ೃೀ Capítulo 24 ೄྀ•.˚
En medio de la oscuridad, se asomaron unos pequeños diamantes y destellos de purpurina platinada. Mis párpados cansados se abrieron levemente y traté de ajustar mi vista, arrinconada en la absoluta nada. Me sentía tan ligera como una hoja de papel en el viento entre lo hueco en mi interior. No lograba ver nada exceptuando los destellos de la escarcha y los diamantes. Abracé mis piernas y subí mis rodillas. Sentía un crudo frío que me helaba la piel.
¿Estaba muerta? ¿Estaba viva? Siendo sincera y a este punto, no podía asegurarme de nada. Sería un logro si pudiese ver la luz del día de nuevo.
De un segundo a otro, toda mi vida dio un drástico giro hasta chocar y caer por un risco. Pagóni tenía razón: la felicidad no estaba hecha para personas como yo. Lance era un traidor y estaba aliado con mis padres, aún sabiendo el maltrato y el daño que ellos me provocaron. No le importó quitarme completamente todo lo que tenía. Mi niña, mis plumas, mi corazón, mi dignidad... Tampoco le importó mancharse las manos con la sangre de su propia prima, su familia.
Fui tan párvula.
No pude detenerlo. No pude hacer nada para cambiar este trágico destino y solo fui un peón que formó parte de este sucio juego en las sombras. Todo lo que amaba se lo llevó el viento, dejándome caminar sola en un valle de espinas. Quisiera olvidar todo y regresar a vivir cuando todo era un día perfecto, pero no podía. Nunca podría olvidar por más que lo deseara. Estaba huyendo y corriendo en círculos en el borde irregular de la realidad. ¿Qué salió mal?
¿Adónde fue mi vida?
Pudiera merecer esto, pero los castigos nunca fueron la solución para las víctimas del crimen y la guerra sin fin. Era culpable de los cargos sobre mis errores y mis decisiones, manipulada como marioneta por mi propia mente y las personas que alguna vez amé. Dejé que jugaran otra vez conmigo, me metí demasiado profundo en la madriguera del conejo, volví a caer en cenizas y polvo de estrellas. ¿Y lo peor de todo? Estaba muy consciente de ello. ¿Pero a qué realmente estaba destinada? ¿A curar o matar?
Volé muy cerca del sol.
Los gruñidos y gritos me volvían loca. Se escuchaban todo el tiempo e incrementaban su volumen como un lamento oculto por años que rugía al son de los leones hambrientos. Miré hacia los lados y vi unos rostros demoniacos de payasos con cuernos seguían emitiendo esos sonidos sin querer detenerse. En el lado izquierdo los rostros reían y gritaban como si hubieran perdido los cabales; en la derecha, sollozaban y gritaban de dolor. Coloqué ambas manos en mi cabeza y al mirar hacia al frente más rostros macabros pintados de payasos aparecieron, estos me miraban con ira y seguían produciendo gruñidos y frases que no entendía. Todas las voces y sonidos retumbaban en mi cabeza. Los rostros me inquietaban. Me sentía vulnerable estando desnuda con solo hiedras con rosas algo marchitas cubriéndome parcialmente.
Odiaba los payasos, mucho, porque me recordaban a lo que había sido todo este tiempo.
No pude defenderme a pesar de ser duramente entrenada por guerreras milenarias. Intenté ahuyentarlos, pero solo empeoraba todo. Siempre empeoraba todo. Se burlaban de mí, me gritaban y me menospreciaban, recordándome que la pena de todo lo que hice a pesar de mis súplicas es solo la muerte y la locura. Mi búsqueda por la sanidad era una causa perdida. Todo mi esfuerzo fue para nada. Recaí, una vez más, en mi propia historia, mi espiral surreal.
Odiaba admitirlo, pero por más que lo deseara, por más que entrenara y me esforzara, no era una mujer fuerte para elegir entre el placer y el dolor ni saber qué era lo correcto. Mi destino siempre sería ser el bufón de Dios.
Jamás pensé desearlo, pero ya no tenía escapatoria: debía encontrar a Pagóni.
—La tranquilidad está al otro lado del miedo, la tranquilidad está al otro lado del miedo, la tranquilidad está al otro lado del miedo... —repetía entre susurros con la voz quebrada y los ojos cerrados.
El aliento flamante de esas bestias me hizo encorvar la espalda. Por mi rostro sentía ásperas lenguas recorriendo mi cuerpo y lo que parecían ser serpientes de cascabel enroscando lentamente mis extremidades. Sin aguantar más pegué un grito histérico que sonó tan sobrenatural y grave que me sentí más liviana. Las voces burlonas disminuyeron hasta quedar en silencio sepulcral.
Cuando dejé de escucharlas, abrí un ojo y luego el otro. Los payasos desaparecieron, todo mi alrededor negruzco pasó a ser blanco. A mis pies había arena pálida y suave. Arriba de mi cabeza noté un cielo con una aurora boreal con colores fríos y estrellas que formaban las figuras de estatuas que no reconocía. Estaba encerrada en una especie de plaza encerrada en piedras con dibujos idénticos a las esculturas en los astros.
Me levanté con dificultad algo extrañada, sobando mi cabeza tras un ligero dolor en mis sienes. Sin mis plumas se me complicaba mantener el equilibrio, así que estaría como una borracha hasta que me acostumbrara a su ausencia o que crecieran, aunque de ser así tardarían en hacerlo. Por otro lado, sentía que había perdido más que mis plumas y mi honor. Mi vientre se sentía, por primera vez, hueco.
Vagué por el sitio mientras tropezaba con mi propio cuerpo que me traicionaba. Me aguanté de las piedras en los bordes de la plaza para no seguir cayendo sobre mi estómago, pero el dolor en mi espalda se volvía un infierno. Era como caminar con la espalda degollada con látigos.
Me detuve sin saber qué camino debía tomar. No parecía haber un camino claro, ni reconocía este lugar. Enfocándome en mi entorno me di cuenta de unas cadenas doradas que colgaban de unas ceibas que rodeaban la plaza. Siguiendo el recorrido de las cadenas vi la figura de una mujer al otro lado de la plaza. Parecía estar de rodillas.
Caminé hasta ella luchando contra mi debilidad, terminando por llegar hasta ella entre gemidos y jadeos. Esa mujer se trataba Pagóni. Sus plumas estaban muy demacradas, sus ojos inexpresivos, su mirada cabizbaja, su rostro más despedazado y su presencia más moribunda. Ya hasta podía ver parte de sus huesos expuestos. Hiedras con rosas negras cubrían su cuerpo igual que el mío. Lo que me desconcertó totalmente fue verla con esa niña a su lado vestida con una bata blanca, abrazándola con una mirada desesperanzada. La misma niña que he ignorado todos estos años y ahora fue que me acordé de su existencia. Arlet.
Me miraba al espejo otra vez.
Me abracé a mí misma y de repente mis pies dejaron de responderme, haciéndome caer torpemente de lado a las rocas.
—Te lo dije, princesa —dijo con una voz distorsionada. Podía escuchar lo débil que estaba a pesar de su actitud testaruda.
—¿Princesa? —pregunté mientras agarraba mi vientre.
—Todas las chicas son princesas, solo que de reinos distintos. Para tu desgracia, el tuyo es de maravillas y locura. Aún jodida sigues siendo una princesa —dijo Pagóni, tomándose unos segundos de silencio mientras se puso a analizarme con la mirada con una expresión exhausta—. Por un momento pensé que me equivocaría, pero nunca fallo. Por más que Jíbaro quiso sabotearme, yo siempre tuve razón.
—¿Qué quieres decir?
—Jíbaro creyó que podías ser feliz con esa vida fantasiosa que te hiciste. Por un momento también lo creí, pero aquí estás. Te lastimaron, ¿no es así? Puedo sentirlo, la traición, la culpa, el dolor... No pudiste ocultar con un lindo maquillaje todo lo malo de tu vida. Tu realidad te persigue.
La miré con el rabillo de ojo y gemí de dolor, sentándome con dificultad. Cubrí mi cuerpo con mis manos heladas. En efecto, no sabía si verla otra vez era una bendición o una maldición, a lo mejor ambas. De todas formas, sus palabras escasas de aliento eran difíciles de escuchar a sabiendas de que la maldita tenía razón.
—¿Ya estás contenta? Ganaste, tenías razón. ¿Qué más quieres? —repliqué cansada.
—No quiero nada. Parece que no has aprendido nada, Scarlett. Si tú estás dañada, yo también lo estaré. Eso quiso Jíbaro. Me quiere fuera, cree que soy un peligro para ti.
—¡Y lo eres! —La señalé con el dedo—. Me tienes enferma con tu presencia. Eres mi maldición, no me dejas avanzar con tus juegos mentales. Mierda, ni siquiera puedo tener una vida feliz sin que pierda a los que amo o que me traicionen por aprovecharse de mí. Todo esto es culpa tuya —vociferé y sentí que me atragantaba con mis propias palabras deseosas por expresar mi rabia—. Sin ti en mi mente tal vez hubiera sido feliz. Tal vez hubiera sido la heroína para la que las Hermanas me entrenaron. Tal vez Lance me seguiría amando. Tal vez Suri estaría viva.
—Y si soy la culpable de todo... ¿cómo es que sigues viva? —Pagóni ladeó su cabeza sin cambiar su expresión apagada ni su voz cargada de resentimiento. Arlet se recostó en su regazo y empezó a llorar en voz baja—. ¿Acaso Jíbaro te protegió de los golpes y de los abusos? ¿Quién te hizo disociar a un mundo de fantasía para que no terminaras matándote? Jíbaro es solo una gurú pacifista, débil para tomar lo que nos merecemos. Ella hubiera querido que te encerraran en un manicomio y te pudrieras allí con tal de «proteger al mundo» de nuestro poder. En cambio yo, siempre estuve a tu lado tratando de protegernos de todos, tratando de tenerte viva en esta jungla de animales que dicen ser humanos.
—¿Y qué quieres tú para mí? —La miré con desdén entre lágrimas que resbalaban por los pómulos.
—Que dejes de luchar contra la marea y abraces la magia fuerte en ti. Todos tienen un lado oscuro, Scarlett, no hay excepción. Es tu decisión qué hacer con él, pero si sigues victimizándote y esperando por un héroe vas a terminar por cavar tu tumba. El mundo te debe una disculpa. Ellos merecen tu coraje. Nosotras, los niños del hospital, Suri, Mariand, todos y cada uno... Merecen justicia. Ni tus padres ni Lance se pueden salir con la suya luego de lo que te hicieron. Si quieres hacerle justicia a esa niña y a los demás muertos por los que esta ciudad llora necesitas matar tus lágrimas.
—Me aterra en lo que me pueda convertir si lo hago, Pagóni. Si mis sueños se vuelven pesadillas, ¿qué será de mí si lo poco de luz que me queda se vuelve sombras?
—Después de toda la mierda que has tenido que pasar, el cambio es lo único que te queda por delante. Este mundo ya tiene muchos héroes, Scarlett. Nueva Borink necesita más que eso, necesita algo más hermoso y letal. Te necesita.
Pagóni me miraba a los ojos con una tristeza espeluznante tratándose de ella. La maldad dentro de ella no era la misma, pero seguía estando ahí, escondida. De alguna forma me hacía sentir segura cerca de ella a pesar de lo que su presencia implicaba. Era la última cosa auténtica en la que podía confiar. Era la única en la que podía recargarme en mi estado.
Gateé hasta ella para recostar mi cabeza en su regazo igual que Arlet, quien me abrazó como una cachorra con su madre. La calidez del cuerpo de Pagóni aliviaba mi dolor y me consolaba aún sin emular palabras. Arlet no cesó su llanto y recargó su ira contra mí dando golpes en mi abdomen en un acto de rabieta, pero volvió a abrazarme y continuar con su lamento.
» Me equivoqué al pensar que serías débil sin mí. Demostraste tu valor y tu valentía siguiendo adelante a pesar de tenerme en tu contra, aunque el mundo te derrumbara una y otra vez. Si todo hubiese sido diferente para ti, en otra realidad, me hubiera gustado que no tuvieras que pasar nada de esto.
—Quizás en otra vida hubiera cuidado mejor de Suri —confesé, secando mis lágrimas en lo que aguantaba el dolor de mi cuerpo—. Tal vez, solo tal vez, hubiera podido ser madre algún día y tener una linda familia, lejos de guerras.
—Sí —rio Pagóni—, pero ambas sabemos que no fuiste hecha para ser feliz. Y créeme, a mí tampoco me gusta la idea.
—Pensé que te habías desaparecido. Tanto tiempo sin vernos...
—Aunque ambas lo quisiéramos, no podríamos. Te lo he dicho, ambas formamos una sola persona, solo que se me olvidó agregar a la molesta de mi hermana. Todo esto es creación tuya. Por más que quiera no puedo hacerte desaparecer de tu cabeza. Te acompañaré hasta el día de tu último aliento.
—¿Qué pasó entre Jíbaro y tú? Nunca me dijiste de ella.
Levanté la cabeza esperando encontrar una sonrisa o tan siquiera una mirada compasiva, pero solo encontré la frialdad y el deterioro familiar de mi demonio personal.
—Ella y yo somos formamos parte de tu consciencia, algo así como un demonio y un ángel guardián. Jíbaro es muy fantasiosa, todavía tiene fe en el mundo, cree que las personas son asombrosas a pesar de sus fallos. Yo perdí toda esperanza en todos el día en el que esa niña que te abraza ahora mismo sufrió las abominaciones más enfermizas que un humano pueda hacerle a una persona tan vulnerable e inocente. Todos son iguales, le hacen lo mismo a las personas más débiles y nunca pagan por sus pecados. Me enferma el simple hecho que sigan viviendo como si nada.
—¿Y quiénes se suponen que sean los malos? —pregunté mirando las estrellas y tranquilizando a la pequeña en mis brazos como lo hice alguna vez con Suri.
—Depende de qué lado lo veas. Como sea, todos tenemos una parte de Dios y una parte del mismo Diablo. Tus decisiones son lo que definirán en que clase de guerrera te convertirás, porque tú misma me has demostrado que eres algo más que un ángel o una diablesa. Eres verdad. Tu espíritu es indomable y protector con aquellos que comparten tu debilidad y tu dolor —dijo Pagóni con algunas fallas momentáneas en su voz—. Ya no te obligaré a nada. Cualquier camino que elijas sé que será el mejor para nosotras, aunque eso me termine por desgastar.
—Quiero terminar con esta locura —hablé.
Era responsable de lo todo que hice por decisión propia. Tenía al menos un poco de esperanza de poder arreglar las cosas y romper las cadenas que me sujetaban. Necesitaba ir más profundo y dejar de luchar. Debía morir.
—Entonces levántate y vive. Alza tu corona de diamantes, rosas y lágrimas y haz lo que tengas que hacer —dijo Pagóni más decidida.
Me separé de Arlet y apoyé mis manos en el suelo para ponerme de pie. Al hacerlo, volteé a ver a Pagóni para afilar mis garras y luego romper las cadenas. Sentí un ardor en mis venas al hacer tanta fuerza, casi perdiendo el control de mis piernas por los nervios alborotados. Miré mis manos y mis venas se oscurecieron, recorriendo mis brazos. Con Pagóni liberada podría sentirme mejor, una parte de mí ahora se sentía completa.
La observé sobándose los brazos y luego levantándose con algo de dificultad. Se acercó a pasos torpes hasta mí y esperaba un ataque o algo, pero por el contrario recibí un cálido y reconfortante abrazo. La niña imitó su acción y abrazó mis piernas debido a su baja altura. Me dio escalofríos sentir la extraña sensación de afecto de ella, pero me hacía estar bien conmigo misma por más raro que fuese. Eran lo único que tenía. Correspondí al abrazo de Pagóni con las únicas fuerzas que poseía para después colocar ambas manos en los lados de su cabeza y mi frente contra la suya. Ella imitó mis acciones, dando una ligera caricia con sus pulgares sobre mis sienes. Arlet soltó una risa cantarina que me hizo sonreír con ternura.
—¿Qué piensas hacer ahora? —Le pregunté a Pagóni.
—Sobreviviré aquí de alguna forma, pero esta será la última vez que nos veremos —respondió con su tono de voz extraño.
—No podré hacer esto, no sin ti. Te necesito, Pagóni. Si voy a renacer en algo más fuerte, necesito abrazar todo lo que soy, eso te incluye a ti, a Jíbaro y a mí misma.
—¿De verdad? —cuestionó con notoria sorpresa reflejada en sus ojos.
—Todavía creo en la humanidad como Jíbaro, pero necesito encargarme de los que perpetúan el mal. Esa es tu especialidad —dije con una sonrisa entrecortada—. Juntas podemos seguir adelante, lo prometo.
A este punto no sabía si era capaz de cumplir con mis promesas. Sin embargo, estaba dispuesta a intentarlo.
» Ya me han lastimado demasiado, he perdido bastante por igual. Me ultrajaron y han arrebatado mis plumas. Mi corazón no tiene fuerzas para encarar a Lance y a mis progenitores después de lo que me hicieron. Hagan oro de mí, háganme un ángel de guerra para esparcir mi furia en todos los que nos dañaron.
—Entiendo... Parece que has olvidado cuán poderosa eres. Arreglemos eso. Arlet, muéstrale —pidió Pagóni mirando a la niña.
—¿En serio? ¿Yo? —Arlet nos miró a ambas totalmente atónita, sus lágrimas secas y marcadas en forma de cicatriz—. Tengo miedo.
—Va a estar bien contigo —animó Pagóni—. Ambas lo necesitan.
Arlet dudó, pero luego me sonrió con ápice de melancolía y tomó mi mano. En cuanto lo hizo, en la mitad de la plaza encantada se alzó una llamarada de fuego con la misma intensidad y tonalidad de las auroras boreales. La ventisca hizo sonidos similares a los de un tambor hueco, de alguna manera incitando a que nos adentráramos al fuego.
—Cierra los ojos y trata de no asustarte, ¿sí? —dijo Arlet mirando al fuego con nervios, haciéndola pronunciar algunas palabras erróneamente.
Obedecí ciegamente. Cerré mis ojos y comencé a controlar mi respiración mientras Arlet me dirigía hacia el fuego. El tambor más contundente con cada paso. Una vibración momentánea pasó por mi cuerpo como una corriente de energía caliente cuando las llamas abrasaron mi piel. Cuando Arlet me hizo abrir los ojos me topé de frente con un espejo fracturado. A los lados también habían espejos en el mismo estado, decorados con hiedras y flores de maga tomando control entre las fracturas. Era el mismo salón de los espejos donde peleé con Pagóni.
Me miré a través de aquel espejo y me aterré al verme. Mi rostro ya no estaba cargado de maquillaje y podía ver claramente cada cicatrices esparcida por todo mi cuerpo y cara como heridas abiertas. Mi cuerpo llevaba varias marcas de guerra, entre estas unas horribles de color negro con bordes azulados y los raspones rojizos, sin contar los cortes nuevos en mi cara, abdomen y extremidades. Mis ojos se oscurecían por las lágrimas azabaches que se empezaban a formar. Las rosas estaban cubiertas de sangre que se derramaba por mis extremidades, mis labios estaban pintados también con aquel líquido carmesí.
—¿Por qué me llevaste hasta aquí? —Le pregunté a la niña.
Arlet soltó mi mano y se abrazó a ella misma, levantando su cabeza para verme con nuevas lágrimas. No importaba qué pasara, su tristeza nunca la abandonaba. Sus ojitos eran la ventana a su alma tan resentida y maltratada. Ella fue mi primera víctima.
—No lo sé. Me gustan los espejos —dijo con voz tímida—. Todo esto es tu culpa. Mi mundo se está muriendo. Nadie me ama. No valgo nada para nadie. No quiero morir, pero tampoco vivir como tú. ¡Me quitaste todo!
Tartamudeé tratando de responder. No salí del transe al ver el daño que me estuve haciendo todo este tiempo ocultando mi dolor y ahogando mis penas en una falsa utopía dónde podía ser feliz. Me sexualicé para hacer a las personas felices pensando que nos amarían al igual que a mi cuerpo, pero nunca amaron a Arlet ni mucho menos a mí cuando los años pasaron. Intenté reprimir lo que sentía. Traté de ser bonita, más humana y generosa con todos y a cambio solo recibí dagas en el corazón. Estaba enferma, no solo por fuera, y temo que me di cuenta demasiado tarde.
Ahora que sabía la verdad, era más doloroso de asimilarlo. Un recordatorio de que Dios no hacía absolutamente nada.
—Arlet... —puse una mano en mi pecho y guardé silencio para pensar mejor mis palabras y controlar mejor mis lágrimas. Tenerla frente a frente era más complicado de lo que quisiera—. Lo lamento tanto.
—Claro que no —dijo con el ceño fruncido.
—Te traté muy mal en todos estos años. Te dejé sola muchas veces y fui muy dura contigo. No merecías que yo también te lastimara como todos lo han hecho —estallé en sollozos—. Perdón por haberte abandonado y por no haber cumplido tu sueño como desearías. Me esforcé mucho por liberarnos y hacernos felices, pero esto jamás nos dejará serlo —señalé las lágrimas gruesas que nos condenarían de por vida.
—Solo quiero sentirme viva y feliz.
—Lo sé, querida, lo sé. No es tan facil —estiré mis brazos hacia ella—. Yo te amo, Arlet, pero ya no soy tú. Has sufrido demasiado. Empezaremos de nuevo, ¿sí? Vamos a estar bien. Vamos a estar bien. No te dejaré morir.
—Eso... eso es todo lo que siempre he querido escuchar —musitó Arlet y corrió hacia mis brazos para abrazar mis piernas como si su vida dependiera de ello.
Ese abrazo fue un consuelo que añoraba desde hace mucho tiempo que se sintió como una caricia al alma. No quería separarme de ella, ya que en sus brazos no solo sentía mi niña interior, sino a mi ángel de pelo de nube. En momentos como este donde nada parecía estar asegurado para mí, solo podía aguantar, como guerrera, como mujer. Aguantar por amor a lo que alguna vez fui y por lo que me convertiré.
Vamos a estar bien.
Al mirar a los lados con el rabillo del ojo vi que en ambos espejos a mis costados se veían vejigantes con máscaras de múltiples cuernos y colores tropicales. Gruñían hambrientos y emitían cantos como la coral de una catedral a medida que se movían sus cuerpos hechos de esqueletos hechos con sombras y raíces gruesas de árbol. Sus cuerpos flacuchos no tardaron en cruzar el espejo como si fuera agua, amenazando con atacarnos. Mis plumas me hubieran advertido antes de su presencia, pero ya no estaban conmigo. Tampoco tenía las fuerzas para pelear.
Me puse de rodillas y abracé más fuerte a Arlet, protegiéndola de cualquier mal. Les gruñí a los vejigantes que se acercaban a paso lento hacia nosotras. Sin embargo, Arlet pasó su mano por mi espalda, justo donde mi plumaje fue arrebatado, y dio unas palmadas suaves.
—Está bien. Este es el camino —dijo con voz apacible, sin temor—. La oscuridad ya nos conoce. Es hora de que camines con ella de la mano.
Y entonces comprendí. Estos vejigantes, al igual que todo lo surreal que vivía en mi cabeza, era una representación de mi luz y de mi oscuridad. Estas bestias eran parte de mi oscuridad al igual que Pagóni.
Las bestias se detuvieron a centímetros de nosotras. Cuando bajé a ver a Arlet ella se transfiguró a un cordero. Ella sola saltó de mis brazos esfumándose como plumas de pavo real. Los vejigantes titánicos permanecieron inertes mostrando sus garras amenazantes y sus miradas huecas. Me levanté desorientada con la piel de gallina por esas criaturas que no perdían la oportunidad para colarse en mis pesadillas.
El silencio reinó, pero no por mucho. Pude escuchar las voces de los muertos bajo mi mano y los enemigos que necesitaba erradicar. Reían y hablaban al mismo tiempo, mofándose de lo insignificante que era.
—No les hagas caso. Sus palabras son venenosas, ignóralas —dijo Jíbaro al otro lado del espejo a mi derecha, su voz magnética y poderosa como canto de una diosa.
En eso, uno de los vejigantes me abrazó por la espalda y clavó sus garras en mis costados, sin darme tiempo para gritar porque me amordazaron con las raíces que se expandían de su cuerpo.
—Escucha atentamente, que no se te olvide esto jamás. No eres una miserable víctima. Eres una sobreviviente —agregó Pagóni en el espejo izquierdo, temible e imponente como la venganza personificada—. No puedes parar ahora. Si el miedo te paraliza estaremos acabadas. Contrólate y nos morimos. Esto no ha terminado hasta que obtengas la victoria en tus manos. ¡Que tu supervivencia merezca algo la pena o todo el dolor habrá sido en vano!
El vejigante apretó el agarrón y los demás procedieron a literalmente abrir mi pecho y sacar mi corazón. Me mantuve temblorosa lidiando con el dolor de pie, pero no me molestaba. Ya el dolor era mi desayuno de todos los días. Jíbaro, en lo que creía que era un consuelo, se puso a cantar mantras como en un ritual.
Pude sentir mis latidos en la palma de las manos de los vejigantes manchadas de sangre y virogénesis, lentos y apagados. Suri dijo que tenía un corazón muy grande y me destrozaba ver que estaba equivocada, mi corazón parece un trozo mísero de carbón. Entrecerré mis párpados y solté un débil suspiro. Mi corazón siguió latiendo a la vez que sacudía el suelo ligeramente. Mi piel poco a poco comenzaba a ahogarme desde el fondo de mis pulmones.
A pesar de la aparente tortura al estar junto a esas bestias, me sentía tan bien y tranquila. No podía explicarlo muy bien. Ya no tenía sentido luchar contra algo que formaba parte de mí, ya no valía la pena seguir en guerra con Pagóni o con alguna criatura de mi vida de País de las Maravillas. Era tiempo de ser responsable de mis decisiones y abrazar lo que era realmente. Estaba maldita desde la cuna. La vesania, las maravillas, la guerra, los sueños... todo formaba parte de mí.
—Respira hondo y renace, mi ángel en llamas. Sangre de guerreros de tu tierra corre por tus venas. Olvida tu dolor. Pelea por vivir —musitó Jíbaro cuando despedazaron mi corazón para que los pedazos sangrientos se transformaran en mariposas doradas volando libres al fin.
Cerré mis ojos por breves segundos y al abrirlos inhalé lo más hondo que pude. Con ambas de sus garras, el vejigante que me atrapó agarró mi rostro y rasgó toda mi piel como la de una oruga en su transición a mariposa o cuando una serpiente mudaba de piel.
El dolor se convirtió en libertad, una gloriosa y gratificante libertad.
Al mirarme en el espejo descubrí mi nueva apariencia, aunque no había cambiado mucho, las marcas del pasado seguían allí. Mi cabello me llegaba a los hombros y mi fleco estaba recto y degrafilado. Mis párpados estaban maquillados con negro y mis ojos se delineaban a la perfección con una larga línea felina. Mi rostro tenía una ligera capa de brillantina platinada esparcida por mis mejillas y frente. Mi epidermis se veía más gruesa y mi cuerpo se notaba más nutrido, más fuerte, digno de una guerrera. Las rosas por todo mi cuerpo se tornaron negras igual que mis ojos, mismos que no dejaban de liberar veneno.
—Renace y vuela, mi ángel pavo real —dijo Pagóni mientras me quitaban el resto de la piel que alguna vez me perteneció; esa piel que muchos desearon, pero que nunca amaron.
Observé de nuevo los espejos y una fuerza sobrenatural dentro de mí creció vorazmente. Era como un fuego ardiente que inundaba cada parte de mi ser. Un poder del que no tenía conocimiento, pero me sentía igual de familiarizada, como si hubiese estado siempre conmigo y solo necesitaba una tragedia más para despertar a la bestia en mí.
Extendí mis brazos. Cerré los ojos con furor y lancé un grito desde lo más profundo de mi garganta, un grito que he querido soltar luego de tantas pérdidas en mi vida y tantas injusticias que he presenciado a lo largo de toda mi maldita vida. Al instante, se escucharon montones de vidrios romperse y una gran ráfaga de aire que chocó en mi contra. Giré sobre mí misma aún con los brazos extendidos, sintiendo aire frío entrar por mi nueva piel. Abrí mis ojos y me di cuenta de que ahora patinaba con Pagóni sobre una pista de hielo color rosa cuarzo en medio del jardín que visité en mis sueños. Ambas vestíamos elegantes vestidos negros y los patines llevaban purpurina escarlata.
» ¡Renace, Scarlett, mujer de cien ojos, hija de la montaña! ¡Vive otra vez y pelea! —gritó Pagóni mientras guiaba mis movimientos.
Patiné de espaldas con ella de respaldo, haciendo movimientos con mis manos como los de un ave en vuelo. Volví a dar una pirueta rápida y tomé la mano de Pagóni, sumergiéndome junto a ella en un tango sobre hielo donde por primera vez parecía tener el control de todo. En el aire surcaban varias mariposas azules volando sobre nosotras al tiempo que una música mística acompañaba mis movimientos. Mis lágrimas de noche se volvían en humo cuando llevaba mis brazos hasta mis pómulos, dándole a todo un ambiente maravillosamente desastroso. Sonreí con dicha, dejándome llevar por el camino de mi propia cabeza.
Mientras bailábamos en el hielo, noté que la mitad del rostro de Pagóni se estaba desvaneciendo en cenizas y a pesar de todo ella me daba una sonrisa esperanzada. En sus ojos veía y sentía la confianza que tenía en mí, como si ahora pudiese leer su mente y saber todo de ella sin emitir palabras. Tal vez sería la última vez que la vería en un buen tiempo, pero me aseguraría de no decepcionarla. Ni a ella, ni a Jíbaro ni a Arlet. Yo sabía lo que era y lo que era real. Yo era quien tenía el control ahora, quien creaba todos los días mi propia realidad.
Ahora yo tendría control sobre mi propia vida y mis decisiones. Nadie volvería a domarme ni a verme la cara de estúpida.
—Hasta la muerte, Scarlett. Siempre estaré contigo, no lo olvides —dijo, soltando mi mano para terminar desvaneciéndose en el aire.
—Hasta la muerte, Pagóni —Me despedí, frunciendo mis labios pintados de negro.
Ahora sola, continué con mi danza congelada, liberando llamas azules en cuanto mis cuchillas partían el hielo. Respiré las cenizas de Pagóni —que se volvieron en un polvo arcoíris— a medida que bailaba sola en el recuerdo de la chica que solía ser y conocer.
En el patinaje podía ser lo que quisiera y perder el control sin rendir cuentas a nadie. Quería ser libre como lo era patinando, pero para eso necesitaba volver a lo físico. Debía, no, iba a matar a mis demonios de carne y hueso.
Paré de patinar en cuanto sentí un revuelco en el estómago. Me equivoqué. No estaba sola.
En el auditorio de la pista apareció un gentío de maniquíes tétricos, hechos de papel, amarrados a hilos de colores colgando del techo. Luces frías con tonos naranjas me apuntaban.
La cosa era que en la pista no se sentía ese sentimiento solemne antes de hacer una presentación. Se sentía como el presagio de una batalla de gladiadores.
Baila.
En medio de la pista me incorporé y elevé uno de mis brazos a la par que me ponía cabizbaja a la espera de que la música comenzara.
Ven, peligro. Haz lo peor que puedas.
—Canta una vez más conmigo; nuestro extraño dúo. Mi poder sobre ti crece más fuerte. Y aunque te apartes de mí para mirar detrás el fantasma de la ópera está ahí, dentro de tu mente —cantó una voz que identificaba a la perfección, pero que me costaba reconocer a la persona detrás de ese verso de El fantasma de la ópera.
Miré hacia la dirección exacta donde provino la voz y lo vi, otra vez. Los altavoces no podían engañar a mis oídos. Mis palabras ni mis ojos podían testificar lo que tenía en frente de mí. Era Monroe. Lo vi desde la grada más alta en medio de los maniquíes, resaltado por una luz azul. El cristal de sus lentes se quebró. Sus ojos y sonrisa brillaban con un brillo blanquecino, pero no tenían alma. Vestía elegantemente como lo hacía al presentarse en la estación de radio, en el área de su cuello llevaba una línea roja carmesí, tal vez en referencia a lo que le hizo a Mariand. Tenía seis brazos que extendía con orgullo. Sus manos estaban separadas de sus brazos y conectadas por unos hilos metálicos. En los dorsos estaban las caras de mi padre, mi madre, Evangeline, Suri, Kikuya y Mariand. En sus dedos esqueléticos llevaba atados varios hilos dorados que flotaban en el aire.
—Tú... —mostré mis garras al tiempo que me puse a la defensiva, aunque mi rostro me traicionó en mis intenciones al mostrarle mi vulnerabilidad.
Con todo el odio y enojo que pudiese tenerle por lo que había hecho, aún lo amaba. No quería pelear con él. Debía matar ese amor como a mis lágrimas sin importar que hacerlo hundiera mi corazón.
—Nunca quise que llegáramos a esto, mi alma. Intenté ser el salvador que necesitabas, pero estás tan perdida en tu mundo que tengo que recurrir a medidas extremas. ¿No lo entiendes? Tú y la ciudad son una misma. Necesitas ayuda, Scarlett. Yo puedo dártela, solo tienes que rendirte ante mí.
Lo vi con desdén.
—¿Matar a Suri fue una medida extrema? ¿Matar a tu propia sangre fue una medida extrema? ¿¡Quitarme mis plumas fue una medida extrema!? —mordí mi labio inferior en busca de controlarme. No, Scarlett, basta de llorar—. Pensé que eras diferente, pero eres como todos los demás, igual a ellos. Siempre lo fuiste.
—Ya te lo dije, no soy como ellos. Por eso es que quiero mejorar esta ciudad del daño que está causándole a personas como tú y yo. Míranos, ¿crees que es justo que sacrifiquemos nuestro amor por la misma gente que nos arrastra por el fango? —Dos de las manos de Lance se separó de él y se acunó sobre mis cachetes. Las dos manos tenían en los dorsos las caras de mis progenitores—. Tú no deberías estar aquí. Literalmente, se supone que no debas estar en esta posición, pero lo estás, de alguna manera. No quiero tenerte como enemiga, mi alma, pero no me dejas muchas opciones.
Una parte de mí me forzaba a gritos por despedazar las manos que me sostenían con suavidad como siempre lo hacían, pero otra parte me obligaba a quedarme inmóvil, disfrutando silenciosamente del poco afecto que buscaba desesperadamente como excusa para no pelear con mi príncipe azul.
—Tú no tienes alma —dije con la mirada atenta a cualquier movimiento de su parte—. Estoy aquí para vengar a Suri, a Mariand y a todas las almas a las que apagaste.
—¿Estás segura que maté a Mariand? —ladeó la cabeza con una ira profunda en su mirar relajado—. Ay, mi alma. Sabes cómo es ella, es difícil quitársela de encima. La quité del camino por su bien, justo como haré contigo.
Mi fortaleza flaqueó al igual que el filo de mis garras y el sostén de mi mandíbula. ¿Así que había posibilidad de que Mariand estuviera viva? No, yo la vi desangrarse. Es imposible que haya sobrevivido a eso. Mariand era fuerte; ahora bien, deseaba morir, ¿o no?
—¿¡Por qué haces esto!? ¿¡Cómo tuviste los cojones para dejar que mataran a mi niña!? ¡Dijiste que nunca harías nada para lastimarme! Tú...tú... —Mis labios temblaron en cobardía—. Se suponía que nos amábamos, ¿cierto? ¿Entonces qué significa todo esto, Monroe? ¿¡Qué es todo esto!?
Pude sentir el dolor en los ojos cafés de él, pero no se inmutó.
—Todavía te amo, pero mi amor por mi país es más fuerte. Mi amor es justamente lo que me obliga a hacer esto, Scarlett —Otra de sus manos, la que tenía a Kikuya en el dorso, se acercó hacia mí con el sonido de madera quemándose y se abrió—. Ven conmigo y únete a mí, hermosa. Estás a tiempo. Juntos seremos parte de la luz en medio la oscuridad. El nuevo mundo que construiremos será uno mejor que este, te lo aseguro.
Sabía lo que hacía y temía que funcionara en mí. Su voz carismática y la forma en la que sus manos acariciaron mis mejillas me seducían. Estaba desesperado al igual que yo. Ambos deseábamos parar a nuestro modo una guerra en la que ya elegimos nuestro bando. No había marcha atrás.
» Nosotros seremos el rostro de la revolución y dominaremos la ciudad en favor de nuestra gente, solo hay que aniquilar unas plagas más. Así tendremos una ciudad perfecta en la que Suri merecía crecer.
Cuando la mano flotante con el dorso de Kikuya se acercó a mi vientre la agarré desprevenida y no la dejé ir. Ejercí la fuerza necesaria para que sus huesos crujieran y que Lance Monroe lo sintiera. Mis garras no tardarían en romperlo.
—Saciar nuestro dolor con dolor ajeno no es justo cuando a la paz le perseguirá una vendetta sucia hacia el indomable espíritu humano de seres ajenos al mal y la perversión. Bluebeam Guasábara, la Orquesta Viborera y tú, locutor, han roto ese principio. De todos ellos, tú eres la peor desgracia para la justicia —dije tajante, mirando cómo sus labios se retorcían del dolor con cada crujido que le provocaba—. La luz siempre se enfrentará a la oscuridad, pero si la luz oculta la verdad en vez de mostrarla, entonces la oscuridad se encargará de ella.
Y ahí fue que regresó esa mirada invasora e iracunda. La mano terminó por sucumbir a mis garras. La silueta de Lance se extendió amenazante y de sus manos se separaron de mí, mostrando las garras de un tigre. El aura a su alrededor se tornó más profunda y desgastante.
—Entonces tu interferencia solo crea distorsión a mi sintonía. Me encargaré de destrozarte hasta los huesos. ¡Te perderás a ti misma para siempre! —vociferó, lanzando un rugido y preparándose para pelear. Sus manos volvieron a su cuerpo mientras este las movía como si estuviera haciendo una danza.
Tragué en seco y en las palmas de mis manos aparecieron mi par de tessens, intactos y relucientes, listos para la guerra. Al fin, algo de emoción. Los abrí con una mueca enseriada, admirando un poco mi reflejo entre el metal y el frío ambiente. Temía por mi vida, no tanto por mi vida como tal, más bien por lo que conllevaba que siguiera con vida. Aún así, esta vida me llevó hasta aquí por una razón: ser un mensaje.
Le pedí a Suri, desde donde sea que estuviese, que me ayudara a terminar lo que empecé. El destino de Kikuya era incierto para mí, pero también le pedí su intervención. Les haría sentir orgullosas.
La historia se repetía nuevamente. Kikuya perdió a su amado por la guerra. Ahora era mi turno.
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