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Parte 1


Lidia no pudo evitar estremecerse al abrir el baúl. El chirrido que emitieron las bisagras sonó como si alguien estuviera arañando una pizarra con las uñas. Un sonido lento, agudo, astilloso. El escalofrío la recorrió de arriba abajo erizándole el vello, pero no fue nada en comparación con lo que sintió al ver las ropas que había allí guardadas.

Eran las de su abuelo. Lo sabía porque olían a él: a viejo, a locura, a enfermedad. Mirarlas era como verlo a él allí metido, arrugado como una pasa mientras le sonreía a través de sus cuatro dientes de oro. El pantalón y la camisa aún tenían manchas de sangre seca; resultaba imposible saber cuáles pertenecían a su padre y cuáles a su madre.

Lidia aún recordaba los gritos de aquella noche. Escondida en el armario de su habitación, trataba de tranquilizar con una vieja canción de cuna a Carmen, que no paraba de llorar entre sus brazos. Recordaba como Mercedes, su hermana mayor, había intentado detener la masacre plantando cara al abuelo. Pero todo fue en vano.

Nunca encontraron los cuerpos de sus padres. Las investigaciones llevadas a cabo con posterioridad sugerían que la sangre y los intestinos que colgaban del espantapájaros del granero eran de ellos, pero era la única pista que tenían. Con su abuela habían tenido menos suerte: ni cuerpo, ni sangre, ni intestinos que relacionar con alguien de su edad; solo su ropa vistiendo el espantapájaros. Quizá por eso la había asesinado el abuelo: por vestir al muñeco de paja, al igual que iba a hacer Lidia ahora con sus ropas.

Apartó esos pensamientos de la cabeza. Había llegado la hora de terminar con sus miedos. Cogió las prendas del baúl y salió del granero.

Fuera, el cielo se extendía sobre los trigales como un mar de llamas púrpuras que enterraba en la línea del horizonte un sol ensangrentado. La temperatura había bajado de forma considerable y ya no se oía el graznido de los cuervos. Pese a todo, la calma parecía reinar, por eso se sobresaltó al oír tras ella la voz de Carmen.

—¿Crees que a Mercedes le parecerá bien?

Tuvo que girarse para mirar a su hermana a los ojos.

—Me da igual lo que le parezca. Ya han pasado quince años. No podemos vivir toda la vida atemorizadas por las historias de un viejo loco.

Carmen desvió la mirada; parecía triste.

—Supongo que tienes razón. Simplemente es que... No sé, a veces pienso que podría volver...

—Está muerto. —Lidia escupió la última palabra con rabia—. Tanto como papá, mamá y la abuela.

—Pero...

—¡No hay peros, Carmen! ¿Por qué no tratas de olvidar esto de una vez? —Apretó la mandíbula y suspiró antes de volver a hablar—. Lo siento, pero es que estoy cansada de que todos los años se repita la misma historia. Me jode, ¿sabes? Apenas recuerdo la cara de mamá y lo único que me viene a la mente cuando pienso en ella es la sonrisa dorada de ese loco hijo de puta. —Intentó apartar de su mente aquellos pensamientos—. El abuelo está muerto —dijo al cabo de un rato, más para sí misma que para su hermana—. Muerto.

Y se alejó de Carmen para internarse en los trigales, pensativa, sujetando la ropa que su abuelo había manchado con la sangre de sus padres y la brisa acariciando el campo dorado.

***

Apenas había pasado media hora cuando encontró el lugar. Tumbado sobre el trigo cortado, el espantapájaros le devolvía una sonrisa de trapo deformada.

Supo al instante que a Mercedes no le parecería bien que lo vistiera. Su hermana nunca había dejado de creer en las historias de Antonio. Cuando eran pequeñas, el viejo solía amenazarlas con cortarles los dedos si se les ocurría ponerle alguna prenda al espantapájaros. Según él, se lo había entregado un brujo que portaba un candelabro sobre el que flotaban luces de color verde. Decía que eran almas, las vidas que el espantapájaros había reclamado como suyas. Porque el espantapájaros estaba vivo. Por suerte, según su abuelo, solo cuando las prendas cubrían el muñeco de paja este era capaz de caminar; solo así se sentía humano y se levantaba por las noches a reclamar más almas. Lidia sabía que eran cuentos, historias de vieja para asustar a los críos, pero en aquel momento no pudo evitar horrorizarse ante el parecido que guardaba el espantapájaros con su abuela. Era un detalle extraño. Recordó que Mercedes había declarado ante la policía que el espíritu de la anciana estaba encerrado en el muñeco de paja. Según su hermana, el abuelo había asesinado a su esposa para evitar que eso ocurriera, pero había fracasado. Al parecer, Antonio le había atravesado el estómago con una hoz poco después de que ella le hubiera prendido fuego al espantapájaros. Cuando la mujer terminó de desangrarse, su cuerpo comenzó a mutar. La piel se volatilizó para dejar paso a un envoltorio de paja mientras ella se levantaba y reía de aquella forma tan estridente que la caracterizaba. Entonces, según Mercedes, el espantapájaros se acercó a su abuelo y lo mató de la misma forma que había hecho él con su esposa. A veces, Mercedes defendía al viejo Antonio y decía que matando a sus padres había salvado sus almas del espantapájaros. Lo que Lidia creía, sin embargo, era que su hermana seguía sin aceptar la verdad sobre lo sucedido.

Observó durante unos instantes el espantapájaros. Una parte de ella, la de la chiquilla que se había criado con las historias del loco Antonio, tenía tanto miedo como sus hermanas. Tuvo que coger aire y negar con la cabeza una y otra vez para quitarse la congoja del cuerpo. «El abuelo está muerto —se dijo—, tan muerto como papá, mamá y la abuela». Pero ni así pudo evitar que los ojos se le empañasen.

Vistió al espantapájaros deprisa y de mala manera, sin importarle que pudiera cortarse con las hoces que este tenía por manos; luego esperó.

Nada.

Nerviosa, le ajustó mejor la camisa y volvió a observarlo, pero el espantapájaros siguió quieto. «¿Y por qué tendrías que moverte?». Con la ropa puesta era la viva imagen de su abuelo, pero vacío e inerte, inanimado. Un cadáver de paja. Se avergonzó de haber creído por un instante la historia de que vestir al espantapájaros lo traería a la vida; luego le escupió con rabia antes de cargárselo al hombro y emprender el camino de vuelta a casa. Ya solo le quedaba colgarlo del poste, al lado del granero.

«Solo eres un muñeco».

El viento soplaba con fuerza mientras se alejaba. Casi le pareció escuchar la voz de su abuela susurrándole al oído.

***

Cuando entró en el salón, Mercedes ni siquiera alzó la cabeza para saludarla. Estaba sentada frente a la mesa, con la mirada fija, afilando su hoz con movimientos lentos.

Lidia carraspeó para aclararse la garganta.

—¿Dónde está Carmen? —preguntó. Se sentía mal por haberle hablado de malas maneras. Por toda respuesta, Mercedes le devolvió el sonido de la piedra contra el metal—. ¿Dónde est...?

—Lo has hecho, ¿verdad? —Su hermana formuló la pregunta sin levantar la mirada de la herramienta.

—¿Y qué querías que hiciera? ¿Quemarlo?

Mercedes detuvo sus movimientos de golpe. Permaneció inmóvil un par de segundos antes de contestar:

—Ya conoces la historia.

Lidia inspiró con lentitud, soltó el aire por la boca y se frotó la cara con las manos. A veces temía volverse tan loca como su abuelo.

—Mira, Mercedes —comenzó a decir—, ya no tienes doce años. Eres la mayor, joder. Se supone que tienes que cuidar de nosotras, no ocultarte tras esa cara de muerta. —Le pareció que Mercedes se disponía a decir algo, pero no se lo permitió—.Ya sé que no ha sido fácil, y menos para ti. Pero después de quince años deberías empezar a superarlo. Ahora solo estamos Carmen, tú y yo. —Volvió a coger aire—. Si no quemé el espantapájaros no fue por ti. Los cuervos nos están jodiendo la cosecha. Vestir al espantapájaros es la única manera que se me ocurre de alejarlos sin que pasen de su culo de paja. —Omitió el hecho de que había construido otros espantapájaros para tal fin. Todos habían desaparecido, o sido robados, que era lo que ella quería creer—. A los Villanueva les funciona en su granja.

Sonido de piedra friccionando contra metal. Silencio.

Vio que Mercedes dejaba la hoz sobre la mesa y cogía de debajo de la misma el viejo rifle de su padre. Después se puso a limpiarlo.

—Carmen aún no ha regresado.

Fue todo lo que dijo. Lidia esperó para ver si añadía algo más, pero otra vez lo único que obtuvo fue un sonido inorgánico: trapo frotando metal. Tuvo que contenerse para no echarle en cara los años en el orfanato. Si Mercedes no se hubiera inventado aquella estúpida historia, el resto de su infancia hubiera transcurrido junto a sus tíos, y no en el orfanato Antonio Valdivieso, en Cuenca, una institutión que los sometía a largas sesiones con sor Maritza Imaicela y el psicólogo mientras la Guardia Civil trataba de encontrar en vano el cadáver de sus padres. Pero eso ya formaba parte del pasado. Ahora estaban solas, dueñas de una granja muerta, con el único coche que tenían averiado y los cuervos cebándose con el trigo.

En cuestión de segundos, la rabia que sentía remitió hasta el punto de avergonzarla. ¿Qué habría hecho ella en el lugar de Mercedes? Su hermana solo había sido una niña expuesta a una experiencia traumática.

Había decidido que era una buena hora para acostarse cuando Carmen irrumpió en la sala como un relámpago. Su hermana tenía los ojos rojos e hinchados y respiraba con dificultad, entre jadeos que acentuaban el temblor de sus manos. A Lidia le pareció que trataba de decir algo mientras alternaba la mirada entre Mercedes y ella.

—¿Qué ocurre? —preguntó la joven mientras se acercaba a su hermana.

Carmen la abrazó y hundió la cara en su pecho.

—He... he encontrado un cadáver.

Lidia sintió un escalofrío.

—¿Cómo que un cadáver?

—¡Joder, Lidia, un cadáver! —Carmen se separó de ella—. ¡Un esqueleto enterrado entre los trigales!

Si le hubieran arreado un puñetazo en ese momento, Lidia ni lo habría sentido. ¿Un esqueleto en los trigales? El corazón comenzó a martillearle el pecho como si de una estampida se tratase. Aquello era imposible.

—Pero... —Estaba desconcertada—. ¿Estás segura de...?

—¡Sé lo que vi, joder! Sé lo que vi.

Abrazó con fuerza a su hermana. ¿Sería posible que después de tanto tiempo...? Apretó a Carmen contra el pecho y le acarició el pelo, las mejillas. Le levantó la barbilla con una mano hasta que sus ojos se encontraron.

—¿Crees que puedes llevarme hasta el lugar donde lo encontraste?

Hizo la pregunta dubitativa, pero Carmen asintió, entre hipidos.

—Ahora trata de tranquilizarte, por favor —le dijo— Ya verás como no es nada. Es de noche, y entre los trigales es muy fácil confun...

—Llevaba puesto el anillo de mamá.

El tiempo se congeló durante unos segundos. ¿Qué clase de broma era esa? ¿Cómo aparecía un esqueleto entre los trigales, quince años después de que la Guardia Civil inspeccionara la zona? ¿Y con el anillo de su madre? Prefería no pensar en ello.

Salió a la oscuridad de la noche agarrada a la mano de su hermana, ambas sujetando un farolillo de aceite. Solo Mercedes se quedó en casa, cargando el rifle de su padre con la misma tranquilidad de un muerto.

***

La noche ya había caído sobre ellas. El paisaje tenía ahora un tono azul frío, templado en el horizonte, oscuro y siniestro sobre el campo. La luna mostraba una sonrisa de plata que arrancaba sombras al trigo que se extendía por todo Montalbo. Lidia, asustada y excitada a partes iguales, casi podía notar como el granero proyectaba su negrura sobre ellas. Y lo que era aún peor: el espantapájaros había desaparecido del poste donde lo había clavado.

Ojalá vivieran en el pueblo, y no allí, aisladas en medio de la nada. De noche, el campo tomaba un cariz diferente.

Se internó en los trigales con cuidado de no tropezar y romper la lámpara de aceite. Carmen la seguía a pocos pasos, poniendo el mismo cuidado, pues los tallos del cereal semejaban garras queriendo atraparlas; danzaban con la brisa y susurraban ecos incomprensibles. Lidia apretó la mano de su hermana y continuó abriéndose paso por donde ella le indicaba, ignorando la mordedura de los insectos que perseguían la luz de los faroles y se cebaban con sus brazos.

Entonces se sobresaltó al tropezar con algo, una forma humana que parecía tener las piernas dislocadas y cuchillas en vez de manos.

—Mierda. ¿Qué hace esto aquí?

Carmen se llevó una mano a la boca y contuvo el grito. El espantapájaros estaba sentado sobre el terreno, con los hombros caídos hacia delante y las piernas en un ángulo imposible. Solo su rostro, iluminado por la luz anaranjada de los farolillos, y tatuado con las sombras titilantes que estos proyectaban sobre él, se alzaba en una extraña pose para clavar en ellas su sonrisa de trapo. Lidia lo contempló sin pestañear. No se hubiera extrañado de encontrar en su boca cuatro dientes de oro.

—¿Qué hace el espantapájaros aquí? —preguntó una vez más.

Pero Carmen no contestó. Permanecía callada, con los ojos fijos en uno de los brazos del espantapájaros. Lidia dirigió su mirada hacia el lugar al que apuntaban los ojos de su hermana y escrutó en la penumbra. Entonces pudo distinguir una serie de surcos finos e irregulares en el terreno, como si alguien hubiese arañado sobre él con una hoz. O con las uñas.

Dio un respingo.

—Estaba allí —dijo de pronto su hermana, su voz apenas un susurro.

—¿Qué?

—El espantapájaros. No estaba aquí; estaba al lado del esqueleto de mamá. Mira. —Carmen señaló los surcos del suelo, justo los que estaban bajo el brazo izquierdo del espantapájaros. Lidia se acercó e iluminó con el farol las marcas trazadas en la superficie.

Tragó saliva al descubrir que formaban una palabra. Cava. Casi parecía una orden.

—Ve a buscar a Mercedes —le dijo a su hermana.

—¿Y si ha...? ¿Y si después de tanto...?

Lidia se levantó y sostuvo el rostro de su hermana entre sus manos. Luego la besó en la mejilla con delicadeza.

—Ve a buscar a Mercedes y llama a la policía. No sé quién nos está haciendo esto, pero tenemos que pararlo cuanto antes.

Carmen asintió mientras se enjugaba una lágrima; después echó a correr entre los trigales. Tan pronto como se fue, Lidia dejó el farol en el suelo y comenzó a escarbar en el lugar que señalaba el espantapájaros. ¿Quién podía estar haciéndoles eso? Nunca se habían llevado bien con los Villanueva, pero resultaba una broma de muy mal gusto incluso para ellos. Además, ¿por qué ahora, que se cumplían quince años? ¿Por qué ese día? Claro que había otra posibilidad, aunque improbable. La había estado negando una y otra vez a lo largo de los años, aunque su hermana se la repetía cada día. No quería creerlo. Había pasado demasiado tiempo. Su abuelo estaba muerto. Deseaba que estuviera muerto.

Apartó el espantapájaros y continuó rascando el terreno con las uñas. Sus dedos entraron, arañaron y salieron del suelo una y otra vez, sin descanso, en el lugar señalado por el espantapájaros. No sabía exactamente qué esperaba encontrar, solo rascaba. Los dedos le habían empezado a sangrar cuando se topó con algo sólido, un óvalo blanquecino del tamaño de una almendra y manchado de tierra. Aun tuvo que escarbar un poco más para corroborar que se trataba de un dedo, tres falanges rígidas que emergían de la tierra y parecían señalarla. El corazón le dio un vuelco cuando la mano asomó entera, pero se obligó a continuar escarbando mientras trataba sin éxito de mantener la mente en blanco. ¿Sería aquel el cuerpo de su padre? ¿El de su abuela? La tierra revuelta no tardó en dejar al descubierto un brazo entero antes de que un cráneo le quitara el protagonismo. No había ni un solo pedazo de carne cubriendo la estructura ósea; tampoco ningún hedor nauseabundo, pero las arcadas que sintió al ver los cuatro dientes de oro en la boca de la calavera casi la hicieron vomitar.

Allí estaba: el cráneo de Antonio Medina, su abuelo desaparecido, el loco, el asesino de Montalbo. El viejo al que se le atribuían las muertes de sus padres y su abuela y todos daban por desaparecido.

Toda la vida había pensado que, si alguna vez encontraba el cadáver de su abuelo, se alegraría, que saltaría de júbilo porque la justicia siempre nos llega a todos tarde o temprano. Sin embargo, ver sus huesos allí enterrados no le provocó placer alguno, al contrario. La historia que había tomado como cierta durante toda su vida cambiaba con aquel descubrimiento. ¿Y si su abuelo no era el asesino? ¿Cómo, si no, estaba allí su cadáver? ¿Y si alguien lo había matado tras él asesinar a sus padres y a su abuela? No, era imposible. El espantapájaros estaba allí, y solo los miembros de su familia conocían las historias que contaba el viejo Antonio sobre el muñeco de paja. Además, Carmen le había dicho que el espantapájaros también había aparecido en el lugar donde estaba enterrado el supuesto esqueleto de su madre. Eso relacionaba ambos enterramientos. Lidia no podía descartar que quien hubiera matado a su abuelo también podría haber matado a sus padres. Lo único seguro era que el responsable había estado en la granja el día del asesinato, hacía quince años, y había enterrado los cuerpos de los miembros de su familia mientras ella temblaba escondida en un armario, con el grito estridente de su abuela martilleando sus tímpanos. Pero ¿quién? La granja más cercana estaba a veinte kilómetros y la policía había llegado tan solo una hora después de que se produjera la masacre. Solo alguien que hubiese estado allí en el momento del asesinato hubiera tenido tiempo para enterrar los cuerpos. Y aun así...

Negó con la cabeza mientras se ponía en pie. Según Mercedes, Antonio Medina había matado a su esposa por quemar el espantapájaros con el que estaba obsesionado. Había hecho lo mismo con sus padres por ayudarla. Mercedes lo había visto; era la única que había intentado detenerlo, la que le había narrado a ella los sucesos de aquella noche.

Mercedes, que estaba obsesionada con las historias de su abuelo y el espantapájaros.

Mercedes, que había declarado ante la policía que su abuela era ahora el muñeco de paja y que el abuelo Antonio había salvado el alma de sus padres al matarlos.

Mercedes, la única persona que había presenciado la totalidad de los sucesos.

—Mierda —dijo, llevándose una mano a la frente.

Mercedes: ella era la respuesta. No obstante, el porqué había ocultado el resto de los cuerpos seguía siendo un misterio, tanto como su empeño en defender al loco de Antonio Medina. Decir que el espantapájaros lo había asesinado le parecía una tontería, incluso para una niña de quince años.

Miró a su alrededor, desconcertada. El esqueleto de su abuelo continuaba semienterrado y el farol de aceite estaba junto a él, iluminando los huesos y el trigo áureo.

Frunció el ceño. Algo no encajaba.

—Joder —susurró al darse cuenta de que el espantapájaros había desaparecido. Sin embargo, fue el sonido de un disparo lo que hizo que echara a correr hacia su casa.

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