Necesidad.
La pequeña Pandora estaba tan entretenida jugando que no se había dado cuenta de la hora, y por su parte los hombres tampoco habían advertido lo tarde que era ya, pues también estaban sumidos en mirarla jugar. Era normal que se quedara por unos minutos compartiendo con los custodios de la hacienda, en especial si se trataba de José y Alberto, pues era con quienes mejor se llevaba, pero dada su inesperada tardanza aquel día, la madre optó por llamar para cerciorarse que estaba junto a ellos, y no que le había ocurrido algo.
Ingresó rauda al interior de la casa en busca de su mochila, poniéndosela en la espalda para comenzar a caminar en dirección a la casona, no sin antes despedirse de manera cariñosa de José y de Alberto. El camino desde el portón principal a la casona era de unos 200 metros, hecho con adoquines para el tránsito vehicular, y por sus costados veredas para el tránsito de personas. Por los costados se elevaban diferentes árboles y plantas, destacando entre éstas últimas, margaritas, rosales, claveles y lavandas.
Aquel camino de adobes viejos y desgastados terminaba en una pequeña plaza circular, en cuyo centro se encontraba una pileta decorada con la estatua de una mujer con un bebé en brazos, y a sus espaldas se veía la imponente entrada a la casona. Pandora por su parte era muy fácil de distraer, por lo que demoraba más de lo habitual en su recorrido, esto dado que se detenía en las diferentes flores del camino, oliendo sus diferentes aromas y de cuando en cuando, intentando darle caza a alguna mariposa que se encontrase posada en ellas, claro está, sin tener éxito en su cometido, pero soltando carcajadas de alegría cada vez que alguna se escabullía para posarse sobre otra flor.
Al llegar al frente de la casona, por el costado izquierdo se dejaba ver una pequeña vereda, la cual daba a la parte posterior del lugar, justo al sector de la cocina. Al ingresar a esta, Pandora se encontraba de frente con doña Gabriela Rojas, quien era el ama de llaves de la hacienda y madre de la pequeña. Sorprendida al topársela de frente, ésta ponía sus manos atrás y agachaba la cabeza, esperando el regaño de rigor por parte de su madre a causa de su retraso.
—¿Cuántas veces tengo que decirte lo mismo niña? —Replicaba doña Gabriela apenas la tenía frente a ella, frunciendo el ceño y posando sus manos en su cintura, observando a la criatura, quien no movía un músculo— ¡En cuanto llegues debes de venir de inmediato a la casa, siempre la misma tontería de quedarte jugando en la entrada! ¿Crees que no tengo suficiente que hacer aquí como para encima de todo estar buscándote?
—Perdón mami, no lo vuelvo a hacer. —Se excusaba de inmediato, sin entender el por qué su madre le imponía dicha regla.
Ella en su mundo era una niña feliz, que disfrutaba de las cosas simples de la vida, y hasta cierto punto comprendía lo sacrificado de la labor de su madre, sin embargo, y aunque ella se enojara, le gustaba quedarse unos minutos con quienes custodiaban la entrada a la hacienda. La madre sabía de sobra que sus retrasos más largos eran cuando se encontraba con José y Alberto, y pese a que comprendía que no habría regaño que la hiciera no compartir más tiempo con ellos, de igual manera tenía la obligación de llamarle la atención.
Desde que ambos custodios llegaron a trabajar a la hacienda, apenas se conocieron nació un apego especial hacia ellos de parte de Pandora, y muchas veces la pequeña se escabullía para estar con ellos, en especial cuando no tenía deberes que hacer o si estaba aburrida y no tenía compañía. Doña Gabriela sabía del cariño que los hombres le tenían a su hija, por lo que nunca se oponía a que pasara tiempo junto a ellos, pues le daban la tranquilidad y confianza suficiente para saber que nada malo le pasaría a la pequeña.
—¡Ya, —resolvía finalmente la madre— a su cuarto señorita, se me cambia la ropa y comienza con sus tareas, pero ya!
—Sí mamita, adiós, te amo. —Respondía por su parte la pequeña, lanzándose sobre los brazos de su madre para darle un fuerte abrazo, el cual era más que suficiente para que la mujer apaciguase su enfado hacia su hija.
Siempre lograba conquistarla de aquella manera tan simple, sucumbía ante la calidez de sus brazos y aquel amor desmedido que le brindaba a todo el mundo. Así era Pandora, una pequeña que derrochaba amor a sus semejantes, y lo expresaba con cosas tan simples como un cálido abrazo, una sonrisa radiante y una mirada llena de ternura. Hasta el corazón más frío sucumbía a sus encantos de niña buena.
—Una vez que termines con tus quehaceres, vas donde la señora, —le decía luego de soltarla y pasarle sus manos por su larga cabellera, aquella que llegaba a su cintura ya— su hermana llegó y te quiere ver.
—¡La tía Leila me vino a ver, la tía Leila me vino a ver! —Exclamaba feliz la pequeña, dando pequeños saltos como si se tratase de un conejo, al tiempo que entrelazaba sus manos.
Radiante de alegría por la noticia dada por su madre, y sin siquiera despedirse de ella, daba media vuelta y de inmediato se dirigía a su dormitorio para comenzar con sus tareas, no sin antes detenerse y pedirle a una de las criadas que se encontraban en la cocina, que le diera unas galletas. No podía perder tiempo alguno, pues tenía una cita muy importante con “su tía Leila”, y pese a no ser en realidad su tía, pues ésta no era otra que la hermana de Beatriz Almeida, la dueña de la hacienda, el cariño que entre ambas existía era más que suficiente como para que Pandora la considerara tía.
—¡Hay, esta niñita consentida, tan fácil que es para hacerla feliz! —Esbozaba doña Gabriela, mientras se reincorporaba y veía a su hija abandonar el lugar.
El trabajo que realizaba dentro de la hacienda era muy demandante, mucha servidumbre estaba bajo su cargo y debía cuidar cada detalle referente a las labores que cada uno debía realizar, y a pesar del poco tiempo con el cual contaba, sus ratos libres eran casi en su totalidad para pasar tiempo con su hija. Cualquiera pensaría que Pandora se la pasaba en completa soledad todo el tiempo, pero no era así, pues durante su crecimiento había cosechado un sinfín de amistades dentro de la hacienda, por lo que jamás estaba sola y mucho menos tenía tiempo de aburrirse.
Y aquellas personas que formaban parte de su círculo más íntimo de amistades, siempre tenían un tiempo para compartir con ella, incluso si ello significaba dejar de lado sus quehaceres. Por largos siete años la pequeña formaba parte de sus vidas, por lo que los lazos de cariño hacia ella eran inevitables, en especial por la forma que tenía de ser.
—Y pensar que ya son siete años compartiendo con esta pequeña traviesa. —Doña Carmela, quien era la cocinera principal de la hacienda, se acercaba a Gabriela haciéndole dicho comentario.
—Uno no se da cuenta cómo pasa el tiempo mi amiga.
—Aún recuerdo el día en que la conocí, recién nacida, tan frágil e inocente, tan pura. Y mírela ahora, tan grande y hermosa.
—Espero que mi pequeña sea siempre así, que su corazón no cambie.
—Mucho depende de la gente con la que se rodea señora. Lo bueno es que llegó a una buena familia, que la cuida y protege.
—Aquí todos son familia de mi pequeña, todos la quieren y cuidan, en especial los patrones. Y eso habla bien de ellos.
—Bueno, sigamos trabajando mejor, hay mucho que hacer todavía.
Al volver a mirar a la pequeña, ambas mujeres veían como éste obtenía el botín de galletas y salía casi corriendo de la cocina hacia el exterior y continuaba bordeando la casona por la vereda en dirección a la pequeña casa donde vivían dentro de la hacienda. Su sorpresa sería grande tras abrir la puerta de entrada y encontrar en el interior a su padre, Facundo Sánchez, quien era el capataz de la hacienda, quien en ese momento se encontraba sentado a la mesa tomando una taza de café.
Sin perder tiempo alguno, se abalanzaba a los brazos del hombre, le daba un cálido beso en la mejilla y continuaba su recorrido en dirección a su habitación. Tras esto, el padre se quedaba observándola hasta que se perdía tras la puerta, lanzando un pequeño suspiro y delineando una sonrisa en sus labios. Pandora se veía muy feliz, por lo que regañarla sería en ese momento el equivalente a destruir su mundo. Gabriela ya se había quejado con él por la tardanza de la pequeña, y esperaba que éste al verla le llamase la atención.
Ya en su habitación, la infanta arrojaba sobre la cama su mochila y comenzaba a escudriñar entre sus ropas buscando alguna prenda especial para ponerse. Luego de armar un caos con sus vestuarios, finalmente se decidía a usar un largo vestido de color celeste, combinado con unos zapatos de charol. Extrajo de su mochila los cuadernos y libros, más bien, como toda niña, se limitó a abrir la mochila y voltear su contenido sobre la cama, lanzándola lejos cuando ésta ya se encontraba vacía.
Tomó los cuadernos que debía utilizar y el estuche con los lápices, y con largos pasos caminó hacia el escritorio del cual disponía en la habitación para realizar sus tareas escolares. Su mente tenía un solo objetivo, terminar de manera rápida sus quehaceres para tener disponible todo el tiempo del mundo para estar con su “tía Leila”. Inertes y desparramadas por doquier, las prendas de vestir y zapatos aguardaban a ser dejadas nuevamente en sus respectivos cajones dentro de la cómoda, sin embargo Pandora estaba más concentrada en terminar prontamente sus tareas y cambiar las ropas que llevaba puestas, ya que “su tía” quería verla.
Por otra parte, en una de las salas de la hacienda, Beatriz y Leila Almeida compartían un aperitivo mientras entablaban una no muy grata conversación. Leila nuevamente tenía conflictos con Quentin, y como era de costumbre cuando las cosas en su matrimonio se tornaban complicadas, recurría a su hermana mayor en busca de consuelo y consejo a la vez. No obstante, el escenario que frente a Leila se encontraba, esta vez era mucho más complicado que en ocasiones anteriores, pues ésta sospechaba que Quentin mantenía una relación extramarital, y no solo eso, además, al parecer había una criatura de por medio.
—¿Pero cómo, estás segura de lo que estás diciendo Leila? Tus acusaciones son muy graves hermana. No creo que Quentin llegue a hacer algo semejante. —Beatriz no daba crédito a las palabras de su hermana, poniendo en duda sus dichos, sin embargo, la mirada y el tono de voz por parte de Leila, dejaba muy poco espacio para tan siquiera generar duda alguna.
—Beatriz, estoy segura de ello, mi marido tiene una amante, —aseguraba Leila por su parte, ante la mirada incrédula de Beatriz, quien aún no asimilaba los dichos de su hermana— y esto no es de ahora, lleva años.
—¡Cómo que años! —exclamaba sorprendida ésta, llevando sus manos al pecho.
—¡Años hermana, años lleva engañándome! —Replicaba Leila por su parte, al tiempo que sus ojos se cristalizaban con sus palabras, intentando no derramar lágrima alguna por lo que estaba pasando en su matrimonio.
Ya bastantes lágrimas había derramado en completa soledad, intentando ocultar el dolor que estaba experimentando, en especial delante de sus hijos, quienes no tenían culpa alguna de los problemas que ella tenía con su padre, pero que evidentemente perjudicaba el vivir diario. Las constantes peleas entre ambos eran el pan de cada día, y por más que intentara hacer de cuentas que nada pasaba, no podía ocultarlo por siempre.
—¡Es que no lo entiendo, por favor explícame lo que sucede! ¿Cómo te enteraste de ello?
—Llevaba tiempo teniendo mis sospechas hermana, por el comportamiento que Quentin tiene hacia mí, por lo que decidí contratar un investigador privado. —Le revelaba ésta.
—¿Estás bromeando, como puede ser que las cosas entre ustedes estén tan mal como para llegar a esos extremos?
—A veces llego a creer que todo esto es mi culpa. —Leila no aguantaba más, y rompía en llanto, su dolor era evidente, su mente y su corazón no lograban entender cómo quien era el amor de su vida, había llegado a ese extremo, al de mantener una relación con otra mujer— ¡Nunca debí hacer lo que hice Beatriz, si hubiese tenido el coraje para afrontar eso, afrontar ese embarazo, te juro que esto no estaría pasando, te lo juro!
—Hay chiquita, no te culpes por algo ocurrió hace años hermana.
Beatriz intentaba darle a Leila el consuelo que necesitaba en el momento, aun sabiendo que las palabras de su hermana algo de sentido tenían, pero dada la situación, no era el momento preciso para escudriñar en aquel doloroso pasado. Solo se limitó a abrazar a una sollozante Leila, al tiempo que le daba unas palabras de aliento, intentando con ello apaciguar su dolor.
Llevaba mucho tiempo viendo como el matrimonio de su hermana iba de mal en peor, viendo como sus propios hijos le daban la espalda. Sabía que Leila le ocultaba muchas cosas para aparentar una vida que hace mucho tiempo no era más que un recuerdo, pues la felicidad que un día era completa, con el correr de los años se fue desvaneciendo.
—Ella está bien hermana, está bien y ya pronto la verás.
—Yo sé que está bien, pero el peso que siento es mayor, y mientras más pasan los años, más siento que debo solucionar todo y decir la verdad.
—¿Te has puesto a pensar tan siquiera lo que pasaría si dijeras la verdad de lo que ocurrió esa vez? Las consecuencias podrían ser catastróficas, tu mundo se vendría abajo. —Le aseguraba ésta.
—¿Y qué es lo peor que me puede pasar? —Con lágrimas en los ojos le preguntaba a su hermana, esperando que ésta le dijera algo que la convenciera de no hacer lo que pensaba— Mi matrimonio cada día va de mal en peor, mis hijos prácticamente me han dado la espalda, para ellos no soy más que una conocida. Mi esposo me está engañando con otra.
—Pero no tienes seguridad de eso.
—¡Claro que estoy segura, te dije que contraté un investigador privado, tengo las pruebas que lo acreditan!
—Ay chiquita, esos tipos con tal de sacarte dinero son capaces de inventar todo lo que tú les insinúas que piensas. —Beatriz intentaba por todos los medios de persuadir a su hermana que no todo podía ser tan malo en su vida, pese a verla destruida como hacía mucho no la veía.
—No creo que sea mentira. Quentin me lo ha demostrado en más de una ocasión con su manera de ser, se ha vuelto frío conmigo. ¿Sabes cuándo fue la última vez que tuve sexo con él?
—Una relación no se basa en tener sexo todos los días y a cada rato. —Le aclaraba ésta.
—Cuando tenemos sexo, siento que es solo eso, sexo. —Le aseguraba sin embargo— No siento amor de su parte cuando estamos en la intimidad, es como si solo lo hiciera para complacerse él mismo. ¡Llevo años sin sentir un orgasmo de verdad!
El silencio se apoderó del momento tras la revelación tan fría de Leila. No cabía duda alguna que las cosas estaban peor de lo que Beatriz imaginaba. Sabía que su cuñado era un tipo obsesivo con el trabajo y sus compromisos, pero por lo que su hermana siempre le contaba, jamás la desatendía en la intimidad, siempre se sintió amada por su esposo.
Y ahora, después de varios años juntos y de tantos problemas que lograron superar, escuchar de boca de su propia hermana que se sentía como un objeto sexual, era algo muy difícil de entender para ella. Leila siempre se jactó de que llevaba una vida sexual plena con Quentin, que éste siempre le demostraba lo enamorado que estaba de ella. No sabía cómo darle una respuesta que le diera un poco de tranquilidad.
—No sé qué decirte, me has dejado sin palabras Leila. Solo te puedo asegurar que el contar la verdad a esta altura no es la mejor opción. Es mucho lo que puedes perder, más de lo que sientes que ya has perdido.
—¡Pero Beatriz! —Exclamaba entre lágrimas ésta— dime tú, ¿Cómo le digo a Quentin lo que hice, como le digo que…?
Aquellas palabras se vieron interrumpidas en fracción de segundos, pues en ese momento una pequeña aparecía, y sin decir palabra alguna se abalanzaba a los brazos de Leila. Aquella pequeña era Pandora. Ambas mujeres se fundían en un cálido abrazo, mientras Beatriz, posando una mano sobre el hombro de su hermana, le brindaba una mirada llena de regocijo y tranquilidad, misma que transmitía a Leila.
La tranquilidad que en ese momento necesitaba imperiosamente, finalmente llegaba en los brazos de Pandora. Leila intentaba disimular su llanto, secando de manera torpe sus lágrimas para evitar que la pequeña tan siquiera lograra darse cuenta. Sin duda había llegado en el momento preciso, interrumpiendo sin querer las palabras que seguramente después se arrepentiría de decir en voz alta.
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