tu baño huele a fuchis, límpialo por favor, ah, y sí bajé la tapa... mmm, huele rico la comida!
La gracia con que la pequeña se expresaba al referirse al estado en que se encontraba el baño, provocaba la risa de los hombres.
—¿Ves? Te lo dije, —replicaba Alberto en el acto, mirando a su compañero mientras le servía la comida a la invitada— siempre me reclama por algo.
—Supongo que te lo tienes ganado.
—¿De qué están hablando? Yo no estoy reclamando nada. —Aseguraba por su parte la pequeña, mirándolos un tanto desconcertada por lo que hablaban.
—No es nada pequeña, —le aseguraba José, tomándole la mano y mirándola con ternura, como si estuviese viendo a una hija— mi amigo como siempre quejándose porque tú lo pasas retando por algo.
—¡Beto, tú pareces un niño chiquito, siempre acusándome con Pepe, —le recriminaba ésta mientras lo miraba frunciendo el ceño y arrugando la nariz— te pareces a un compañero de mi escuela, te falta acusarme con tu mamá!
—¡Si me sigues llamando la atención por mero deporte, créeme que lo haré!
Al decirle eso, Alberto ponía frente a ella el plato de comida y se acomodaba nuevamente en su asiento, sin embargo la pequeña lejos de probar el alimento, bajaba la mirada haciendo pucheros, dándoles a entender, en especial a Alberto, lo afligida que estaba porque éste la acusaría con su madre. Los hombres notaron de inmediato el cambio repentino, siendo José quien le haría señas a su compañero para que éste se retractara con la pequeña antes de verla llorar por lo que le dijo.
—¿De verdad me vas a acusar con tu mamita? —La pequeña se mostraba triste tras la amenaza de Alberto, sentía que se quedaba sin aliento y que su pequeño corazón se paralizaba, ni siquiera su mirada levantaba, sin entender que se trataba de una broma por parte de él.
—¿Te cuento un secreto? —Rápidamente José salía en auxilio de la niña, y acercándose cautelosamente le susurraba al oído— La mamita de Beto hace mucho que se fue al cielo, así que no puede acusarte.
Sus palabras eran un soplo de tranquilidad para su agitado corazón, sentía que el alma le volvía al cuerpo haciendo incluso que se erizaran sus vellos. Fue ahí que entendió que no era más que una jugarreta por parte de Alberto, y tras restregar sus ojos con sus manos, no tardó en cambiar las facciones de su rostro, pasando de una evidente tristeza, a un enojo hacia el hombre.
—¡Pero Beto, —le alegaba en el acto la pequeña alzando la mirada— eres muy cruel para hacer bromas, eso no se hace, me pusiste muy triste!
—Disculpa pequeña, no fue esa mi intensión. —Éste de inmediato se deshacía en disculpas, sintiéndose mal por lo que le había dicho, y que no era más que un juego.
—¡Me voy a poner a llorar y todo por tu culpa!
—Perdona, en verdad no fue mi intensión, te lo juro.
—¿Si me das tu postre me harás sentir un poco mejor? —Con voz resquebrajada le pedía aquello, mientras lo miraba con los ojos cristalizados— ¿Me lo darás?
—Si eso te hace sentir mejor, claro que sí pequeña. —Accedía Alberto, sintiéndose aún culpable por la broma.
—¡Gracias Beto, por eso te quiero! —Esbozaba la pequeña, limpiando sus ojos y tomando rápidamente el postre de Alberto, dejándolo junto a su plato.
—Creo que te hicieron caer mi amigo, —expresaba con risa José— una vez más.
—¡Yo también estaba bromeando! —Con la cara llena de risa lo miraba la pequeña, al tiempo que volvía a tomar en sus manos el postre y se lo enseñaba.
—¡Y yo el muy menso volví a caer!
Una vez terminada la comida, la pequeña agradeció y de un brinco bajó de la banca, dirigiéndose hacia el exterior de la casa, seguida por los hombres, quienes disfrutaban verla oler las rosas e intentar sin éxito darle alcance a una mariposa que se encontraba posada en una de ellas. Pasarían unos veinte minutos viendo sus jugarretas, acercarse al portón y saludar a un par de vehículos que pasaron por el exterior, viéndola correr sin motivo alguno hacia el interior de la casa, y vuelta al exterior empapada en risas. De pronto el teléfono de la casa sonó y José se dirigió a atender la llamada. Tras colgar la bocina salió de la casa, lanzándole un grito a la pequeña.
—¡Pandora, que tu mamá pregunta por qué todavía no llegas a la casa!
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