A 30 días del final.
Ocho años atrás…
Con un grado de incertidumbre y asombro, Leila contestaba de inmediato la llamada, pensando en parte que no era otra cosa más que un nuevo llamado de atención por parte de José Luis, y una mínima esperanza de que se tratase de lo contrario.
—Leila, buenos días.
—Pensé que no me llamarías después de lo que hablamos en tu oficina.
—Mira, créeme que no es fácil para mí hacerte esta llamada, —el tono de voz de José Luis sonaba resquebrajado y confundido— me costó demasiado tomar esta decisión.
—¿Quieres decir que después de todo sí me operarás? —Leila se mostraba sorprendida, soltando un suspiro aliviador tras su pregunta.
—Ya te lo dije, yo salvo vidas, no las quito.
—¿Entonces para qué diablos me llamas, pretendes sermonearme otra vez o intentar convencerme de lo contrario? —Rápidamente Leila cambiaba la manera en que le hablaba, cambiando la tonalidad de su voz hacia él.
—Para nada, tengo muy claro que aunque te lo implore, no cambiarás tu decisión. Sin embargo, tampoco puedo quedarme de brazos cruzados sabiendo que pude evitar que cometieras una locura.
—¡Entonces déjate de rodeos y dime que mierda quieres, para qué me llamas!
—Estuve haciendo unas averiguaciones, —proseguía éste— como sabes, tengo muchos colegas y amigos que también son médicos.
—¿Ya y? al punto José Luis, al punto.
—Quiero evitar que tengas un arrebato y recurras a cualquier tipo de estos que ejercen de manera clandestina ese tipo de operaciones, —le aseguraba— y puesto que no me permites salvar la vida de esa criatura, por lo menos permíteme salvar la tuya.
—Ahora sí tienes mi atención.
—Pude contactarme con un colega, le expliqué a grandes rasgos tu caso y accedió a realizar la operación.
—¿Es en serio, no me estás mintiendo?
Los ojos de Leila se abrían y destellaban una falsa alegría, pues pese a querer realizar aquella operación, aún mantenía conflictos internos con su decisión. Alejaba de su oído el celular solo para llevar su mano hacia su boca, queriendo con ello ahogar esa extraña sensación que pretendía escabullir de sus labios, pero inevitablemente no podía controlar las lágrimas que atravesaban su rostro, arrastrando con ellas su maquillaje.
Comenzó a sudar frío y a temblar sin control. En fracción de segundos por su mente pasaron una serie de imágenes concernientes a los procedimientos que se realizaban en un aborto. Ya se había martirizado mirando videos de esta índole por internet para convencerse, y al oír que tenía un médico que estaba dispuesto a resolver su “problema”, su propia mente le restregaba en la cara estas imágenes, como si se tratara de una advertencia.
Un murmullo casi imperceptible se escabullía por sus oídos, distante y poco entendible en ese momento. Una voz que repetía su nombre una y otra vez… Leila… Leila… Leila… replicaba incesantemente la voz. Alzó su mano para llevar a su oído nuevamente su celular, escuchando con más fuerza la voz.
—¡Leila, Leila! ¿Estás ahí?
—Perdón José Luis.
—¡Pero mujer, qué te sucedió!
—Fue solo un exabrupto, no te alarmes, estoy bien.
—Creí que te había pasado algo, por más que te hablaba no contestabas. No me asustes de esa forma Leila.
—Descuida, estoy bien. ¿Qué debo hacer ahora?
—¿A qué te refieres?
—¿Cuáles son los pasos a seguir para terminar con todo esto?
—Te enviaré los detalles por mensaje, y no te preocupes, el médico es de mi entera confianza.
—De acuerdo… ya debo dejarte, tengo cosas que hacer.
—Leila, júrame que lo pensarás, por favor. —José Luis se sentía acongojado con la situación, quería por todos los medios hacer recapacitar a Leila de su decisión.
—Por favor, ya no sigas con eso, te lo pido. —José Luis conocía demasiado a Leila, y sentía en sus palabras que ésta no estaba del todo convencida, aún regocijaba la esperanza de lograr salvar la vida de esa criatura inocente, y no se daría por vencido tan fácil.
—De acuerdo, por ahora no insistiré.
Tras colgar la llamada, Leila permaneció silente por varios minutos sentada sobre la cama, observando la pantalla de su celular y esperando con cierta ansia el mensaje que éste prometió enviarle. Solo unos segundos pasarían para que la pantalla se encendiera conjuntamente con el sonido que tenía predeterminado para los mensajes entrantes, dándole el aviso. Con más nervios que ganas comenzaba a leerlo, pues su contenido era muy importante para ella, ya que después de mucho pensarlo, José Luis finalmente había accedido a ayudarle con su “problema”, aunque no de manera directa.
Luego de contactar a varios colegas logró encontrar a la persona idónea que pudiera no solo interrumpir su embarazo, sino también mantener el secreto de dicho procedimiento. Aquel mensaje contenía el nombre de la clínica a la que debía concurrir, el nombre del médico en cuestión, la fecha y hora en que debía presentarse, además de una advertencia por parte de José Luis. Si tomaba la decisión, tendría que inventarle algo a Quentin, pues pasaría internada por lo menos dos días.
Tras leerlo con atención, su cuerpo fue envuelto por una inexplicable amargura, y antes de que lo notara ya estaba acariciando su vientre. Al darse cuenta de lo que hacía de manera inconsciente y natural, rompió en llanto, lanzó lejos su celular y se desplomó sobre la cama, golpeando las almohadas para intentar con ello desahogar toda su rabia, su miedo y tristeza. La fecha era clara, y desde ese momento solo un mes la separaban de cometer un crimen.
Su rabia sin embargo, era producto de saber que el padre de la criatura jamás sabría sobre su existencia, sus hijos jamás sabrían que pudieron tener un hermanito o hermanita, y lo peor, saber que se engañaba a sí misma con ello, con pretender que era la única manera de intentar salvar su alicaído matrimonio, un pensamiento equivocado tomando en cuenta que las cosas con Quentin hacía tiempo estaban mal. Su miedo era lo que más le aterraba y no encontraba la manera de luchar contra él.
¿Y si el día de mañana terminaba quebrándose por el peso de la culpa que cargaría sobre sus hombros, por privar a aquella criatura el derecho de vivir cobijada bajo el ala de una familia? Sin siquiera conocerla, sin haberla visto por primera vez, sentir su respiración y su calor en sus brazos, sin tener la claridad de que era lo correcto, la estaba condenando a la muerte. Un sacrificio que estaba dispuesta a aceptar pese a las consecuencias.
¿Qué culpa tenía ella? Las posibilidades eran claras, si las cosas empeoraban junto a Quentin, aquel peso sobre sus hombros sería en parte un poco más llevadero, pero si el horizonte cambiaba y las cosas mejoraban dentro de su matrimonio, se arrepentiría el resto de sus días de su decisión.
Ignorante de cuanto pasaba fuera de su envoltura, para esa criatura su única defensa era el útero materno, y en las manos de aquella a quien un día vería, abrazaría y le diría mamá, en esas manos estaba su vida. No lo comprendía, no lo sabía, apenas estaba creciendo en ese extraño lugar. No sabía que tenía los días contados y que su existencia acabaría mucho antes de lo esperado, jamás vería la luz del día, pues aquella que se suponía debía protegerla, estaba a punto de arrebatarle la vida.
Quizás esos seres tan diminutos no saben nada, no entienden lo que ocurre en el mundo exterior, no tienen la capacidad de hablar o de pensar, ni mucho menos defenderse. Sin embargo son capaces de sentir dolor, de sentir tristeza, alegría. Cada sentimiento que la madre experimenta es traspasado a esa criatura que lleva dentro de ese vientre, aquel que por largos meses se transforma en cuna, cuna de vida.
¿Cómo era posible que por su mente pasaran ese tipo de pensamientos? Despedazar una labor tan sagrada como lo es traer vida a este mundo a través del dolor, volver humano ese sentimiento de amor mutuo entre dos personas que se aman. ¿Pero había en realidad amor entre ella y Quentin? Sentía que apenas quedaban cenizas de un amor intenso que ardía como el fuego en sus años mozos, y lo peor, veía como ninguno de los dos era capaz de volver a soplar para intensificar esa llama casi extinta, agonizante entre las cenizas.
El sonido de su celular la arrancaba de sus pensamientos en fracción de segundos. Al tomarlo veía con asombro que se trataba precisamente de Quentin. No obstante, no le prestó importancia alguna y prefirió no contestar. No sentía deseo alguno ni de escucharlo, ni mucho menos hablarle. Sus pensamientos estaban lejos de aquel hombre que un día la sedujo y despertó en ella ese sentimiento llamado amor, pese a que su corazón seguía latiendo solo por él.
Después de estar alrededor de una hora sentada sobre la cama, invadida por un mar de pensamientos que poco y nada le ayudaban en su difícil situación, finalmente arrancaba su cuerpo de entre las sábanas, aunque sin el deseo alguno de hacerlo, yéndose directo a la ducha. La conversación sostenida con José Luis, y por sobre todo, aquel mensaje que contenía la fecha en que todo acabaría, la habían dejado en un estado elevado de nerviosismo y pánico a la vez, necesitaba relajarse de manera imperiosa.
En especial tras la cantidad de cosas que había pensado durante la última hora, poniendo en la balanza las cosas buenas y malas que estaban ocurriendo, sobre todo en el último tiempo. Sus victorias y fracasos junto a Quentin, sus hijos, la estafa por parte de Aníbal, su inesperado embarazo. Todo parecía ser obra de un cruel destino que se confabulaba para jugar con sus vidas y destruirlas, una bomba de tiempo a punto de llegar a cero.
El sentir como el agua recorrería su cuerpo desnudo, apaciguaría en parte todo lo que su mente y su corazón lidiaban entre sí, haciendo de su vida un tormento. Más sin embargo, al pasar sus manos sobre su vientre, inevitablemente los miedos y el llanto volvían a apoderarse de ella. Necesitaba desahogarse de alguna manera, sería un mes en extremo largo y estresante. Un mes en que tenía la oportunidad de arrepentirse de su decisión.
Al salir de la ducha, tomaba del perchero una toalla y la lanzaba al piso para evitar resbalar producto de su cuerpo aún mojado, secó con ella un poco sus pies y a paso lento se dirigió hacia el tocador. Se encontraba ida, ausente de sí misma, sus ojos no eran más que el reflejo de un alma en pena que solo luchaba día a día por el bienestar de sus hijos. Con mirada apagada frente al espejo, en total desazón notaba una vez más, como su belleza se extinguía en el tiempo, carente de aquella necesidad en su interior de sentirse amada y deseada.
Si tan solo las cosas cambiaran, si tan solo Quentin volviera a mirarla con esa llama ardiente de antaño. Pero no era así. Para él solo su empresa era su gran pasión hoy por hoy, dejando de lado no solo las atenciones que alguna vez tuvo hacia ella, sino también hacia sus hijos. Bajaba lentamente la mirada y observaba los diferentes perfumes, cremas, maquillajes y un sinfín de cosas sobre aquel antiguo tocador. Era su favorito por lo demás, un regalo de cumpleaños por parte de Quentin.
Tomó entre sus manos el joyero que se encontraba en una esquina del mueble, como siempre lo hacía después de salir de la ducha, solo para observar la cantidad de alhajas en su interior, las cuales hacía mucho ya no lucía en su cuerpo. Sentía que no valía la pena tan siquiera portarlas, manteniéndolas ahí, lejos de la luz exterior para evitar que brillaran ante el mundo, tal cual a como pasaba con ella. Abrió uno de los cajones y extrajo la secadora de pelo, conectándola a la corriente y comenzando a secar su pelo mientras lo cepillaba a la vez.
Mientras lo hacía contemplaba su cuerpo desnudo frente al espejo, en especial su vientre. Tenía una pequeña, aunque no muy evidente curvatura. Un poco de grasa abdominal a ojos de quien no la conociera y se topase con ella en una paradisíaca playa, pensaba en su interior. Pero para ella aquella pequeña curvatura significaba vida.
Sumida en un lío de pensamientos que invadían su cabeza una vez más, creyó escuchar a lo lejos el abrir y cerrar de la puerta de la habitación, sin darle importancia alguna. Segundos más tarde sorpresivamente la puerta del baño se abrió. Era Quentin quien entraba. Éste no contaba con que estaría en la casa, mostrándose sorprendido al encontrarla dentro del baño completamente desnuda. A pesar de haber tenido dos embarazos, Leila mantenía una figura envidiable, como si los años en su cuerpo no pasaran.
Quentin se mantuvo silente por unos segundos, observándola de pies a cabeza. Aquel cuerpo desnudo era un baño inesperado para sus ojos, y extrañamente para él, los pocos segundos en que la observó, lo hizo como hacía mucho tiempo no lo hacía. Su tez morena era suave y fina, sus labios gruesos parecían hechos del más rojo coral, la curvatura de sus largas pestañas eran la combinación perfecta con sus ojos color pardo. Su ondulada y larga cabellera ondeaba al compás de los movimientos que Leila hacía sobre ella con el secador, dejando en ocasiones al desnudo su espalda, y dejando ver de cuando en cuando un par de lunares que asomaban cerca de su hombro izquierdo, dibujados de tal forma que parecieran ser dos estrellas.
De figura atractiva, hombros y brazos elegantes, y aquellos senos aromáticos y voluminosos que se agitaban suavemente con el movimiento de sus brazos mientras secaba y cepillaba su cabellera. Dueña de proporcionadas caderas, suaves posaderas como la más fina de las sedas, y piernas gruesas, pero de buena forma. Eso y más era lo que Quentin observaba por aquellos eternos segundos.
Sin embargo había algo distinto, algo que no lograba dilucidar con entera claridad, quizás oculto bajo ese brillo que le brindaba la luz exterior que por la ventana se escabullía, posándose sobre aquel cuerpo desnudo y mojado de manera muy especial, reluciendo aún más sus atributos físicos. Su belleza era incomparable para él en ese instante, brotando por cada fracción de su cuerpo.
Leila sintió esa mirada penetrante por parte de Quentin, apagó la secadora y la dejó sobre el tocador, junto al cepillo, volteando su rostro solo para mirarlo de frente, directo a los ojos. Podía sentir el deseo carnal que sin intención alguna había provocado en él. Era la oportunidad y el momento que tanto tiempo había esperado, y que sin premeditarlo, estaba pasando.
Sin siquiera pensar en la reacción que Quentin tendría, bajó su mano derecha hacia su entre pierna, al tiempo que tocaba sus senos con la otra. Su legua se paseaba de un lado a otro sobre sus gruesos labios, su piel se encendía al punto de levantar sus delicados vellos. Bastaron unos segundos para que Quentin, inexplicablemente y como hacía mucho no ocurría, tuviese hacia ella ese deseo sexual que llevaba tiempo sin sentir, sin embargo, aquella sensación se apoderó por breves segundos de él.
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