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Llamada del destino

La jovencita avanzaba a paso lento por en medio de una zona boscosa de denso ramaje casi marchito y muy espinoso. Sus pies mostraban múltiples arañazos y costras de barro endurecido. El ligero vestido que traía puesto había perdido su alegre tono dorado y ahora se veía como un simple harapo amarillento y grasoso. El suave castaño de su cabellera era irreconocible bajo aquella gruesa capa de tierra que llevaba encima. Además de algunos insectos rastreros, Olivia no había comido nada sustancioso en dos días y las fuerzas empezaban a flaquearle. Pero no podía detenerse ni un instante porque, de lo contrario, la manada de sabuesos que habían sido enviados en su búsqueda la hallarían de inmediato. Ella no estaba dispuesta a regresar al lugar que tantas pesadillas le había ocasionado. Prefería morir sola en mitad de la nada que vivir una vida atormentada al lado de su tío paterno, el respetado barón Arthur von Rothschild.

Tras el brutal asesinato de sus padres a manos de unos forajidos, la niña fue adoptada por aquel hombre que fingía adorarla cuando estaban ante la mirada pública, pero que la denigraba tras las puertas de la suntuosa casa en que vivían. Lejos de tratarla como a una hija, el hombre la insultaba y la obligaba a permanecer encerrada en su habitación todos los días. La única compañía que tenía era la que recibía de la institutriz que la visitaba todas las mañanas. La chica se había acostumbrado a vivir de esa manera y podría haber aguantado mucho más tiempo al lado de su tío si este no hubiese adquirido el hábito de abofetearla y empujarla mientras estaba ebrio. "¿Por qué Molly nunca quiso estar conmigo? ¿Qué tenía de especial el imbécil de Jake? ¡Maldición!" pensaba el tipo para sus adentros mientras agredía a su sobrina. Nunca pudo superar el hecho de que la madre de la chiquilla hubiese elegido a su hermano en vez de él, siendo el primero un pobre diablo sin fortuna, al menos desde su rencoroso punto de vista.

El más traumático de todos los oscuros episodios con su tío aconteció durante la noche en que la muchachita logró huir de la mansión.

—Cada día que pasa, comienzas a parecerte más y más a Molly. Quizás no haya sido tan mala idea traerte conmigo después de todo —espetó el hombre con sorna, mirando a Olivia de arriba abajo.

Arthur se acercó a la joven, la sostuvo de ambos hombros y la besó en los labios. La chica empezó a sacudir la cabeza con fiereza y apartó su rostro tanto como le fue posible, al tiempo que pateaba al hombre en la entrepierna con todas las fuerzas de que era capaz. El tipo cayó de rodillas en el piso, rabiando de dolor. Mientras este se retorcía e intentaba reincorporarse, la niña corrió a toda velocidad hacia la amplia sala para recibir a las visitas y se abalanzó por una de las ventanas laterales, la cual siempre estaba abierta de par en par. Aunque se lastimó un brazo al caer, no se detuvo a lamentarse, sino que aceleró su paso aún más que antes. Solo paró para recuperar el aliento mientras trepaba por las enredaderas abrazadas a los altos muros que circundaban la residencia. Una vez que estuvo afuera de la propiedad, siguió corriendo hacia el arbolado aledaño, sin pensar en un rumbo determinado.

Las cucarachas, los gusanos y algunos otros bichos que se refugiaban en los troncos huecos se convirtieron en su única fuente de sustento desde que había conseguido escaparse de las garras de su desequilibrado tío. Y le agradase o no, debía beber el agua lodosa de los charcos que hallaba de vez en cuando para no perecer por causa de la deshidratación. Luego de esos dos días de vagar por la desolada espesura, las esperanzas de Olivia se estaban apagando. Ella, en su ingenuidad, había pensado que quizás se toparía con alguna persona que le diese refugio y la ayudase a encontrar un trabajo para valerse por sí misma. Nunca pensó que terminaría extraviada, con hambre y frío, sin hallar un solo lugar en donde pudiera sentirse segura. Su voluntad para seguir avanzando era casi nula. Tenía los músculos adoloridos y le costaba mucho trabajo respirar. Sintiéndose derrotada y agotada, la chica decidió quedarse a dormir junto a un enorme roble. "Ojalá que, cuando abra los ojos de nuevo, esté junto a mis padres. ¡Cuánto los extraño!", monologaba entre sollozos, justo antes de sumirse en un profundo sueño.

Muy cerca de allí, un jovencito deambulaba en busca de leña para llevar a su pequeña guarida, la cual se ubicaba a unos cinco kilómetros de aquel sitio. Gabriel ya estaba muy acostumbrado a caminar toda la distancia que fuese necesaria con tal de obtener las cosas que necesitaba para subsistir. Vivía solo desde que tenía diez años de edad, por lo cual no se amedrentaba con facilidad. Había aprendido a fabricar rudimentarias trampas para atrapar animales pequeños y sabía distinguir las plantas comestibles de las venenosas. Además, cada tres días iba al pueblo para buscar algún empleo temporal que le proveyese un poco de dinero. A pesar de que sus ganancias eran muy reducidas, la buena administración que él les daba multiplicaba su valor. Aunque ciertos lugareños se burlaban de su ropaje sencillo y desgastado, el muchacho no permitía que eso lo desanimara. La idea de volver reunirse con sus familiares, quienes tuvieron que huir hacia Francia por motivos políticos, lo mantenía luchando día tras día. Él sabía que sus padres no lo habían dejado abandonado por voluntad propia, sino que sus perseguidores los forzaron a hacerlo. Por esa razón, siempre trabajaba muy duro y nunca se daba por vencido.

Cuando ya consideraba que había reunido suficientes leños para los siguientes dos días, Gabriel dio media vuelta y comenzó a caminar de regreso. Avanzaba a paso lento, con una sonrisa de oreja a oreja estampada en su rostro, silbando una vieja melodía popular. No tenía razones para preocuparse, puesto que ya tenía suficiente comida y acababa de conseguir madera para cocinar y mantenerse caliente durante la noche. Sin embargo, su tranquilidad se vio interrumpida en cuanto escuchó un extraño sonido gutural a sus espaldas. Se detuvo en seco y aguzó el oído. Aquel desagradable ruido se repitió varias veces, pero el causante del mismo no se acercaba ni se alejaba de él. Entonces, el joven decidió ir a investigar. Con cada paso que daba, más fuerte era la intensidad del sonido desconocido. Un minuto después, su angustia se disipó casi por completo al caer en cuenta de que el ruido era producido por los ronquidos de una frágil muchacha dormida al pie de un árbol. Se acercó hasta adonde estaba ella recostada y le sujetó el brazo izquierdo con su mano derecha. La sacudió un poco, sin ser brusco, para despertarla.

—¿Mamá? ¿Papá? ¿Son ustedes? —fueron las palabras que pronunció Olivia, aún sin abrir sus ojos.

—Mi nombre es Gabriel. ¿Cuál es el tuyo? —contestó el chico, haciendo un esfuerzo para sonreírle de manera relajada.

La muchachita se tensó de pies a cabeza enseguida. Su verdosa mirada se posó en el semblante algo contrariado de él. Ella frunció el ceño y se encogió como si tratase de cubrir su vientre con ambas piernas. Colocó sus brazos alrededor de sus extremidades inferiores, envolviéndolas con fuerza.

—¿¡Qué quieres de mí!? ¿Te envió mi tío? —inquirió la chica, casi gritando, en tono desafiante.

Gabriel no tenía ni idea de qué decirle para no asustarla más de lo que ya estaba. No se conocían en absoluto, por lo cual era comprensible que ella se mostrase a la defensiva ante un extraño que se le acercaba tanto como él lo había hecho. Y dado que la veía tan sucia y lesionada, deseaba ayudarla. Por ello, creyó que sería mejor para ambos si él le hablaba con la verdad desde el principio. Si le mentía, de seguro ella se alejaría y no le permitiría socorrerla. Respiró profundo y le habló con suavidad.

—No tengo nada que ver con tu tío. Ni siquiera sé quién es él o quién eres tú. Vivo solo en una pequeña cabaña que está más o menos cerca de aquí. Pasaba por esta zona en busca de leña para cocinar cuando escuché un ruido, así que me acerqué para ver qué estaba sucediendo. Roncabas muy fuerte, ¿sabes? Por eso te desperté. Y según puedo ver, no estás muy bien que digamos. ¿Me permitirías ayudarte?

Olivia temblaba ante la posibilidad de que aquello se tratase de un terrible engaño para aprovecharse de ella y hacerle daño. Por un lado, deseaba aceptar la oferta del chico, ya que su estómago gruñía con violencia y le dolía todo el cuerpo debido al cansancio y al frío. Por otro lado, la asustaba pensar que ese amable joven en verdad estuviese del lado de su tío. No sabía qué hacer ni cómo debía contestarle.

—Sé que tienes mucha hambre, no soy sordo. No has parado de tiritar desde que te despertaste y estás descalza. Tu vestido y tu cabello están cubiertos de barro. Es obvio que algo anda mal, pero no te obligaré a decirme lo que te sucedió. Lo único que quiero es darte una mano para que te sientas mejor y así puedas continuar con tu camino después. ¿Qué dices?

La cálida mirada avellanada que Gabriel mostraba mientras hablaba terminó por convencer a la muchacha de aceptar la oferta que le hacía.

—Está bien, acepto. Pero primero dime, ¿qué es lo que quieres a cambio?

Las comisuras de la boca del joven se curvaron hacia abajo en una mueca de disgusto, al tiempo que arqueaba su ceja izquierda.

­—Jamás pido nada a cambio cuando se trata de ayudar a otros. Está claro que necesitas comida y un lugar en donde asearte. Tengo ambas cosas, así que... ¿por qué no habría de compartirlas contigo? Lo único que quiero es que te pongas bien, hablo en serio. Sé lo que es verse forzado a huir y esconderse, lo que es tener hambre, sé cómo se siente caminar con miedo. Te entiendo más de lo que crees, y es por eso que quiero darte una mano.

La chica bajó la mirada y se mordió el labio inferior. Aquellas palabras no solo la habían conmovido sino que también le habían confirmado que el muchacho no tenía malas intenciones.

—¡Muchas gracias! Yo... no sé... qué más decirte...

—Me basta con saber cuál es tu nombre. ¿Es eso posible?

—Sí, lo es. Me llamo Olivia.

—Encantado de conocerte, entonces. Es un nombre muy bonito, por cierto.

Sin dejar de sonreír, Gabriel se irguió y le ofreció su palma derecha abierta a la chica, para que esta la tomara y la utilizara como punto de apoyo para levantarse del suelo con mayor facilidad. Ella extendió su tembloroso brazo derecho y tomó la áspera mano de él. Una vez que estuvo de pie, Olivia pudo observar mejor los rasgos faciales de su buen samaritano, mientras empezaban a caminar lado a lado. Le sorprendió que fuera tan joven como lo era ella. Tenían el mismo tono de castaño en sus lisas cabelleras y la misma palidez en la piel. "Podríamos ser hermanos," pensaba ella para sí. Esa tonta idea repentina contribuyó a que por fin lograra tranquilizarse.

—Ya está a punto de anochecer. Sería bueno que nos diéramos prisa. No es muy seguro caminar por acá cuando está oscuro. Dame tu mano, por favor. Podré guiarte con mayor facilidad y no te quedarás rezagada —propuso él, ofreciéndole de nuevo su palma abierta.

—De acuerdo. Pero te advierto que no soy muy rápida.

—No hay problema. Haré lo posible por avanzar a tu ritmo.

Dicho eso, la jovencita se asió con firmeza de la mano del chico una vez más. Conforme se desplazaban por el bosque, Olivia no podía dejar de pensar en la suerte que había tenido al encontrarse con Gabriel. Cuando creyó que moriría allí mismo, sola y triste, apareció él para auxiliarla. Era un suceso casi milagroso y muy afortunado. Dejó de inquietarse por lo que sucedería al día siguiente y se concentró en disfrutar de aquel instante de paz que le brindaba su bondadoso salvador. Ya se las arreglaría de alguna manera.

Transcurrieron unos treinta minutos de caminata vigorosa, tras los cuales la chica tuvo que detenerse para descansar, pues sus escasas energías estaban a punto de acabarse. En ese momento, el chico recordó que traía consigo su vieja bota.

—Toma, bebe esto. Es agua y ya debe estar algo tibia, pero te hará mucho bien —afirmó el muchacho, al tiempo que se descolgaba una pequeña bolsa de cuero de su cuello para entregársela.

—Te lo agradezco mucho. ¡Me muero de sed!

La chiquilla sorbió aquel cálido líquido con desesperación. Después de haber tenido que acostumbrarse al sabor fangoso del agua en los charcos, esa agua, aunque no estaba fría, le supo deliciosa. Tan pronto como hubo terminado de beber, Olivia le devolvió su bota al chaval, quien se inclinó hacia adelante, a manera de reverencia. Ese gesto le sacó una sonrisa a la joven.

—¡Por fin sonríes! Eso es bueno. Creí que nunca lo harías.

Antes de que ella pudiera decirle algo al respecto, una inusual lluvia torrencial comenzó a caer de forma repentina. Ambos tuvieron que correr como locos a buscar un árbol donde guarecerse. Para su mala suerte, no había ninguno con suficiente follaje para cubrirlos del aguacero. A Gabriel no le molestaba mojarse, pero sí le preocupaba mucho que su leña se echase a perder. Toda la madera que cargaba en la alforja sobre su espalda ahora quedaría empapada y, por lo tanto, inservible. Cerró los ojos, dejó escapar un suspiro de frustración e inclinó el rostro, sintiéndose muy desalentado.

—¡Gabriel, mira esto! ¡La lluvia no nos está mojando! ¡Esto es increíble! —exclamó Olivia, entre risas nerviosas.

El chico abrió los ojos como platos cuando constató la veracidad de las disparatadas declaraciones de su acompañante. Ni una sola gota de agua tocaba sus cuerpos, tal y como si un campo de fuerza los circundase y estuviese repeliendo aquel chaparrón. Los jóvenes contemplaban aquel fenómeno con una expresión idiotizada en sus caras. Y por si esa anomalía fuese poca cosa, la tierra sobre la que se hallaban de pie adquirió una tonalidad naranja y empezó a calentarse. La silueta de una gran flama refulgente se dibujó en el suelo por sí sola. Justo en ese momento, Olivia tomó la mano derecha de él con su mano izquierda de manera instintiva, pues ese gesto la calmaba y la hacía sentir menos pavor. En cuanto sus palmas entraron en contacto, un brillo semejante al de la llama sobre la tierra las envolvió.

—El pacto de fuego ya se ha realizado —clamó una potente voz procedente del cielo.

Acto seguido, un relámpago cayó frente a ellos y los derribó, dejándolos aturdidos durante varios segundos. El aguacero cesó de inmediato, tan rápido como había iniciado. En cuanto los chicos pudieron reincorporarse, la primera reacción de Olivia fue la de soltar un agudo grito.

—¿¡Qué le pasó a tu cabello!? ¡Tienes muchos mechones rojos!

Con el ceño fruncido, Gabriel giró la cabeza y miró hacia donde estaba ella.

—¿En serio? Ahora que lo mencionas, ¡tú también los tienes!

La muchacha se llevó las manos a la cabeza y se palpó los cabellos. Ya no estaban cubiertos de barro seco, sino que se sentían sedosos y limpios. Tomó uno de sus largos mechones y lo colocó frente a sus ojos. Hebras de tono castaño se entremezclaban con las rojizas a la perfección, cual si ella hubiese nacido con esa llamativa combinación de colores. El asombro que le produjo el cambio en su cuero cabelludo se vio opacado enseguida, pues la marca que tenía en su palma izquierda la impulsó a gritar de nuevo.

—¿¡Qué es esto que tengo en mi mano!? —espetó ella, temblando de pies a cabeza.

El chico revisó sus manos de inmediato. Todo el aire contenido en sus pulmones se le escapó en cuanto confirmó que él también portaba la misma marca flamígera de Olivia, pero él la tenía en su mano derecha.

—El pacto de fuego se ha realizado —repitió la misma voz poderosa de antes.

Ambos miraron hacia arriba al mismo tiempo. De entre las nubes empezó a descender muy despacio un objeto vítreo transparente que cayó justo en frente de ellos. Ninguno de los dos se atrevía a tocarlo, pero no podían quitarle los ojos de encima.

—¿Qué haremos con esto? ¿Lo tomamos o lo dejamos aquí? —inquirió Olivia, casi susurrando.

—Creo que deberíamos llevarlo con nosotros, pero tengo miedo de tomarlo.

—¿Qué te parece si lo levantamos juntos? Si algo raro sucede al tocarlo, al menos nos sucedería a los dos.

—Eso suena bien. Hagámoslo, entonces.

Usando cada quien su mano marcada, los chicos cerraron los ojos y levantaron el objeto desconocido del suelo. Después de unos breves instantes, pudieron respirar tranquilos, pues se dieron cuenta de que nada anormal les había ocurrido. No obstante, a unos pocos metros de distancia, un majestuoso tigre de bengala blanco de diez metros de longitud los escrutaba con su áurea mirada...

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