ROMPIBLE (#26)
Los fascistas del futuro se llamarán a sí mismos antifascistas. Winston Churchill.
La felicidad nos declaró la guerra. Janet sufrió un aborto y eso la sumió en la más profunda de las depresiones. Su trabajo como asesora de la campaña presidencial peligraba por sus justificadas, pero continuas bajas y yo mismo tuve que presentarme un día a ponerle las cosas claras al personal antes que los de seguridad me echasen de ahí. Yo quería volver a verla sonreír de nuevo, hacíamos el amor dulcemente varias noches y faltaba a mi trabajo para poder estar con ella. Pero nuestra pequeña Annie nos dejó un vacío inmenso aún sin poder habernos conocido en persona.
En el trabajo, las cosas tampoco estaban fáciles. Logan había cambiado. Algo lo atormentaba. Los jefes que ponían el dinero le habían forzado a experimentar con animales una nueva toxina. Ellos lo hacían "en nombre de una nueva era libre", cuando en realidad lo que querían era ejercer más control e imponer más crueldad. Nos mantenían a ciegas todo lo que podían, pero no éramos gilipollas. Él se había opuesto, pero le recordaron sus deudas del alquiler, las facturas pendientes heredadas de su familia lejana y su posición en la empresa –la cual si bien era de privilegio, tenía un contrato fácilmente extinguible-. Logan tuvo que capturar un gato bebé de la calle y escapar corriendo ante los lamentos de quien parecía ser su padre: un joven gato siamés tratando de recuperarlo. Logan me contaba que lo que lo que más le había hecho llorar no había sido dormir al bebé para matarlo, sino tener que quitarle el collar que tenía en el cuello y tirarlo a la basura. "Mi pequeño mundo" era lo que había escrito en ese collar.
Otro día, los jefes no pidieron diseñar una píldora de suicidio que pudiese encajarse fácilmente como empaste molar. Su uso era supuestamente militar: en cuanto cualquier soldado u oficial se viese acorralado o en peligro, bastaría con apretar los dientes lo suficientemente fuerte como para romper esa muela falsa y todo acabaría. Pero nos obligaron a implantárnosla una vez concluida su creación. Yo caí rendido porque mi vida con Janet no se iba a pagar sola, pero Logan recibió una cruenta paliza en los laboratorios. Me obligaron a mirar como lección de lo que podría pasarme a mí si no pasaba por los aros que me hacían pasar. Lo último que supe de Logan fue que empezó a tratar con un influyente independiente llamado Jack Moody. No lloré por su marcha, pero sí sentí cierta pena al no poder ayudarle en tan apretada situación.
Cuando pasaba todo esto, la gente no sólo hablaba de las vacunas sino de algo más. Los medios anunciaron que había un asesino en serie suelto que estaba encadenado numerosos crímenes uno tras otro, lo que me hizo preocuparme por Janet y querer tenerla en casa aún más tiempo. Las noticias lo ilustraron con una imagen en la que se podía ver a una joven adolescente en lo que parecía ser un puente de carretera, con las manos alzadas y el rostro inquieto. De primeras parece alguien que no quiere que la fotografíen, en realidad eran las facciones terroríficamente genuinas de una chica a quien su asesino acababa de informarla que iba a morir y la hacía una foto inmortalizando el momento. Los medios lo apodaron "el asesino de las Polaroid", ya que los cadáveres tenían a su lado una foto de dicho momento de nihilismo y desesperación. La policía informó del macabro detalle de que seis de las nueve víctimas encontradas eran antiguas alumnas de Curra, la perrita maestra ya retirada por complicaciones derivadas de la gestión educativa. Pese a su retiro, Curra hizo llegar una declaración escueta que afirmaba lo siguiente: "No toques a mis pequeños". Recuerdo pensar que esa Curra tenía más pelotas que cualquier humano.
Mis ausencias prolongadas en casa se hacían notar, más a mi pesar. Janet batallaba sola una guerra en la que hacían falta dos y como todo ser humano fue dándome pistas de que se estaba impacientando. Cuando descubrí que estaba viendo a alguien enfurecí, pensé en hacer cosas horribles que aún no sé cómo hice para no hacerlas, sentí cómo me ardían las entrañas, cómo las hormigas campaban a sus anchas bajo mi piel. Mis razonamientos económicos no bastaban para calmar su sed emocional y ella ya estaba en la fase de considerar nuestra relación un craso error. Jamás creía que ver al amor de vida gritar, llorar y lesionarse por mi culpa pudiese romperme tanto el corazón.
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