El despertar de un viejo recuerdo
Era imposible determinar en donde estaban los límites de la solitaria habitación que recibió a Amadahy, si es que acaso existían. El minúsculo haz de luz dorada, el cual se proyectaba desde algún punto difuso en el techo sobre el vítreo piso azulado, resultaba insuficiente para distinguir bien lo que había allí. Sin importar cuanto se esforzase por aguzar la vista, la chica no podía ver nada más que sombras a su alrededor. Lejos de sentirse perturbada a causa de la avasalladora soledad y la exigua iluminación, recurrió de inmediato a la misma herramienta que le había permitido ingresar a ese sitio tan peculiar. La joven levantó ambas manos a la altura de su cabeza. Sonrió de oreja a oreja al confirmar que las marcas en sus palmas aún resplandecían de manera intermitente, como si de una pareja de enormes luciérnagas se tratase. Gracias al fulgor que emanaba de estas, la guerrera por fin pudo distinguir el contorno de lo que se hallaba justo en frente de ella.
A unos cinco metros de distancia, se erguía una gigantesca pared convexa de tonalidad blanquecina. Aquel muro metálico exhibía una larga línea horizontal de un metro de grosor que lo dividía en dos partes de igual tamaño. Los bordes colindantes de cada una de las mitades tenían incrustados sobre sí unos delgados filamentos cilíndricos arqueados, muy semejantes a vellos humanos. La muchacha dio unos cuantos pasos hacia adelante, puesto que deseaba inspeccionar su extraño hallazgo un poco más de cerca, pero un crujido ensordecedor la obligó a detenerse en seco. El molesto ruido llegó acompañado de una fuerte sacudida que desequilibró las piernas de Amadahy, quien no pudo evitar caerse de espaldas. El intenso dolor en su espinazo, provocado por el golpe que se dio al impactar de lleno contra el suelo, quedó en el olvido casi al instante. Toda la atención de la chica se concentró en el tenue resplandor del iris multicolor que rodeaba a una imponente pupila dilatada, la cual no cesaba de observarla de arriba abajo.
Lo que la joven había confundido antes con una pared decorada de manera estrafalaria era en realidad un inmenso ojo cerrado. Tanto el estruendo como la sacudida del terreno fueron efectos colaterales de la separación de los férreos párpados que cubrían a aquel monstruoso globo ocular. Al estar bajo el escrutinio de aquella penetrante mirada, el ritmo de los latidos de su corazón se disparó. Pero no se trataba de una arritmia provocada por miedo o enojo, sino todo lo contrario. La cálida sonrisa estampada en el rostro tranquilo de la chica transmitía una alegría desbordante. Aunque no tenía idea de cómo explicar por qué reaccionaba así, su instinto le decía que no había razón alguna para temerle a quien poseía ese majestuoso ojo.
—¡Icai, hermana querida, por fin has llegado! —declaró una melodiosa voz masculina, mezclada con una risa algo infantil.
Amadahy quiso fruncir el entrecejo, pero no lo consiguió. Decenas de preguntas se le arremolinaron en la mente en ese instante, mas no era capaz de formular ni siquiera una de ellas. Sus cuerdas vocales se rehusaban a funcionar. La voz parecía habérsele atorado en mitad de la garganta. Tampoco lograba ponerse de pie o, al menos, cambiar de posición. Su cuerpo se negaba a obedecer las órdenes que le enviaba su cerebro. Si antes no había experimentado miedo, ahora no era más que un gran puñado de angustia en forma de mujer.
—No debes preocuparte. Muy pronto lo comprenderás todo —le aseguró el misterioso caballero.
Tan pronto como aquellas palabras terminaron de ser pronunciadas, un fragmento ovalado de la superficie vítrea sobre la cual reposaba la confundida guerrera empezó a elevarse con rapidez. El punto lumínico en el techo, otrora difuso, ahora fulguraba cual si de un sol en miniatura se tratase. Antes de que sus ojos tuviesen tiempo suficiente para aclimatarse al súbito cambio entre oscuridad y luz, un torrente de lo que parecía ser agua helada pasó a través de la abertura refulgente y envolvió a la muchacha. Contrario al comportamiento usual de los fluidos en la Tierra, la cristalina sustancia no cayó al suelo, sino que adquirió la forma de un globo acuoso que rodeó el cuerpo inmóvil de la pelinegra. Aquel supuesto líquido inundó tanto las fosas nasales como la boca de la joven. Al no tener dominio sobre las funciones de su organismo, ella no pudo toser para así expulsar la sustancia invasora que le taponaba los orificios naturales. Durante unos segundos, Amadahy y el pánico se convirtieron en un solo ser. Creyó que iba a expirar justo allí, de la peor manera: petrificada, asfixiada y sola.
Justo antes de que el cerebro de la muchacha colapsase a causa de la maraña de emociones que el miedo a morir le desencadenó, sus músculos recuperaron la movilidad. Lo primero que hizo fue nadar hacia arriba y luego hacia los lados. Recorrió con sus manos las paredes de aquella extraña sustancia que la aprisionaba, centímetro a centímetro. Le urgía hallar una salida o alguna grieta, por pequeña que fuese. Si no lo hacía, la falta de oxígeno acabaría con ella. Transcurrieron tres minutos de infructuosa búsqueda. Las fuerzas de la chica se habían agotado por completo. Cientos de punzadas atacaron su cabeza y su tórax, al tiempo que un creciente hormigueo tomaba posesión de sus cuatro extremidades. Tuvo que dejarse caer de rodillas sobre la base sólida que sostenía a la esfera acuosa en su lugar. De manera involuntaria, la joven abrió la boca y aspiró.
Una reconfortante corriente de aire viajó hacia sus pulmones al instante. Se trataba del oxígeno más puro y fresco que sus narices hubiesen probado jamás. Con cada aspiración, no solo estaba recuperando la energía perdida. La velocidad del funcionamiento de su cerebro se había incrementado al triple de lo normal para un ser humano. Un flujo de vívidas memorias se estaba abriendo paso desde los resquicios de su subconsciente hasta materializarse frente a sus ojos, tal y como si estuviese viviendo de nuevo aquellas experiencias. En esos momentos, la cápsula que la albergaba cruzó a través del punto luminoso en el techo a toda velocidad. El brillo encandilador de tonalidad amarillenta que inundaba la nueva estancia la obligó a cerrar sus ojos por un largo rato.
Después de que transcurrieron varios minutos en pleno silencio, hubo algo que obstruyó el paso de la potente luz ambarina que la había sumido en la ceguera temporal. Cuando la chica se percató de ello, aflojó la fuerte presión con la que mantenía sus párpados cerrados y se dispuso a abrirlos con lentitud. Las extrañas formas de los cientos de criaturas aladas que revoloteaban a su alrededor fueron las primeras en darle la bienvenida a sus anaranjados orbes. El tamaño de aquellos peculiares seres no superaba el de una mariposa común, pero su anatomía no se parecía a nada conocido por la humanidad.
Algunos de ellos eran bolitas fosforescentes de tonalidad rojiza, con un rombo morado parpadeante y cantarín que cubría la mitad de sus cuerpos. Se desplazaban gracias a un par de triángulos lisos y transparentes que partían desde un mismo vértice, los cuales se movían hacia delante y luego hacia atrás, sin detenerse. La otra clase de organismos estaba constituida por una pareja de cubos que tenían dos caras azules y cuatro caras fucsia, respectivamente. Un lado de color azulino de cada dado se unía al de su compañero mediante un delgado cilindro palpitante de rayas blancas y plateadas simétricas. Cada cubo poseía una larga membrana negra ovalada que giraba sobre su propio eje. Estas láminas rotatorias se encontraban en las caras azuladas opuestas a las que eran sostenidas por el tubo bicolor. Además, unos filamentos verdosos zigzagueantes pendían de las ocho aristas de cada poliedro. Sobre estas hebras reposaban decenas de puntos grisáceos que emitían un débil sonido metálico intermitente.
Ni siquiera en las más antiguas leyendas de la tribu Páyori se había mencionado la existencia de organismos que poseyesen tan singulares características físicas. No obstante, la certeza absoluta en la mirada de la joven revelaba que los reconocía. Por alguna misteriosa razón, se sentía como en casa al lado de esos peculiares entes. Una sonrisa de profunda ternura se posó en el rostro complacido de Amadahy en cuanto las criaturas comenzaron a sorber la sustancia que minutos antes la había hecho creer que moriría ahogada. Era incomprensible que ella no percibiese a todo ese desfile de multicolores entidades como una amenaza. Hasta hacía apenas unos minutos creía haber entrado al sitio que se convertiría en su tumba, pero su parecer con respecto a eso había cambiado de manera inesperada.
Tan pronto como los seres voladores concluyeron con su tarea de succión, el impresionante escenario que circundaba a la muchacha por fin le fue mostrado. Frente a ella, se erguían dos gigantescas figuras de rasgos femeninos que se miraban una a la otra con fiereza. El cuerpo de la valerosa arquera no era más que un punto del tamaño de una hormiga en comparación con aquellas dos imponentes diosas. La mujer de la izquierda exhibía una lustrosa piel de tonalidad esmeralda, una lacia cabellera de renegridas hebras largas y unos extraordinarios ojos violáceos. Vestía un ceñido traje bermellón de tela traslúcida que apenas le cubría el torso y una pequeña parte de sus extremidades inferiores. Por su parte, la dama de la derecha hacía gala de una escarchada tez carmesí, una abundante melena albina cargada de rizos y unos llamativos iris rosados. Su conservadora vestimenta grisácea solo permitía que se asomara su cabeza, cuello y manos. Todo lo demás se hallaba oculto bajo tres gruesas capas de oscura tela rígida y áspera.
La atmósfera en torno a las féminas cambiaba de un momento a otro sin un patrón definido. Podían estar de pie sobre un cúmulo de arena dorada y, diez segundos después, estar nadando contracorriente en mitad de un mar embravecido. El amplio manto de negrura que tenían por cielo era recorrido por numerosos rayos plateados, cual si fuesen las arterias de un tejido palpitante. La furia del viento levantaba kilos de polvareda y escombros, al tiempo que arrastraba consigo a cientos de nimbos que estaban ansiosos por descargar su contenido. A lo lejos, se escuchaba con claridad el desgarrador sonido de una multitud de lamentos incesantes, los cuales iban desde discretos estertores hasta ensordecedores chillidos.
La mujer de la izquierda empezó a correr hacia donde se hallaba su contrincante. Los pocos metros que las separaban se redujeron a cero en menos de lo que tarda un movimiento de pestañas. En cuanto estuvieron cara a cara, la amazona verdosa rodeó el cuello de la guerrera carmesí y lo estrujó con todas sus fuerzas. La agredida se revolvía de lado a lado mientras intentaba defenderse, usando sus rodillas para golpear el vientre de su atacante. Una de las tantas patadas que la víctima le propinó a su victimaria surtió efecto, puesto que la dama de cabellos oscuros expulsó un considerable chorro de sangre por la boca y aflojó el férreo agarre que sus manos habían estado ejerciendo sobre la garganta de la otra. La chica de melena blanquecina aprovechó la oportunidad y le asestó un furibundo puñetazo en la quijada a su oponente. Cuando esta cayó de espaldas, un crujido terrible emanó de su tórax. El grito de dolor que la joven pelinegra profirió le confirmó la consecución de su objetivo a la que seguía de pie: la ruptura de varias costillas. De inmediato, la otrora torturada se abalanzó sobre su rival y prosiguió con la ronda de golpes, esta vez utilizando ambas manos.
—¡Saoirse, deténte, por favor! ¡Vas a matar a Xirdis! —exclamó Amadahy, al tiempo que su anatomía entera se estremecía.
Como era de esperarse, el minúsculo tamaño que ella tenía, sumado al ruido de la tempestad de viento y al coro de lamentos, ocasionó que su desesperado clamor no fuese escuchado por las luchadoras. La muchacha sintió una vez más que se ahogaba y, para colmo, su campo de visión empezó a nublársele. Para suerte de ella, la voz del hombre que le había hablado antes dio una orden que detuvo su fugaz sufrimiento y evitó la resurrección de su macabra pesadilla.
—¡Suficiente! Mi hermana ya ha visto y experimentado mucho más de lo que necesitaba. Es tiempo de que venga conmigo —declaró el caballero, mientras levantaba su brazo derecho con la palma extendida.
El violento espectáculo y el cambiante escenario en el que este se había estado desarrollando desaparecieron, cual si todo aquello no hubiese sido más que una simple cortina de humo.
—Ha llegado la hora de que comprendas tu papel, querida Icai —susurró el joven, con una dulce sonrisa dibujada en sus pálidos labios.
Por algún motivo que seguía escapándose de su entendimiento, Amadahy sabía que aquel curioso nombre se refería a su persona. Lejos de hacerla sentirse irrespetada o incómoda, ese apelativo le era tan familiar como el que le habían dado sus amados padres. Asimismo, el apacible rostro del muchacho que tenía en frente le transmitía seguridad y calor fraternal. No tuvo problema alguno en aceptar las manos abiertas que él le ofrecía para ayudarla a levantarse de la fría pieza de vidrio sobre la que yacía.
—¡No sabes cuánto te extrañé! —confesó Dálstori, al tiempo que estrechaba a la chica entre sus brazos.
—No sufras más. No volveré a dejarte —respondió ella, con los ojos llorosos a causa de la emoción.
Las pistas que guiaban a la valiente chica hacia la consumación del Pacto de Fuego se estaban haciendo cada vez más claras...
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