#63 EL PRECIO DE ESTAR SIN TI Parte I
Nada se olvida más despacio que una ofensa; y nada, más rápido que un favor. Martin Luther King.
Dar con el paradero del doctor Friedick Lunga fue lo que Hart más disfrutó en muchísimo tiempo. Seducir a las mujeres que Sawyer le había proporcionado como contactos (todas ellas con tarjeta sanitaria actualizada), así como también a aquellas secretarias de diversas clínicas que se encontraba en su camino y que resultasen tanto atractivas como negativas –así como le facilitase cualquier dato sobre el paradero de Lunga-, le hizo disfrutar de su lujuria, de su vanidad y también recuperar la fe en que aún se podían hacer cosas como las de antes en un mundo actual que reclama la separación y el aislamiento. Aquello le había llevado a terminar de forzar la cerradura electrónica de la puerta de Lunga en su casa de vacaciones, apartada de las calles y del ruido de los coches gracias a un generoso bosque tan pequeño como estimable. Justo cuando terminaba de meter los utensilios que había utilizado para ello, atisbó un perro negro imponente y hermoso mirándolo fijamente desde uno de los árboles. Hart y el perro conectaron miradas por un instante y lo que más le llamo la atención era que el perro no giraba los ojos ni un solo milímetro, ni tampoco parpadeaba. Ni tampoco parecía incluso respirar. Sólo quedaba ahí, petrificado, mirándolo con suma cautela y atención.
- Si me disculpas, amigo... tengo algo que hacer –murmuró Hart antes de entrar por la puerta y dejar al perro allí solo.
Un rápido registro de su apartamento le reveló que Lunga había desviado medicación antivírica de consumo profesional y público a su casa. En considerables cantidades. Todos los medicamentos tenían como marca una empresa europea que también había estado detrás de la fabricación en masa de las "píldoras del suicidio". "Muy bonito", pensó, a la par que se preguntaba para qué usaba dichos medicamentos. Unos minutos y un cigarrillo después lo averiguó: todos esos medicamentos contienen narcóticos que adormecen al paciente. Una suerte de morfina de alta potencia. Lo que a nadie se le ocurrió avisar era lo adictivo que resultaba aquello –de ahí el consumo desmedido y el gran número de muertes a nivel estatal-. No obstante, si se lograban dar con las dosis adecuadas, ese medicamento no sólo calmaba dolores, sino que regalaba un viaje comparable a las drogas de más alta calidad.
Al caer la noche, Lunga no se hizo de rogar demasiado. En cuanto el viejo doctor entró por la puerta, ni se molestó en encender las luces de su apartamento. Voló directo a debajo del fregadero a la par que se bajaba la mascarilla. Pero maldijo tembloroso al no encontrar lo que buscaba.
- No está ahí, doc.
Lunga se sobresaltó y se volvió para darse de bruces con una figura en la oscuridad que sostenía un cigarro a modo de minúscula linterna, pues sólo el fuego del mismo era lo que se veía en ese instante. Dando otra calada, Hart al fin vio cómo la luz se hizo y cómo Lunga tenía la cara de viejo adicto a las drogas que él siempre se había imaginado.
- ¿Quién es usted? –preguntó cauteloso- No puede estar aquí, esto es allanamiento de morada.
- Llama a la poli –Hart aún guardaba su placa y la arrojó encima de la mesa en el momento justo-. Tranquilo, he usado guantes y me los he desinfectado también.
En cuanto terminó su cigarrillo y Lunga se sentó a la mesa de la cocina, Hart se subió la mascarilla que tenía bajada por la barbilla y una vez se la ajustó a la boca y nariz se levantó, acercándose a Lunga poco a poco.
- Me ha dicho un petirrojo muy lindo que tienes información que busco, doc.
Habiéndole puesto en situación, sin tampoco contar demasiado, Hart comenzó a juguetear con un salero que Lunga tenía encima de su mesa. Lunga, por su parte, sudaba profusamente.
- No sé nada de ningún Harold Murray, ni de ningún ingreso hospitalario. Salga de mi casa, por favor.
- Oh doc... -Hart se agachó a su nivel y se puso cara a cara con él, pasándole la mano enguantada por la cara- Mírate, estás transformándote en el Támesis. Muy seguramente tienes hambre de esos dulces que guardas bajo el fregadero. Muy seguramente es la hora de tu dosis. Y muy seguramente aún tengo amigos en la policía que te pueden hacer la vida imposible. Así que... cuanto antes me digas lo que quiero saber... antes desapareceré y podrás cargar tus baterías de yonqui a gusto.
Lunga necesitaba esa dosis. Perderla le costaría algo más que el buen sueño de cada noche.
- La única vez que vi a ese Harold Murray fue a la entrada de mi clínica, en 2010...
- Buen comienzo –apremió Hart.
- Estaba cubierto de sangre que no era la suya e iba acompañado de dos policías.
- ¿Recuerdas algo de esos dos policías?
- Que los mató delante de mí una vez acepté ayudarle.
Hart dio un respingo.
- No quería testigos, ¿verdad?
- Yo estaba asustado. Él decía que estaba escapando y que era alguien muy poderoso, que podía ayudarme con lo que fuera. Que necesitaba operarse y desaparecer y que sólo yo podía hacerlo. Acababa de ver lo que era capaz de hacer con la gente que le ayudaba y le hice prometerme que me daría garantías de vida.
- Eras uno de los mejores cirujanos de aquel entonces, doc. Me pregunto por qué te relegarían de ese puesto...
- No me relegaron, me fui yo. No quería volver a pasar por algo así en la vida –la voz de Lunga se quebraba cada vez más.
- Conmovedor... Prosigue, doc.
- Me pagó 50.000 libras por la operación...
Hart no ganaba para respingos. ¡50.000 libras! La cifra que Sophia Engel dijo que influencias suyas le habían facilitado a Murray a cambio de seguir creciendo en su carrera criminal hacia el poder.
- ¿Te pagó ese dinero?
- Sí. Yo lo necesi... -Lunga comenzaba a mostrar síntomas más potentes de necesitar las drogas y Hart comenzaba a perder la paciencia por ello- Lo necesitaba... Me lo pagó en tarjeta de crédito...
- Me lo imagino. ¿Y luego qué? Vamos doc, no te duermas aún.
- Me pidió que... llamase a una tal... Cra... ¿Crayen? Tengo pro-problemas con el nombre...
- Creien –apremió Hart, como un escualo lanzándose a por su presa-. Ellen Creier.
- Sí. Esa misma. Me dijo que necesitaba volver a verla una vez más... Una vez más...
- Muy bien, doc. Hoy vas a tener tu dosis más un suplemento por lo bien que lo estás haciendo.
Sin embargo, Lunga no estaba ya para demasiados trotes. Hart resolvió que ni siquiera podría administrarse la medicación él mismo. La cabeza le daba vueltas como una peonza. Los ojos buscaban cerrarse. Boqueaba sin saliva.
- Me hizo llamarla. Ella llegó... Tenía un sombrero, un pañuelo y gafas de sol. No quería que le viese la cara. Cogió a Murray con la cara vendada y totalmente ido por los efectos de la anestesia y la operación y se lo llevó...
- ¿Y? –Hart quería acabar ya con eso, pero necesitaba un segundo rastro al que ir- ¿Cómo puedo dar con Ellen Creier?
- Tiene... Tiene una residencia a las afueras... Allí... Allí hace sus rituales.
- ¿Rituales? –preguntó Hart, creyendo que Lunga estaba empezando a desvariar.
- S-Sí...
- ¿Volviste a verla tras esa noche?
- N-No... Desapareció de mi vida por siempre... No puedo más... Por... P-Por favor...
- Está bien, doc.
Hart tomó a Lunga en brazos y lo llevó a su sofá. En el trayecto, consiguió que Lunga le dijese los suficientes datos como para dar con una dirección fiable del paradero de Creier. Acto seguido, tras acostarlo allí y arroparlo con una manta, fue corriendo hasta la entrada de la casa. Había cambiado de sitio la medicación y la escondió en unos cajones. Pero nada más llegar, se paró en seco y sacó su revólver. La puerta del apartamento estaba abierta de par en par... "¿Cómo es posible?", se preguntó. "Lunga la cerró tras de sí antes de ir a la cocina... ¡Yo lo oí! ¿Cómo entonces?", sus pensamientos viajaban a la velocidad de la luz. Sin embargo, el tiempo parecía detenerse para él. Sus latidos se aceleraban, podía sentir su propio corazón salirse del pecho. Como una advertencia funesta. El aire que resoplaba suavemente en la calle hasta hacía unos instantes ya ni siquiera hacía acto de presencia. Todo estaba misteriosamente parado.
Hasta que un gruñido y dos disparos atronadores le hicieron darse la vuelta raudamente. De pronto, sus latidos se dispararon. El tiempo volvió a la normalidad. El aire volvió a resoplar como una suerte de calma perturbadora tras la tormenta. Hart corrió al salón sin haber siquiera comprobado siquiera si quien hubiese efectuado ese disparo seguía ahí. Al llegar, encontró a Lunga tumbado con dos tiros en los pulmones y rastros de órganos vitales desparramados por los cojines y el suelo. Hart pensó primero en sí mismo. Nadie le había visto entrar. Había limpiado todo. No se había quitado los guantes. Los contactos de Sophia Engel –a quien seguramente no le gustará nada esto- jamás abrirían la boca. Sí, pero... ¿Y esas tres secretarias con las que se acostó a cambio de información? Esas estaban bajo su propia nómina, sus labios eran susceptibles de abrirse y él las había preguntado también por el paradero de Lunga.
"De perdidos al río", pensó al mismo tiempo que oía unos pasos alejarse fuera. Hart corrió al exterior tan sigiloso como su espalda le permitió. Las sombras de la noche le dificultaban el trabajo... Pero también se lo dificultarían al aguafiestas que le había estropeado la investigación y la noche. No echó para nada de menos al perro negro que había estado parado allí hace un rato. El aire ya no era tan moderado. Había evolucionado a un viento considerable y gélido. La atmósfera respiraba una tensión musculosa. Hart se detuvo junto a un árbol que le servía tanto de mirador como de protector. Y entonces lo vio. Vio una figura menuda, pero amenazante. Alguien con chupa de cuero y capucha con un arma en la mano. Podía apreciar un ligero temblor en su mano, producto de la adrenalina. Hart memorizó mentalmente todo lo que atisbó a ver en las sombras, recortó esa silueta y la guardó en su mente justo antes de que dicha figura se percatase de que la estaban mirando. Sorprendida y en alerta, echó a correr perdiéndose entre los árboles y la oscuridad. Hart persiguió a esa figura hasta donde pudo en las sombras. Entonces unas luces rojas iluminaron el camino hacia el pavimento cercano a él y a la civilización. Las luces de la moto dieron paso al rugir de su motor. La moto comenzó a alejarse a medida que Hart apreció a los primeros transeúntes en la noche.
- ¡Detengan esa moto! –gritó a quien pudiese ayudarle.
Pero la moto escapó sin apenas problemas. Según llegó a la acera, Hart pudo comprobar con rabia cómo la figura miraba brevemente hacia atrás mientras seguía adelante, desvaneciéndose entre el tumulto tan rápido como apareció.
- ¿Qué moto? –preguntó un viandante a un Hart sudoroso, cansado y aquejado de una espalda que le estaba matando por los esfuerzos.
- La que se ha escapado sin que hicieras nada, payaso.
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