El portal
Amadahy seguía moviéndose por puro instinto, pues no tenía ni siquiera una pequeña pista acerca de la ubicación de su cofre. Estaba rodeada por cientos de baúles de todos los tamaños, colores, formas y materiales imaginables. ¿Cómo distinguiría el suyo de entre los demás si no le habían dicho nada concerniente a su aspecto? No se había dado cuenta de que llevaba varios minutos frunciendo el ceño y mordiéndose el labio inferior con los incisivos centrales. La frustración comenzaba a ganarle la batalla, dado que no lograba ver, oler o escuchar nada que le sugiriese un rumbo determinado para su extraña e infructuosa búsqueda. Conforme iba ascendiendo mediante los interminables eslabones de la enorme cadena que le servía como escalera, la muchacha le daba vueltas y vueltas a las palabras de Borcassar. "Cada baúl tiene una manera distinta de llamar a su legítimo dueño", le había indicado el gigante. "Si mi cofre puede comunicarse conmigo, ¿puedo yo hacer lo mismo? Creo que no perdería nada con intentarlo" reflexionaba para sí.
Como buena integrante de la tribu de los Páyori, ella conocía decenas de maneras para establecer conexiones espirituales con toda clase de seres vivientes que estuviesen lejos, ya fuesen estos hombres, bestias o plantas. El problema era que la chica nunca antes había tratado de hablar con ninguna clase de objeto. Aquella técnica solo la dominaban los ancianos del clan y no la compartían con cualquiera, puesto que el peligro que encierra su uso es demasiado grande. La materia inanimada puede resguardar testimonios relacionados con los acontecimientos y personajes más importantes de la historia humana. Cosas tan insignificantes como las piedras son capaces de preservar en su interior cientos de imágenes y sonidos, a los cuales solo tendrá acceso quien sepa cómo pedirles que declaren lo que saben. Si dicho arte fuese del conocimiento público, todas las personas estarían en riesgo de perder su intimidad, dado que muy pocos comprenden que deben reservar el uso de esta incomparable habilidad para momentos trascendentales. En las manos equivocadas, el método para crear un canal de comunicación con objetos significaría la pérdida de los secretos más antiguos que poseía la tribu, lo cual desencadenaría terribles calamidades para su gente, ya que eso los dejaría indefensos.
Amadahy comprendía muy bien las razones que le habían dado sus mentores para no adiestrarla en el uso de aquella técnica. Sin embargo, ahora sentía que los odiaba a todos, pues le habían negado algo que le hubiese resultado muy útil para lograr la difícil misión que tenía ante sí. Tendría que improvisar y rogar para que el baúl se dignara a responderle. "Si tan solo estuviera vivo, todo sería más sencillo", parloteaba ella en voz baja. La mejor opción que tenía era sentarse y cerrar los ojos. De esa manera, podría olvidarse de sus alrededores por un rato y tendría mayores posibilidades de concentrarse en su objetivo. La joven respiró hondo varias veces, ya que tener un buen ritmo de respiración era uno de los componentes básicos para mantener el equilibrio mental. Después de varios minutos de arduo esfuerzo cerebral, la armonía espiritual que la arquera deseaba encontrar por fin fue posible.
Lo que percibió durante su trance fue sorprendente e inesperado. No había uno solo de los baúles que la circundaban que no estuviese hablando. "¡Por todos los dioses! ¡Entonces sí están vivos!", pensaba ella, llena de alegría. Cada cofre tenía un timbre de voz característico, pero lo que más llamaba la atención de Amadahy era la infinita variedad de lenguas que estos utilizaban. Aunque no comprendía ninguna de sus palabras, sabía que todos estaban usando un idioma distinto del suyo. Aquel torrente imparable de información resultaba ininteligible para la chica y hubiese sido inútil limitarse a escucharlo. Debía intervenir en la conversación si esperaba recibir la respuesta que necesitaba. Entonces, enfocó todo el poder de sus pensamientos en la pregunta que le pareció más adecuada. No emitió sonido alguno, sino que movió sus labios con sumo cuidado. El aire se encargaría de decodificar aquellas palabras no pronunciadas y llevárselas al destinatario correcto.
—¿Dónde te encuentras, amigo mío? Guíame hasta ti, por favor.
Transcurrió un lapso considerable sin que la muchacha recibiese respuesta alguna de su compañero desconocido. El parloteo de los otros baúles se había incrementado desde que ella hizo el intento de establecer contacto verbal con el suyo. Parecía como si se hubiesen puesto de acuerdo para evitar que escuchara el llamado de su cofre. Dándose cuenta de que su primer esfuerzo había sido en vano, se puso a buscar otra alternativa. "Si él no puede revelarme en dónde está, entonces yo le voy a decir en dónde estoy", se dijo.
—Estoy en medio de esta gran habitación, sentada sobre el eslabón de una de las cadenas colgantes. ¿Puedes verme u oírme?
Un periodo de espera aún más prolongado que el anterior fue todo lo que obtuvo como contestación. El ánimo de la chica ya comenzaba a decaer, pues ninguna de sus ideas le daba resultado. "¿Qué es lo que no estoy haciendo bien?", se preguntaba. Sin importar cuánto se esmerase por mirar desde un punto de vista diferente, sus pensamientos terminaban siempre en el mismo lugar. "He seguido todos los pasos necesarios para la conexión. ¿Por qué aún no puedo escuchar a mi cofre?" Su agotamiento mental comenzaba a notársele a nivel físico también. Ríos de sudor recorrían la totalidad de su bronceada tez, mientras tiritaba de pies a cabeza. Una insoportable sensación de frío se había apoderado de ella. Ya había experimentado aquellos síntomas un par de veces antes de esta. Odiaba reconocer que no había alcanzado el perfecto balance espiritual, dado que no tendría por qué estar exhausta si lo hubiese conseguido. Al aceptar su fracaso, Amadahy concluyó que lo mejor era interrumpir el trance. Si insistía en alargarlo, tenía grandes probabilidades de acabar con su cordura.
Justo antes de que la joven abriese sus enormes ojos, una extraña calidez en su pecho la hizo recordar algo importante. Había guardado la llave de su cofre en un saquito de cuero que colgaba de su cuello. Durante todo ese tiempo, el instrumento clave para comunicarse de manera efectiva no había tenido contacto directo con su piel. "Si mi baúl está vivo, la llave debe estar viva también. ¡Tengo una parte de él conmigo! ¿¡Cómo es que no pensé en esto antes!?" Acto seguido, la chica utilizó ambas manos para aflojar el cordel que mantenía sellada la bolsa. Una vez que tuvo la pequeña pieza de jade en medio de una de sus palmas, el volumen de las voces de la otrora ruidosa multitud de cofres se redujo hasta convertirse en un suave murmullo. La muchacha se concentró y formuló de nuevo la pregunta inicial.
—¿Dónde te encuentras, amigo mío?
Un etéreo canto llegó a los maravillados oídos de Amadahy. Era una vieja canción de cuna tradicional entre los Páyori. Su madre solía cantársela cada vez que ella no podía dormir a causa de los truenos o alguna ventisca muy fuerte. La intensidad del sonido de aquella hermosa melodía era bastante débil, lo cual indicaba que provenía de algún lugar cercano a la cúspide de los enormes muros de piedra caliza. Pero cuanta más energía salía del cuerpo de la joven, más difícil le resultaba escuchar. La conexión ya estaba por romperse, lo deseara ella o no. No obstante, un repentino ardor en sus manos le indicó cuál era la solución a ese problema. De inmediato, atinó a colocar la palma izquierda sobre la derecha, de manera que la llave estuviese contenida entre los símbolos flamígeros que ella portaba. Una potente onda calórica recorrió sus entrañas, al tiempo que la canción retumbaba en el interior de sus tímpanos con total claridad.
—¡Ya sé dónde estás! Solo tengo que seguir subiendo —murmuró la chica, muy sonriente.
En cuanto abrió los ojos, una inmensa descarga de energía aclaró sus pensamientos e hizo que la vitalidad regresara a sus cansados músculos. Tanto sus extremidades como su torso estaban cubiertos por un delicado halo de tono anaranjado, idéntico al de sus orbes. Sin perder más tiempo, colocó la llave dentro del saquito otra vez y empezó a ascender por medio de los eslabones. Se desplazaba con una rapidez y agilidad que excedían con creces a las de cualquier ser humano normal. Pero lejos de alarmarla, esa grandiosa habilidad recién adquirida le infundió mucho ánimo a la muchacha. No se demoró ni cinco minutos en llegar a la cima. En cuanto estuvo allí, volteó su mirada hacia la derecha y se encontró cara a cara con lo que tanto anhelaba: su cofre. Era un baúl mediano, hecho de lustrosos cristales rojos y amarillos redondeados. Su forma se asemejaba mucho a la de una de las inmensas fogatas que se encendían para cocinar las carnes durante los días festivos de la tribu.
—¡Al fin nos encontramos, amigo! —espetó ella, entre sonoras risotadas.
Debido a la ubicación tan incómoda en que se encontraba la reluciente arca, no sería nada sencillo llegar hasta ella. Amadahy debía diseñar una estrategia para introducir la llave en la cerradura sin correr riesgos de dejarla caer. Aunque de seguro Borcassar se encontraba en el lago todavía, eso no le aseguraba que él la ayudaría a buscar la pieza de jade en caso de que ella cometiese la torpeza de soltarla. Entonces, se puso a recorrer con la vista los cofres más cercanos al suyo. Quizás hubiese alguno que le ofreciera los medios para sujetarse de él y así alcanzar con mayor facilidad el sitio en donde reposaba su objetivo. A unos dos metros de distancia hacia la izquierda, había un baúl verde en forma de media luna, cuya base descansaba sobre un amplio platón cóncavo blanquecino. Parecía macizo y le ofrecía espacio suficiente para que ella lo rodease con ambos brazos sin problemas. Una vez que estuviese sujeta de aquel cofre, se columpiaría para ir alcanzando cada una de las profundas grietas que servían como separación para las subsiguientes arcas.
La joven comenzó a inclinarse hacia delante y luego hacia atrás varias veces. La cadena no tardó en acoplarse el ritmo de sus movimientos. Cuando se sintió preparada, encogió un poco las piernas y saltó, manteniendo la mirada fija en el sitio del cual pretendía sostenerse. Sus firmes dedos se encontraron de lleno con el borde del cuenco metálico y lo aprisionaron con la misma fiereza que lo haría una bestia salvaje que atrapa a su presa. Pero pronto se dio cuenta de que no era necesario en absoluto que ella aplicase tanta energía solo para sostenerse. Había una fuerza de atracción presente en los baúles, o quizás en sí misma, que la mantenía adherida cual si fuese un gigantesco imán. Suspiró aliviada y se movilizó despacio hacia el lugar en donde la esperaba el contenedor de toda la información acerca de su destino. Envolvió al cofre con su brazo izquierdo mientras tomaba la llave de su bolsa con el derecho. Con el corazón latiéndole a mil kilómetros por hora, la muchacha incrustó el trozo de jade en la cerradura y lo giró. Una decena de brazos huesudos y algo amoratados emanaron de este y se asieron de su tronco. Antes de que pudiese oponer resistencia, aquellas extremidades de origen desconocido la halaron y se llevaron consigo hacia el interior del cofre...
A continuación, Amadahy se encontró de pie sobre una espaciosa e iridiscente superficie vítrea. No había paredes ni techo en aquel sitio, puesto que se encontraba al aire libre. Decenas de frondosos árboles purpúreos y algunos arbustos azulados cubrían el reseco terreno de tonalidad cetrina. En medio del despejado cielo turquesa, había una incandescente estrella violácea muy similar al sol, pero cuyo tamaño era muy superior al de este astro. Dicho cuerpo celeste no hacía otra cosa que dificultarle la visión a la chica, ya que los fulgurantes rayos que producía se reflejaban en el vidrio bajo sus pies y la encandilaban. Un gélido viento del sur soplaba y le revolvía los oscuros mechones de su larga cabellera, al tiempo que levantaba una tenue capa de polvillo verdoso, el cual se quedaba pegado de su piel y le producía un molesto cosquilleo. Tras escupir algunos gránulos de arena que se le habían colado en la boca, la chica decidió que ya era tiempo de hablar.
—¡Hola! ¿Hay alguien aquí? —preguntó, a voz en cuello.
No hubo ninguna persona que contestase a su pregunta, pero sí recibió una señal inequívoca de que había sido escuchada. El vidrio debajo de sus pies se transformó en una masa gelatinosa que reía a carcajadas, como si de un niño pequeño y juguetón se tratase. Empezó a deslizarse poco a poco hacia delante hasta que abandonó por completo su posición original. Tan pronto como se cercioró de que Amadahy ya no estaba de pie sobre ella, la pasta incolora dio múltiples giros a gran velocidad. El resultado final de tan extraña cadena de sucesos fue la aparición de una imponente águila calva de plumaje translúcido. Dicha ave inclinó la cabeza ante la muchacha, mostrándole así que la invitaba a subirse sobre su espalda. Ella aceptó sin titubear, dado que las águilas eran un importante símbolo del ímpetu guerrero entre los integrantes de su clan.
En menos de lo que tarda un parpadeo, el animal la transportó a una sala oscura, carente de vegetación o de cualquier otro elemento ornamental. Solo se distinguía el contorno algo difuso de un estrecho portal plateado. En el centro de este, había dos marcas idénticas a las que habían aparecido en las manos de la joven cuando esta tocó el cubo que encontró en la cascada. Con cautela, se desplazó hasta quedar a unos escasos centímetros de ellas. Las miró de cerca y se dio cuenta de que aquel par de flamas titilaban en perfecta sincronía con las que traía estampadas en sus palmas. Quedaba claro que debía colocar los dibujos que portaba en su piel sobre los que se hallaban en el portal. Sin miedo alguno, levantó ambos brazos y puso sus manos en la posición que les correspondía. Un leve retumbo le indicó que ya se había habilitado el paso a través de aquella misteriosa puerta. Luego de respirar muy profundo, Amadahy cruzó el umbral...
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