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Una fascinación equivocada

Varios miles de años previos a la fundación de lo que más tarde se conocería como el planeta Tierra, se dio el memorable nacimiento de nueve estirpes célicas. Cada una de ellas estaba conformada por una gran cantidad de hermosos seres imperecederos, incorpóreos y en extremo luminosos. Dichos linajes tuvieron su origen a partir del sacrificio voluntario de Westerlund, una estrella hipergigante roja muy poderosa que residía a veinticinco mil billones de años luz de la Vía Láctea. Ella deseaba que existiese una amplia gama de formas de vida inteligente que poblasen todas las galaxias, así como las numerosas dimensiones paralelas que coexistían en el interior de dichas constelaciones. Por esa razón, no tuvo reparo alguno en ofrecer su inconmensurable energía para la creación de las bellas razas de entes polícromos que luego se encargarían de hacer florecer al multiverso con su ingenio inagotable.

Las nueve estirpes originales decidieron que la mejor estrategia para cumplir con su cometido era tomar rumbos separados. Después de una breve despedida, partieron sin mirar atrás, manteniendo una solemne promesa colectiva de jamás detenerse en su viaje creativo. Los célebres nombres de aquellas familias celestiales son recordados por algunas culturas aborígenes hasta el día de hoy: Bélamit, Dusvart, Rodzil, Yashmá, Blásiru, Gultainé, Kahelí, Vólongu y Tévatai. De estos inmarcesibles linajes, fue el último de ellos el que se hizo cargo de darle inicio a la frágil especie humana, así como a los demás seres que habitan en el tercer planeta del sistema solar. Una vez que completaron su magnífica obra en nuestra galaxia, los Tévatai dejaron tras de sí a cuatro poderosas criaturas únicas, conocidas en conjunto como los Jánaret. Estas se encargarían de vigilar que los asuntos de los hombres y del resto de los habitantes terrenos marchasen de manera correcta, sin disturbios o complicaciones significativas.

Por muchos años, la humanidad permaneció en un estado de armonía casi completa con su entorno. No había ningún tipo de amenaza que entorpeciera la cordial relación entre humanos, elfos, dragones, sílfides, Linvetsi, Orankel y demás variedades de entes que habitaban a lo largo y ancho del orbe. La exuberante belleza de la naturaleza y la abundancia de alimentos para todos contribuían a que los sentimientos egoístas o vengativos no tuviesen cabida en el mundo. Los escasos altercados que ocurrían se controlaban con rapidez y eficiencia. La maldad pura no existía en el corazón de ninguna de las especies, así que la erradicación de cualquier vestigio de alguna emoción oscura era una tarea bastante simple para los vigilantes.

Según las instrucciones que los Jánaret recibieron por parte de sus creadores, ninguno de ellos debía condicionar las interacciones entre dos seres de la misma especie o entre especies disímiles. No existían prohibiciones en cuanto al ámbito reproductivo, ya que el surgimiento de híbridos aportaría una mayor diversidad genética que enriquecería al planeta entero. El cuarteto de cuidadores debía respetar solo dos leyes esenciales: mantener la paz mundial a cualquier costo y no intervenir en el desarrollo de ninguno de los acontecimientos que no estuviesen relacionados con el cumplimento de la primera ley. Pero nadie se imaginaba que una sola acción equivocada por parte de uno de los guardianes planetarios sería el detonante de una irrevocable debacle terrestre. Desde ese desafortunado momento en adelante, las desgracias en la Tierra comenzaron...

Los protectores asignados por los Tévatai para cuidar de los terrícolas a menudo se manifestaban con el aspecto de magníficos animales cuyas proporciones eran descomunales. Lo hacían así porque las bestias eran las formas de vida que más le agradaban, tanto en apariencia como en comportamiento. Los Jánaret llegaron a ser reconocidos en todas partes con sus típicas figuras más imponentes: Írviga, el oso pardo; Fánok, el búho real; Láeki, el lobo gris; y Namtí, el tigre de bengala albino. Todos ellos se turnaban para efectuar viajes constantes entre los continentes y así mantenerse al tanto de los más pequeños detalles en cuanto al cumplimiento de su labor. No cesaban de vigilar muy de cerca cada una de las conversaciones, reuniones familiares, festividades y encuentros entre tribus. Su trabajo se cumplía a cabalidad, pues nada se escapaba de su atención. Gracias a sus incansables esfuerzos, nunca fue necesario que recurriesen al uso del único portal que los mantenía conectados con sus creadores.

No obstante, uno de los cuatro guardianes permitió que la extraña fascinación que solo él sentía por la raza humana lo distrajera de su misión. Desde el principio, los hombres y las mujeres le resultaban muy llamativos. No comprendía a cabalidad el motivo por el cual sus instintos le producían atracción hacia esa especie en particular, siendo que había muchas otras razas mucho más bellas y poderosas que aquella. Quizás era su gran capacidad de amarse entre sí lo que los distinguía de los demás. Aunque el afecto estaba muy presente en todas las especies, la humanidad lo demostraba con mayor frecuencia y de manera más clara. Írviga suspiraba de alegría cada vez que miraba a un orgulloso padre o una complacida madre con su bebé en los brazos. Él había contemplado cientos de veces el proceso natural para traer nuevos seres humanos a la existencia. A pesar de que no sentía nada en absoluto mientras miraba la apasionada escena, siempre se preguntaba por qué todas esas parejas se veían tan contentas después de que la actividad sexual llegaba a su fin. Por ello, tomó la decisión de averiguarlo por sí mismo.

El guardián adoptó la forma de un apuesto mancebo de piel lechosa y se hizo pasar por un nómada de nombre Áuritum, quien andaba en busca de una tribu que lo adoptase como suyo. No tardó en dar con un clan que residía entre las montañas de lo que se llegó a conocer como Escandinavia. Allí fue recibido con los brazos abiertos por la totalidad de la comunidad. Tras una alegre fiesta de bienvenida en su honor, se le concedió pasar la noche en una de las tiendas libres que se ubicaban en la zona más apartada de la aldea. En horas de la madrugada, Månen, una de las mujeres más jóvenes del pueblo, se introdujo con sigilo en los aposentos del recién llegado. Durante el festejo de recibimiento, ella no había apartado su negra mirada del joven nuevo. El anhelo y la luz en sus ojos siempre estuvieron acompañados de una amplia sonrisa. Ante tales muestras contundentes de interés romántico en él, Írviga correspondió las atenciones de la muchacha al devolverle miradas cargadas de sensualidad y múltiples sonrisas pícaras. Por dichas razones, no se sorprendió en lo más mínimo cuando la vio entrar a paso lento. Podía distinguir sus rasgos gracias al brillo tenue de una pequeña fogata que tenía encendida al lado de su lecho.

—Como ya lo sabes, mi nombre es Áuritum. ¿Cuál es el tuyo? —susurró con dulzura, curvando el lado derecho de su boca.

—Soy Månen. Espero que no te moleste que haya venido —contestó la chica, ruborizada y algo temblorosa.

—No me molesta para nada. Más bien me alegra mucho que lo hayas hecho. Acércate y ponte cómoda, por favor —le aseguró, extendiendo su brazo izquierdo en señal de invitación.

La joven obedeció de buena gana la sugerencia de su anfitrión. Se dispuso a sentarse junto a la fogata, del lado opuesto al que ocupaba el muchacho. Tras un largo rato de amena conversación entre ambos, la pelinegra se levantó del suelo, hizo una ligera reverencia, le dio la espalda y empezó a caminar. Era obvio que tenía la intención de marcharse, lo cual le desagradó mucho a Írviga. Él se incorporó con rapidez y corrió hacia ella. La sostuvo de las caderas con ambas manos al tiempo que le hablaba al oído en voz baja.

—No te vayas, te lo suplico. Quédate conmigo esta noche.

—Desearía quedarme, pero no puedo hacerlo. Si mi padre se da cuenta de que me escapé, seré castigada.

—Nada malo va a sucederte, te lo prometo. Por favor, no me dejes solo...

Acto seguido, el guardián besó repetidas veces el cuello de la muchacha con vehemencia, mientras sus fibrosos dedos delineaban los contornos del agraciado cuerpo femenino de su acompañante. No pasó mucho tiempo para que los temblores y los suspiros de ella se hiciesen más intensos... Fue muy sencillo para Áuritum el poner en práctica todo cuanto había estado observando por cientos de años en los intercambios eróticos de miles de parejas humanas. La inexperta Månen pudo relajarse y dejarse llevar sin problemas, pues ese atractivo joven desconocido parecía dominar las artes del amor a la perfección. Pero aquel agradable arrebato de mutua pasión se vería opacado luego del transcurso de un breve lapso, a causa de una espantosa desgracia que ninguno de los dos amantes podría haber previsto o tan siquiera imaginado.

Tan pronto como los dos enamorados alcanzaron el clímax, lo cual sucedió de manera sincronizada, la otrora sedosa piel de Månen se endureció. Toda su anatomía adquirió un estado de absoluta rigidez y temperatura glacial, cual si ella fuese una delicada escultura de hielo. No era capaz ni tan siquiera de parpadear. Los movimientos involuntarios como la respiración y los latidos se habían detenido. La única señal de algo con vida que aún permanecía en aquel delgado cuerpo desnudo era la sustancia viscosa grisácea que emanaba de las comisuras de su amoratada boca. Conforme el extraño caldo caía al suelo, miles de diminutas bolitas se iban formando en medio de este. Dichas esferas bailaban de un lado a otro, produciendo un sonido muy similar al de un sonajero con cada sacudida. Los días de aquella chica habían llegado a su final.

—¡Månen! ¿¡Puedes oírme!? ¿¡Qué es lo que te he hecho!? —clamaba Írviga, al tiempo que acariciaba con ambas manos el inerte rostro de la desdichada.

El guardián no sabía qué hacer para salvar a la inocente muchacha. Nunca antes había presenciado una escena tan macabra. Ese no era el resultado que los humanos obtenían cuando culminaba el acto sexual. "¿Acaso la he asesinado? Solo quería hacerla feliz... ¿Qué pasó?" se preguntaba él, en voz baja. Antes de que el sufrido hombre tuviese tiempo para pensar en una solución al problema, los globos danzantes se elevaron. Luego de unos segundos de permanecer flotando en el aire, todos se posaron despacio sobre la figura de la difunta. Una vez que cada centímetro de su epidermis estuvo cubierto por las oscuras bolitas, el cadáver se desintegró. Su lugar fue tomado por trescientas réplicas pálidas, translúcidas e intangibles de la que antes fuera una lozana mujer. Dichos espectros absorbieron una porción equitativa de las esferas a través de sus bocas, tras lo cual posicionaron sus rostros hacia el cielo y pronunciaron una sentencia contra Írviga al unísono.

—La desobediencia de uno se convierte en la desobediencia de todos. Por este acto de desprecio hacia tu identidad y hacia tu misión, el planeta entero tendrá que pagar un precio muy alto —declararon los furibundos espíritus.

Luego de eso, todas las figuras fantasmales excepto una salieron de la tienda y remontaron vuelo hasta que el guardián las perdió de vista. El ánima que permaneció a su lado se le acercó y lo besó en los labios. De inmediato, el muchacho sintió que se le iba el aire de los pulmones. Cuando estaba a punto de perder la consciencia por asfixia, la aparición reminiscente de Månen le habló al oído, como un rato antes lo había hecho él.

—Nada ni nadie recordará que exististe. Morirás y serás borrado de la memoria de todo ser viviente e inerte que se encuentra en la Tierra. Mas el castigo por tu error perseguirá a los terrícolas para siempre.

Luego de eso, Írviga se evaporó cual gota de agua bajo el sol incandescente, sin una oportunidad de pedir clemencia o al menos una explicación para semejante pronunciamiento nefasto. El espectro restante se unió a sus congéneres en las alturas, desde donde juntos comenzaron a lanzar uno a uno los globos movientes de manera aleatoria. Fue así como la superficie terrestre se llenó de semillas de maldad y los llamados Nocturnos dieron inicio a su viaje en busca de odio y rencor para nutrirse...

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