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|2| El chico que soñaba con volver a nacer

No existía nada que Justin considerara de su propiedad. La habitación donde dormía era también utilizada como trastero, por lo que apenas tenía espacio para moverse entre los antiguos muebles y las pilas de cajas. La ropa que usaba la heredaba siempre de su hermano mayor, un fornido jugador de fútbol que era tres tallas más grande que él, por lo cual, le quedaba tan holgada que debía doblar las mangas de las camisetas y ponerle cinturón a los pantalones. El salario que ganaba trabajando a tiempo completo en la Farmacia del pueblo era absorbido por sus padres, quienes le exigían colaborar con las cuentas de la casa... Y su familia, su propia familia, eran quienes más reforzaban ese sentimiento de despojo que tanta desdicha le causaba.

Habían transcurrido exactamente dos décadas desde que Justin Bieber había llegado al mundo. Un mundo que lo recibió con hostilidad y desafecto. En los pocos recuerdos que albergaba de su infancia, podía vislumbrar al niño que había sido siendo ignorado, rechazado, incluso maltratado por aquellos que lo rodeaban. Los retazos de atención que le dedicaban estaban cargados con tanta agresión que, con el tiempo, dejó de desear que lo miraran. Intentó, mediante un carácter apocado, volverse invisible para no ser blanco de esos desprecios.

Su padre, un talentoso arquitecto, era miembro de una gran empresa ubicada en la ciudad capital, así que se instalaba allí durante la semana y eran pocos los sábados que viajaba para visitarlos. Sin embargo, cuando arribaba a la casa, ésta no difería mucho de cuando él estaba ausente. Se encerraba en su despacho y tenía poco trato con la familia. Se comportaba de manera tosca, en especial con su esposa. A ella, sin embargo, poco le importaba la actitud distante de su marido, pues no era un secreto que amaba más su cuenta bancaria que a él. Solía ser una ambiciosa azafata en su juventud, mas abandonó su empleo en las alturas cuando el hombre rico con el que siempre había soñado la desposó... Y eso solo porque había quedado embarazada de su hijo.

La mujer era quien más tiempo solía dedicarle a Justin, aunque no lo hacía con gentileza. Lo instruyó desde una edad temprana a realizar varias tareas domésticas y lo convirtió en su pequeño sirviente. Cuando no hacía las cosas tal como ella quería, lo castigaba de diversas formas: lo ofendía con comentarios hirientes, lo sometía al hambre prohibiéndole cenar (pero, aun así, lo obligaba a sentarse con ellos y verlos comer), tiraba de sus orejas hasta que las mismas dolían o golpeaba su cabeza con dañina fuerza. Había instantes en los que Justin estaba convencido de que su madre era una persona verdaderamente cruel. Ella denotaba interés por muy pocas cosas; en primer lugar, por ella misma; en segundo, por sus preciadas revistas de moda; y por último, pero más importante, por su primogénito, James Bieber.

Mientras Justin soportaba coacciones y responsabilidades, su hermano, dos años mayor que él, recibía constantes mimos y atenciones que, con el tiempo, provocaron que emergiera en su persona una actitud arrogante y caprichosa. James estaba habituado a obtener todo lo que quisiera, caso contrario, ejecutaba un berrinche que podía ser oído por todo el vecindario. Debido a ello, todos los miembros de la familia debían girar en torno a sus apetencias. En especial Justin, por quien su hermano manifestaba un profundo rencor ya que le había quitado el título de hijo único.

Era una carga muy pesada para un niño. Todas las noches, al apoyar la cabeza en la almohada, Justin lloraba hasta quedarse dormido, preguntándose qué había hecho mal para que su propia familia lo menospreciara. De esa manera, fue desenvolviendo una personalidad tímida y dócil. Procuraba pasar desapercibido allí a donde fuera, inclusive en la escuela pública a la que con regularidad asistía. Sus profesores y compañeros apenas notaban su existencia, y fue ese el motivo por el cual descubrieron demasiado tarde el mayor infortunio que asediaba a Justin: padecía dislexia.

Siempre había tenido serias dificultades para afrontar las letras. En preescolar, solía confundir el orden del alfabeto u olvidar gran parte de éste. Cuando comenzó las prácticas del lenguaje en la primaria y le fueron enseñados los pasos elementales para aprender a leer, no pudo abordarlos. De todas formas, no importaba mucho. Él no asistía a un colegio de calidad como su hermano mayor, sino que concurría a una institución barata que aprobaba sus reportes con el único requisito de que pagara a tiempo la matrícula. Pero cuando cumplió los nueve años y aún era incapaz de leer una oración de corrido, fue cuando las autoridades escolares intervinieron en su caso.

La mente del infante infirió que aquello era la causa de su poca valía. Sus padres lo rechazaban porque tenía un desperfecto y eso ameritaba descartarlo, tal como se descartan los objetos que vienen fallados. Por ello, para lograr repararse y cambiar su situación, escuchó atentamente las palabras de los pedagogos que lo atendieron desde entonces. Sufría un extraño tipo de dislexia. Las únicas palabras que podía reconocer en la lectura eran las que ya tenía almacenadas en su léxico a causa del uso cotidiano. Sin embargo, tenía problemas a la hora de leer palabras desconocidas, complicadas e incluso simples con una terminación diferente a la que él estaba acostumbrado (era eficaz señalando la palabra 'trabajo', mas si aparecía frente a él el verbo 'trabajar', procedía a confundirse).

A pesar de las complicaciones, las malas noticias trajeron un renuevo de ilusoria esperanza para Justin: al creer que esa era la fuente de su degrado, pensó que si lograba superarla, finalmente iba a ser aceptado. Puso todo su empeño en la educación especial que el colegio le ofrecía. Tanto se esforzaba que los mismos encargados de su guía encontraban grato trabajar con él. Pronto, el licenciado Hugo Janks, coordinador general de su caso, descubrió la atracción del chico por la música, por lo tanto, una manera en la que éste podía asimilar con mayor facilidad el texto:

—Cada afijo tiene su propio ritmo —indicó— Puedes tamborilear la mesa o golpear tus dedos para marcarlo. De esa forma, asociarás las figuras de esas letras con esos sonidos.

A Justin le tomó poco tiempo crear el repertorio musical. Así, la imagen de ciertas secuencias de palabras se vinculaba en su cerebro con un ritmo, cosa que a él le era más fácil evocar. Gracias a esto, logró enormes avances, no obstante, siempre encontraba un límite, siempre tenía dificultades. Algunos años después de su diagnóstico cayó en cuenta de la realidad: su dislexia no tenía solución definitiva. Tendría que lidiar con ella por el resto de su vida.

—¡Excelente, Justin! —lo felicitó Hugo al percatarse que su paciente se había vuelto más rápido a la hora de identificar afijos.

—Gra-gracias —murmuró el aludido en respuesta.

A veces, Justin incurría en la tartamudez, en especial cuando se sentía nervioso o avergonzado. Hugo discernía que el carácter tímido del chico era demasiado radical para ser algo normal. Sabía que algo le afectaba. Podía verlo en sus ojeras o en su alarmante delgadez, cubierta por esa vieja ropa holgada que usaba. Podía verlo en los moretones que a veces coloreaban sus brazos. El hombre le había preguntado por ellos en múltiples ocasiones, solo para que Justin agachara su cabeza y susurrara alguna excusa poco verosímil. Un solo vistazo bastaba para conjeturar que su círculo familiar no era propicio, pero si la propia víctima lo encubría, nada podía hacerse. Por mucho que lo intentara, Hugo nunca lograba que su paciente hablara al respecto. Era como si su boca estuviera sellada, impidiendo el escape de todas las palabras que deberían salir por ella. Siempre callaba. Siempre cedía.

Siempre. Aun con el paso de los años, al abandonar la niñez y entrar en la adolescencia, los labios de Justin seguían sin pronunciar todo aquello que lo incineraba por dentro. Hizo un par de amistades en la escuela, con un compañero tan retraído como él, y con otro chico mucho más enérgico y simpático, pero que también pasaba desapercibido. Sin embargo, nunca les contó ni siquiera a ellos todo lo que le acontecía. Actuaba con normalidad cuando estaban juntos, poniéndose una máscara, una armadura, pretendiendo que sus hombros no llevaban ninguna carga. Siempre callando. Siempre cediendo.

La primera cuota de verdadera felicidad que experimentó en su vida fue el año de su graduación. Aprobó cada materia necesaria para obtener el título, a pesar de las enormes dificultades que acarreaba su condición. Nadie sabía lo mucho que debía esforzarse en cada examen, tal vez el triple de lo que se esforzaban sus compañeros, y aún así recibió el diploma ostentando incluso mejores calificaciones que muchos de ellos. Eso había significado un gran ejemplo de superación que todos sus tutores le hicieron notar. Logró elevar un ápice su destrozada autoestima y un poco de esperanza nació en su corazón.

Tal vez no estaba condenado a vivir por siempre sintiéndose miserable. Tal vez podía escapar de eso algún día.

Apenas concluyó sus estudios, consiguió empleo en la Farmacia local como repositor. Trabajaba doble turno, desde la mañana hasta la noche, principalmente porque deseaba ausentarse de su casa. Los maltratos que allí vivía no habían hecho más que empeorar desde que James había entrado a la Universidad hacía dos años. Su hermano mayor casi nunca estaba en casa durante la semana, llegaba en la noche solo para cenar y dormir, por lo cual su progenitora tenía más tiempo que volcar solo en él. Y, por supuesto, lo utilizaba para herirlo de alguna manera. Ya no podía pegarle, él había crecido y era más alto que ella, pero Justin encontraba que los golpes eran más fáciles de curar que el dolor provocado en su alma por cada menosprecio de su propia madre.

Mas lo soportó. Transcurrió dos años inmerso en esa rutina, pues había algo de luz que lograba atravesar la oscura pena en su corazón. Si bien sus padres lo obligaban a entregarles su sueldo, hacía mucho tiempo que su jefe le había dado un generoso aumento que mantuvo en secreto. Entonces, él guardaba ese dinero de más en una pequeña cajita debajo de su colchón. Esperaba que, algún día, esos ahorros fueran suficientes para irse de allí. Era su sueño, su esperanza. Era lo que lo mantenía luchando a pesar de que todas sus perspectivas parecían lamentables.

Justin Bieber tenía veinte años, un montón de desilusiones, poca autoestima, mucha timidez y el intenso anhelo de escapar, de encontrar una nueva vida, de renacer...

—¿Tu madre no está? —preguntó el joven que en ese momento ingresaba por la puerta junto a James.

—No. Se fue de viaje por el fin de semana —respondió éste— Es por eso que decidí hacerlo hoy. No la quiero por aquí jodiéndome la noche.

Justin había llegado de su empleo hacía algunas horas. Era sábado, por lo cual solo trabajaba hasta el mediodía. No obstante, en su casa le esperaba una larga lista de quehaceres que su madre le había dejado sobre la mesada. Estaba puliendo un mueble en el instante que su hermano pasó por su lado.

—Los chicos del equipo tienen muchas expectativas en esta fiesta. Más te vale que sea la mejor del año...

—Lo será, lo será —aseguró James. Sus ojos encontraron los de Justin— ¡Hey, tontito! —lo llamó.

El aludido suspiró y apretó sus labios, intentando retener su frustración.

—¿Qué? —murmuró.

—Quiero que limpies bien la sala para esta noche. Por tu bien, espero que la dejes reluciente —amenazó el jugador de fútbol, mostrando una sonrisa engreída.

Justin esquivó su mirada, sintiéndose cohibido. Clavó sus ojos en el suelo mientras asentía.

—Oye, él a veces me da pena... —escuchó que decía el amigo de su hermano mientras ambos se adentraban a la cocina.

Justin también sintió pena de sí mismo esa noche, cuando estuvo tumbado boca arriba sobre su cama sin poder conciliar el sueño. Tenía el cuerpo fatigado a causa de haberse levantado temprano ese día, así como por toda la limpieza que debió llevar a cabo. Su mente le exigía descansar, pero el sonido de la potente música retumbaba en toda la casa, hasta en el trastero donde dormía, y no le permitía hacerlo.

Soltó un gemido a modo de protesta y se giró, poniendo la cabeza debajo de la almohada para amortiguar el ruido. Unas graves exclamaciones proferidas por voces masculinas terminaron por colmar su resistencia. Necesitaba dormir. Se sentó en el colchón y se calzó unas viejas pantuflas antes de levantarse. Le tomó tan solo dos pasos llegar a la puerta, pues su habitación era demasiado pequeña. Se escabulló, encontrando un oscuro pasillo. El mismo era corto y angosto, un recóndito sitio de la construcción. Si era cauteloso, Justin podía transitarlo y llegar a las escaleras de servicio, subir hasta la segunda planta y ocupar alguna habitación de invitados, lejos del barullo.

Su plan salió tal como lo esperaba hasta que terminó de escalar el último peldaño y puso un pie en el rellano del piso superior. Allí, fue sorprendido por una multitud de jóvenes, la mayoría eran parejas que, recargadas contra las paredes, se besaban con fulgor.

—Ay, no.

De inmediato, Justin se tapó sus ojos con ambas manos. Empezó a sentirse sumamente incómodo, no solo por las escenas que se consumaban frente a él, sino porque siempre lo angustiaba estar rodeado de personas. Se sentía vulnerable en esas situaciones, como si ellos fueran a atacarlo en cualquier minuto. Por eso jamás había permitido que lo ascendieran a atención al público en su trabajo, prefería la soledad y la tranquilidad del depósito.

En ese momento, sin embargo, no encontraba una escapatoria. Entrar en una de las habitaciones allí ubicadas ya no era una opción. Debía volver sobre sus pasos y encerrarse en el trastero que tenía por dormitorio nuevamente, mas cuando se dio vuelta y destapó su visión, encontró un numeroso grupo tapando la bajada.

—¡Miren quién está aquí!

Al escuchar sus voces, reconoció quiénes eran. Los antiguos compañeros de instituto de James habían sido invitados. Esas no eran buenas noticias para Justin. Ellos habían contribuido en gran manera para hacer su vida un infierno.

—¡Ah, el hermanito analfabeto! —atizó uno de los muchachos, acercándose a él— ¿Qué estás haciendo aquí, eh? No es horario para que los niños anden despiertos.

El aludido dio un paso hacia atrás para tomar distancia, pero uno de ellos agarró un puñado de su holgada camiseta, impidiéndole huir.

—¿A dónde crees que vas? ¡Te estoy hablando!

Justin frunció la nariz cuando percibió el amargo olor a cerveza en su aliento.

—Yo... yo qui-quiero dorm-mir —explicó en un murmullo.

El grupo estalló en carcajadas.

—El pe-pe-pequeño analfabeto... —se mofó el chico, imitando la tartamudez de su víctima— Sigue siendo igual de patético que siempre.

De repente, Justin se vio aprisionado por las manos de aquellos crueles jóvenes, quienes empezaron a tirar de él escaleras abajo. Volvieron al pasillo oscuro, pero pasaron de largo su habitación. Él luchaba por liberarse, retorciéndose, pero no podía igualar su fuerza con la de ellos. Recorrieron unos metros más y se detuvieron frente a otra puerta. Un chico la abrió para encontrar nada más que oscuridad. Sabían que aquel era el rincón más pequeño de la casa, incluso más pequeño que el trastero, pues era el armario para guardar artículos de limpieza. Medía alrededor de dos metros por uno e, incluso antes de que lo empujaran allí dentro, Justin ya había empezado a sentirse encerrado.

—¡No! —exclamó cuando cerraron la puerta detrás de él— ¡N-no! ¡Por favor!

Escuchó unas risotadas y, luego, silencio absoluto. Tiró del pomo, mas ésta no cedió. Habían trabado la puerta de algún modo. Estaba recordando que había una lámpara de techo allí y que podía encenderla, justo cuando una voz femenina retumbó en el reducido espacio:

—¡¿Qué diablos acaba de suceder?!

Justin se sobresaltó y soltó un grito ahogado. Elevó su mano en el aire y encontró la tira que funcionaba como interruptor. Tiró de ésta y el pequeño foco proyectó su luz en el armario, revelando que el joven no se encontraba allí solo.

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