Juntos una vez más
Centenares de lúgubres escenarios rondaban los pensamientos de Cedric desde el fatídico instante en el que Nahiara había tomado el control de su organismo a través del juvenil cuerpo de Dahlia. El príncipe era incapaz de abandonar el espantoso trance ocasionado por la descomunal energía maligna nacida de la corrupta alma de la emperatriz. Una pesadilla tras otra, en eso se había convertido la frágil existencia del otrora lozano primogénito de los Taikurime. Ni siquiera era dueño de sus propios pensamientos, pues una sustancia venenosa proveniente de las entrañas de los Soldados Plomizos le era transfundida con cada beso letal de la oscura dama. Todo ello ocasionaba unas reacciones muy extrañas en su interior. Dicho veneno no dejaba de producirle cientos de dolorosas descargas eléctricas que nublaban su mente por completo.
El único instante de lucidez en medio de su desgracia se había producido cuando Sóturi lo había purificado de manera temporal para que él se encargase de enviar la última parte de la esencia de la joven Woodgate a un sitio seguro, fuera del alcance de La Legión. Entre sus múltiples cualidades se encontraba la capacidad de establecer puentes de comunicación entre las tres dimensiones terrestres por periodos cortos, sin necesidad de tocar el velo dimensional para lograrlo. De esa forma, ni Galatea ni tampoco su gran señora podrían rastrear el paradero del valioso cubo esencial. De no haber sido por la contribución del muchacho, no hubiese quedado vestigio alguno de lo que fueron las memorias o la verdadera personalidad de la inigualable Dahlia.
Cedric había recibido un alentador mensaje en aquella ocasión. "Aun cuando sientas que ya no puedes soportar más tu dolor, la cálida luz del corazón de mi ama te mantendrá con vida hasta la llegada de las huestes lunares. No serás abandonado". Las hermosas palabras del Ave Argéntea hubiesen resultado incomprensibles para él si no hubieran ido acompañadas de un suave piquete justo en mitad de su pecho. Una acción tan simple como esa le permitió visualizar, por un instante, la imagen del rostro sereno de Bianca junto a cientos de criaturas de todas las razas y linajes conocidos en la Tierra. Aunque el príncipe no conocía a la muchacha, había algo en su mirada inocente que le recordaba de inmediato a Dahlia. Y no había nada ni nadie capaz de infundirle más valor y fortaleza al Taikurime que su amada niña de dorados cabellos.
Por si eso en sí mismo no tuviese suficiente peso para animarlo a resistir, una minúscula parte de la energía de la Linvetsi permanecería oculta en las partes más recónditas del cuerpo del mancebo, lo cual impediría que fuese aniquilado a causa del debilitamiento físico absoluto al cual estaba siendo sometido. Aquella partícula purificadora mantendría al alma de Cedric en su debido lugar por largo tiempo. Gracias a esta medida, las probabilidades de éxito del anhelado rescate que se planeaba llevar a cabo mediante las inigualables fuerzas del ejército del duque Savaelu serían bastante grandes. El atormentado príncipe solo debía esperar unos pocos días más para ver el dichoso cumplimiento de la promesa de Sóturi. Los Tévatai estaban a punto de reunirse y con ellos vendrían todos los medios necesarios para dar inicio a la batalla y a la misión de rescate. La impresionante abnegación del joven sería recompensada con creces, de todas las maneras posibles...
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Olivia y Gabriel mostraban la misma expresión catatónica en sus rostros desde el instante en el cual habían llegado a su destino. Ninguno de los dos chiquillos se atrevía a preguntar nada, pero sabían que alguna nueva instrucción por parte del portentoso tigre de bengala llegaría en cualquier momento. Era como si esperasen por el veredicto del juez en la corte, con la misma quietud de una roca. Namtí se había detenido en seco tan pronto como se encontró ante la negrura del insondable despeñadero de Mahvan. En cuanto sintieron el vigoroso movimiento de la cola del gigantesco animal sobre sus espaldas, ambos jóvenes comprendieron que debían abandonar la seguridad de los lomos del mismo. Y si esa indicación ya los había puesto nerviosos, la siguiente indicación de seguro les erizaría la piel en un santiamén.
Todos los habitantes de la dimensión gris sabían muy bien que no debían aventurarse más allá de los límites establecidos por ese sobrecogedor lugar frente al que ahora se hallaban los tres compañeros. No había nada después de ahí o, si acaso lo había, no se trataba de algo diseñado para ser contemplado por los curiosos ojos de los seres humanos. Ninguno de los poquísimos imprudentes e ilusos hombres y mujeres que se habían atrevido a desafiar las numerosas advertencias sobre el peligro de acercarse a ese sumidero había podido regresar para contar sus hazañas. Aquel abismo se hacía respetar por el simple hecho de existir. Quien desobedeciese la ley tácita de no cruzarlo, se atendría a las funestas consecuencias. Se trataba de una muerte casi segura, pues una caída en medio de las fauces de semejante coloso sin un fondo visible no podía augurar algo distinto para ninguna de las criaturas no voladoras.
Sin embargo, según las instrucciones que le habían sido dadas al Jánaret, era justo ahí en donde debían estar tanto él como sus distinguidos acompañantes. Una leve pulsación del terreno y un susurro casi inaudible eran los indicadores del curso a seguir para los tres viajeros. El instinto del guardián no podía estarlo engañando. El llamado de su ama viajaba a través de esa profunda cavidad en el terreno. La voluntad del planeta los estaba esperando desde hacía tiempo con creciente impaciencia. Ellos eran el último pilar por colocar en la base de las tropas bajo el mando del enigmático Savaelu, quien era uno de los mayores aliados estelares de las criaturas terrestres. Los dos Tévatai allí presentes estaban listos para realizar aquel espeluznante salto sin reparos, pero no se podía decir eso mismo de sus inexpertos portadores humanos. La fijeza de sus miradas perdidas, ininterrumpidas por parpadeos, mostraba el miedo albergado en sus corazones. El felino percibía aquellos temores con solo olfatear el aroma en la transpiración de los muchachos, pero no podía dejar que eso los detuviera, por lo cual fue directo al grano en las indicaciones para ellos.
—Chicos, solo podremos cruzar el umbral si saltamos hacia el abismo uno por uno. Yo seré el último en entrar, para así cuidarles la retaguardia mientras tanto. ¡Apresúrense, se nos acaba el tiempo!
Olivia se quedó en completo silencio, intentando respirar profundo para calmar sus nervios. Mientras tanto, todo lo contrario estaba sucediéndole a Gabriel. Él no fue capaz de contener el torbellino de fuertes sensaciones desatado por esas palabras de la bestia. Se vio en la necesidad de materializar en palabras lo que pasaba en el interior de su abrumada mente.
—¡Esto tiene que ser una broma, no puedes estar hablando en serio! Ni siquiera sabemos qué rayos hay en ese lugar... Además, ¿ya viste la altura de esto? Deben ser varios kilómetros en caída libre. ¿¡Cómo esperas que obedezca semejante disparate!?
Namtí ni siquiera se inmutó ante la declaración casi furibunda del muchacho. Con mucha calma, al tiempo que exhibía la juguetona sonrisa tan característica de él y una mirada pacífica, se acercó un poco al sitio en donde se hallaba el chico. Luego de guiñarle el ojo izquierdo, le dio un leve pero firme empujón con la cola justo en medio de la espalda. A Gabriel se le escapó un potente grito desde lo más profundo del alma al percatarse de la realidad: estaba cayendo a toda velocidad en dirección al fondo del precipicio. Olivia se puso pálida cuando escuchó el alarido del chico. Sus piernas temblaban un poco y estaba mareada, pero no podía quedarse ahí de brazos cruzados. Sin pensárselo mucho, la muchacha tomó impulso y saltó al vacío, con los brazos extendidos y los ojos bien cerrados. Unos segundos después, el Jánaret se les unió en la travesía, feliz de no haberse visto en la obligación de empujar a la jovencita también.
Ninguno de ellos se hubiera imaginado la gran utilidad de cada una de las prendas que traían puestas hasta ese preciso momento. Apenas entraron en contacto con el aire frío expulsado por la enorme boca abierta del despeñadero, las capas sobre sus hombros parecieron adquirir vida propia. Las puntas inferiores de las mismas se adhirieron a los talones de las botas como si estuviesen bien engomadas. La tela especial de los mantos se estiró hasta alcanzar un tamaño varias veces mayor que el de sus portadores. Ya no estaban cayendo en picada, sino todo lo contrario. Estaban flotando en el aire cual si fuesen unas livianas esporas de diente de león. No supieron, a ciencia cierta, cuándo sucedió, pero sus alrededores empezaron a tomar un leve matiz luminoso blanquecino, el cual les permitía distinguir mejor las siluetas de los múltiples objetos y de los seres agolpados a su alrededor.
Lejos de ser un enorme abismo sin ningún habitante dentro, como pensaban antes de ingresar allí, las vastas paredes del lugar pululaban de criaturas bioluminiscentes diminutas, cuyos cuerpos eran esféricos y estaban llenos de brazos filamentosos. Dichas criaturas estaban alojadas en el interior de unas pequeñas celdas hexagonales hechas de turmalina. El espacio en ellas era de cinco centímetros de anchura y de longitud por dos centímetros de profundidad. Dichas habitaciones estaban pegadas las unas a las otras, como si de un gran panal de abejas se tratase. Los minúsculos entes habían comenzado a batir sus numerosas extremidades en perfecta sincronía en cuanto los jóvenes y el tigre cruzaron la delgada membrana que marcaba el límite entre el mundo exterior y los desconocidos dominios de Mahvan. Miles de voces humanas, tanto masculinas como femeninas, emanaban de esos seres a través de la agitación de los hilos orgánicos a su alrededor.
—¿Quiénes son ellos? ¿Por qué razón no se han transformado aún? ¿Vienen a rescatarnos? ¿Cuál es su objetivo al venir acá? —inquirían todas a gritos, tratando cada una de hacerse escuchar por encima de las demás voces.
Aquella extraña algarabía inquietó en sumo grado a ambos chicos, pero no podían quedarse para averiguar algo acerca del origen de esas criaturas y del significado de sus declaraciones. No eran capaces de detener o cambiar la trayectoria del descenso o de siquiera hablar en medio de semejante situación. La creciente ansiedad ocasionada por la incertidumbre en lo concerniente a su destino no les permitía pensar con claridad. Aunado a ello, la inmensidad del entorno circundante los hacía sentirse muy vulnerables. Esa mezcolanza de emociones fuertes bloqueaba en ellos cualquier impulso de responderles a los misteriosos entes. Para colmo de males, si los chiquillos volteaban a mirarlos por más de cinco segundos, comenzaba a formarse una sombra cobriza susurrante en torno a sus cabezas. "Sigan adelante. No los escuchen, por favor", les indicaba el delicado murmullo. Y ambos le obedecieron sin chistar. Se trataba de una petición por parte de los dueños de las segundas conciencias alojadas en sus cabezas. Seguro que ellos entendían mucho mejor todo aquello, por lo cual los niños decidieron no oponer resistencia de ningún tipo.
Varios minutos más tarde, las luces de las criaturas y sus continuos clamores por fin cesaron. Dicha ausencia le cedió el paso a un asfixiante mutismo y a una densa penumbra. No había manera de decir cuál era el cielo, el suelo o las paredes en medio de aquel recóndito mundo tan aislado de todo resplandor natural. Su lento descenso resultaba exasperante y les generaba un mayor grado de nerviosismo. El repentino repliegue de sus capas fue el único indicador de que habría un cambio en el escenario. No pudieron ver ni un diminuto atisbo de la gigantesca ola frente a sus rostros hasta el momento en el que esta los impactó de lleno. La misma nube cetrina de antes seguía rodeando las cabezas de ambos jovencitos, evitando así que el líquido circundante les entrara a través de las fosas nasales o de la boca. A su vez, los trajes especiales mantenían sus cuerpos secos y a una temperatura adecuada, pues el fluido del oleaje estaba sumamente caliente. Hubiesen sufrido quemaduras muy graves en toda la piel si no hubieran contado con la protección de aquellas prendas elaboradas a la medida por las talentosas manos del gran diseñador Harland Sawyer.
A pesar del movimiento y de la fiereza de las ondas en la masa acuosa, el silencio continuó con su reinado. El labio inferior de Olivia retemblaba, su garganta se sentía rasposa y algunas lágrimas se le escapaban de las cuencas sin su consentimiento. Por otro lado, Gabriel no cesaba de dar alaridos pidiendo auxilio, pero ninguno de estos podía ser escuchado, ni siquiera por él mismo. El sitio en donde se hallaban parecía estar hecho de la esencia misma del silencio más puro. Nada podía romper la quietud absoluta de aquel desolado santuario. El propio Namtí se sentía un tanto atemorizado. Allí no les harían daño alguno, sino todo lo contrario. Él sabía todo eso con total certeza, pero no podía ignorar la sensación de temor casi reverente que le inspiraba el hecho de hallarse por primera vez dentro de los imponentes dominios de la voluntad de la Tierra.
Tras una larga y agónica espera, el furibundo oleaje se detuvo por completo. Los tres viajeros fueron depositados sobre una superficie lisa y fría de tonalidad blanca, la cual emitía un débil halo de luz parpadeante. El tigre comprendió al instante que ese era el camino a seguir de ahí en adelante, ya que la melodiosa voz de su ama provenía de ahí y no paraba de llamarlo. Con increíble rapidez, se aproximó a los cuerpos dormidos de los muchachos y los zarandeó un poco para que se despertaran. El miedo prolongado había consumido tanto sus fuerzas que no pudieron evitar caer rendidos ante el sueño. El Jánaret no estaba molesto con ellos por eso, es más, le parecía muy apropiado que descansaran. Los acontecimientos venideros de seguro los desgastarían aún más en todos los sentidos imaginables. Una pequeña siesta no estaba de más.
—¡Chicos, vamos! Súbanse a mi lomo otra vez. Debemos continuar avanzando. Ya vendrá el momento para descansar. ¡Apresúrense!
Olivia se incorporó despacio en cuanto escuchó la voz de la bestia. Tenía náuseas y unos enormes deseos seguir ahí tumbada, pero el extraño sentido del deber que había despertado en su corazón desde el inicio de esa loca travesía la impulsaba a luchar. Por desgracia, no podía decirse lo mismo acerca de Gabriel. El chico se resistía a moverse del sitio en donde yacía recostado boca abajo, a pesar de la insistencia del felino. La muchacha le hizo un ademán al animal, dándole a entender que ella se encargaría del asunto. No hubo protestas de su parte. Acto seguido, la pequeña dama se acuclilló al costado derecho del remilgoso varón, quien seguía quejándose aún más que antes. Lo sujetó con ambas manos para voltearlo y colocarlo boca arriba. Mientras la miraba con extrañeza, ella se agachó hasta quedar casi pegando su nariz contra la de él.
—Si no te mueves ahora mismo, prometo abofetearte hasta hacer que tu cara quede irreconocible. ¿Lo has entendido? No tenemos tiempo para jugar a los niñitos indefensos. Compórtate como un verdadero guerrero, eso es justo lo que tú y yo somos ahora. ¡Muévete!
Namtí no supo si fue la fiereza en la expresión facial o el tono enérgico en la voz de la chica lo que obligó al jovencito a incorporarse de un salto, pero no pudo evitar reír a modo de aprobación. En cuanto sus dos acompañantes humanos estuvieron bien colocados en sus posiciones, el mamífero empezó una carrera a toda velocidad a través del camino luminoso desde el cual estaba recibiendo el llamamiento ininterrumpido del ente protector del planeta. En menos de lo que tardan tres parpadeos, se vislumbraban los bordes de un inmenso círculo cubierto por un ligero telón flotante, hecho de tela pálida. Esta se encontraba situada al final de la callejuela brillante, la cual destacaba mucho entre el sombrío panorama reinante en los alrededores.
—Apenas crucemos al otro lado de aquella cortina, no pronuncien ni una sola palabra, ¿entendido? El alma del planeta no necesita escuchar sus voces para conocer sus pensamientos. Escuchar cualquier sonido que no sea producido por ella le ocasiona un gran dolor físico. No queremos causarle ninguna molestia a un ser tan magnífico, claro está. Ya lo saben: silencio absoluto —declaró el Jánaret, muy solemne.
El dúo de adolescentes indicó, con un ligero movimiento de sus cabezas, su anuencia a obedecer. Unos instantes más tarde, el grupo por fin atravesó el umbral custodiado por el vaporoso telón. Ante sus atónitos ojos se encontraba una amplia habitación curvada en cuyas paredes titilaba una incontable cantidad de joyas de todas las formas y tamaños imaginables. Una criatura cuyo cuerpo lucía como el de una mujer humana los estaba esperando de pie sobre un colosal dodecaedro de nácar flotante. Tanto sus gráciles brazos como su tórax estaban recubiertos por unas chispeantes llamas de tono azul. En cuanto al resto de su cuerpo, una espesa masa de fuego ambarino la envolvía desde el abdomen hasta los dedos de los pies. Su tersa piel cobriza no sufría deterioro alguno a causa de las flamas, sino que estas parecían estar dándole muestra de afecto. Una larga cabellera dorada, muy lisa y resplandeciente, terminaba de adornar la impresionante apariencia de la voluntad de la Tierra.
Con un ademán de súplica, el ente celestial le dio a entender a Olivia que debía entregarle el valioso recipiente bajo su cuidado. Ella no dudó ni un momento en hacerlo. Lo sacó con sumo cuidado del interior de su bota izquierda y se lo colocó en las manos a la dama, quien empezó a mecer aquella semiesfera cristalina como si de su primogénito neonato se tratase. Su mirada de zafiro no se apartaba de la sustancia transparente y gelatinosa que estaba dentro. Acto seguido, la fémina levantó el receptáculo de vidrio y lo puso en frente de sus labios. Inhaló y exhaló en tres ocasiones, muy despacio. Después de eso, cerró los ojos e ingirió todo el viscoso brebaje poco a poco. Parecía estar disfrutando mucho del sabor de aquella sustancia.
Mientras esperaban por nuevas instrucciones de la dama, los dos muchachos estaban de rodillas sobre la espalda de Namtí. Por alguna razón desconocida, las patas y la cola del felino tenían un nimbo anaranjado cubriéndolas, en tanto que su torso y su cabeza tenían un revestimiento distinto. La nube camaleónica que los cubría alternaba su coloración entre dorado y plateado. Olivia estaba sosteniendo la mano derecha de Gabriel. Él no dejaba de mirarla de reojo, intentando ocultar sus terribles nervios. Ninguno deseaba arruinar la ceremonia, incluso si era de manera accidental. Ambos lucían sudorosos y tensos al presenciar semejante acontecimiento. Tras un extenso periodo de zozobra, el alma del planeta abrió de nuevo sus ojos y murmuró unas palabras ininteligibles para los jovencitos humanos, pero que eran completamente claras para las conciencias de los Tévatai allí presentes.
—Vuelve a la vida, oh amada hija de la luz. Despierta ya de tu sueño y ayúdanos en la batalla venidera.
Justo después de terminar la frase, la fémina se dobló hacia el frente y puso sus extremidades superiores extendidas junto a sus caderas. A través de su boca comenzó a fluir una sustancia algo verdosa, muy brillante, la cual no se dispersaba, sino que permanecía bastante compacta en un punto definido del suelo. Conforme iban saliendo mayores cantidades del brebaje, más sencillo resultaba distinguir la forma que se iba formando abajo. Una figura de atributos humanos, muda e inmóvil, reposaba sobre la superficie a los pies de los espectadores. Apenas concluyó con su tarea anterior, el corazón del planeta se dispuso a recostarse al costado de la misma. Con delicadeza, colocó las manos sobre la cabeza de su creación. Dicha acción obligó a la figura a proferir un fuerte grito y la hizo ponerse de pie. Ya no era una estatua verdosa, como al principio. Ahora era una mujer de tez blanca, grandes ojos verdes y cabellos rojos acomodados en lustrosos rizos.
—Bienvenida de nuevo a la vida, hermosa Déneve. Me da mucho placer haberte traído de vuelta —anunció la imponente dama, utilizando esta vez un lenguaje comprensible para los seres humanos.
La madre de Dahlia estaba sumamente desconcertada. La última imagen en su memoria era del rostro de su hija, pálido y cruel, con una fría mirada proveniente de unos ojos rojos espantosos. ¿Acaso había sido eso una horrible pesadilla? No entendía nada de lo que le estaba sucediendo. Tardó varios segundos en reaccionar ante la mención de su nombre. No había atinado a voltearse para mirar a la emisora del cálido recibimiento para su persona. En cuanto pudo ver a los seres que la observaban desde arriba, la mujer se cubrió los labios con ambas manos. Se puso lívida y temblorosa.
—No temas, estás a salvo. Pronto estarás junto a tu familia, no te preocupes. También se te explicará todo lo que desees saber. Savaelu se encargará de eso. Por ahora, duerme. Namtí cuidará de ti mientras tanto.
La voluntad de la Tierra sopló hacia el rostro de la mujer. Ella cayó dormida justo en el mismo punto en el cual había despertado unos breves instantes atrás. El tigre estaba listo para atender las órdenes dadas por su ama. Se aproximó al sitio y les pidió a los chiquillos, con un movimiento de la cola, que levantaran a Déneve del piso y la recostaran en su espalda. Ellos llevaron a cabo la orden con total presteza y luego se posicionaron a los lados de la bestia, cada uno apoyando una mano sobre las patas de esta. Fue entonces cuando Amadahy emergió desde la parte trasera del dodecaedro. Tanto Olivia como Gabriel pudieron sentir la gran emoción de los Tévatai al contemplar a aquella joven. "¡Icai, hemanita! ¡Qué hermoso es estar contigo otra vez!", clamaron al unísono.
De inmediato, la fémina a cargo del santuario se les acercó, les hizo una reverencia y los tocó a todos con sus delgados dedos en la frente, incluyendo al felino. "Savaelu, recibe con gusto a mis enviados en tu reino. El Pacto de Fuego se ha realizado y ahora está completo", susurró ella. Al instante, una gran burbuja espesa de tonalidad violácea envolvió al Jánaret y a sus cuatro compañeros. Antes de que tuvieran tiempo de reaccionar ante el repentino encierro, dicha burbuja se desvaneció casi tan pronto como había aparecido. El momentáneo sueño de Déneve también desapareció. Ahora se encontraban todos en un bello jardín cubierto de pasto verde y cientos de flores multicolores. Frente a ellos, se erguía un elegante hombre de rasgos asiáticos.
—Álvet, Blásiner, Icai, Amadahy, Olivia, Gabriel, Déneve, Namtí... ¡Qué alegría es verlos juntos aquí! —exclamó el duque, sonriendo de oreja a oreja—. Sus familiares y algunos buenos amigos están ansiosos por reunirse con ustedes. Acompáñenme, por favor.
El único que obedeció a la invitación de manera natural fue el tigre, pero los chiquillos no tardaron en seguirlo. Solo la señora Woodgate permaneció inmóvil en su sitio. Al darse cuenta de ello, Savaelu mismo retrocedió unos cuantos pasos y le extendió la mano derecha, mientras se inclinaba ante ella.
—Permítame llevarla junto a su esposo, Emil. Él anhela verla, al igual que su hijo, Milo. Por favor, venga, no tema.
Aquellas palabras le cayeron como un balde de agua fría a la inocente mujer, quien no supo qué decir ante semejante revelación. "¿Mi esposo también está aquí? ¿¡Y yo tengo un hijo!? ¿Cómo es eso posible? Pero entonces, ¿dónde está Dahlia? ¿Qué pasó con ella?" Al estar inmersa en sus pensamientos, no opuso resistencia al leve tirón de la mano del duque, quien la condujo hacia el interior del edificio en donde estaban esperándola todos los demás invitados. Unas declaraciones aún más sorprendentes aguardaban por ser compartidas con ella y con los cinco integrantes del Pacto de Fuego...
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