Confundida
El rostro de Amadahy no dejaba ver nada de lo que ella sentía en ese momento, a pesar de que la preocupación la carcomía por dentro. Cuando estuvo de vuelta en el pueblo, no quiso contarle a nadie acerca de su hallazgo en la cascada. Se limitó a esconder el cubo de cristal en el interior de un tronco hueco que estaba muy cerca de su tienda. Por alguna razón desconocida incluso para sí misma, creía que debía mantener aquel incidente en secreto. Deseaba comprender a cabalidad lo que había sucedido antes de compartirlo con su gente. No tenía intenciones de asustarlos o angustiarlos de manera innecesaria. Si no podía darles una explicación coherente y razonable, su gente podría llegar a pensar que se había aliado en secreto con los espíritus malignos de los Kuópac, la principal tribu rival de los Páyori. Si pensaban que estaba asociada con esos fantasmas a los que tanto les temían los sabios del clan, estaría en serios problemas. Su palabra no podría competir contra la de los ancianos al tratarse de un asunto tan delicado como ese. Si la acusaban de traición, podrían expatriarla o incluso matarla. No se arriesgarían a permitirle que siguiera formando parte del pueblo si sospechaban que los enemigos podrían infiltrarse por medio de ella en su territorio. Sabían que una invasión equivaldría a saqueo, matanza y toma de rehenes. Una terrible tragedia como la que había sucedido cincuenta años atrás no se repetiría, o al menos no lo haría mientras la generación que sobrevivió a aquella masacre todavía siguiese con vida.
La joven de tez canela decidió cubrirse las palmas de sus manos con vendajes para ocultar las notorias marcas que la delatarían si las dejaba mostrarse. Alegaría que la manipulación de las armas la había lastimado. No era el argumento más convincente que podría habérsele ocurrido, pero al menos no sonaba disparatado. Confesar que escuchaba voces y veía visiones de seres extraños en alguna tierra distante que nadie de entre los suyos conocía o siquiera imaginaba que existía sí era un completo disparate. No dejaba de rogarles a los dioses que le indicaran cuál era el camino correcto. Sentirse tan confundida la llevaba a pensar que estaba por perder sus cualidades de liderazgo. Si ella misma no lograba encauzar su vida, ¿cómo iba a guiar a todo un equipo de cacería? ¿Quién podría sujetarse a la autoridad de una loca?
Solo le quedaba una opción: buscar la ayuda de Láeki, el espíritu protector del Bosque de los Secretos y poderoso servidor de su pueblo. Hacía muchos años que no se sabía nada de él, dado que era un ser de temperamento inconstante, siempre obediente a sus caprichos egoístas. Solía marcharse durante largos períodos sin previo aviso, dejando sus dominios a merced de las fuerzas malignas que pugnaban por apoderarse de las escasas regiones en donde la luz aún reinaba. Pero Amadahy estaba resuelta a hallarlo, pues no contaba con ningún otro ente que tuviese la capacidad de comprender la situación tan peculiar en la que ella estaba involucrada de manera involuntaria. Deseaba descifrar el significado de aquel famoso Pacto de Fuego cuanto antes y, si cabía la posibilidad, desvincularse de él. Odiaba que la comprometiesen a hacer cosas sin consultarle su opinión primero, pero detestaba aún más no saber qué hacer.
Para la buena suerte de la joven, tanto su padre como sus amigos cazadores creyeron en sus palabras cuando les explicó cuál era la causa de las supuestas lesiones en sus manos. Todo el mundo sabía que ella se caracterizaba por ser responsable, diligente, amable y valerosa. Por esa razón, nadie dudó en aceptar la veracidad de las declaraciones provenientes de alguien que dedicaba sus energías a sacrificarse por el bien de su gente día tras día. Tanto los grupos de caza como los de recolección debían despertarse horas antes del alba y regresar al asentamiento hasta bien entrada la noche debido a la prolongada escasez de alimentos que los azotaba desde hacía seis meses. Tenían que maximizar las jornadas de trabajo para dar abasto. Los aldeanos jamás menospreciaban el enorme desgaste físico y mental que la obtención diaria de comida suponía para los miembros de dichos equipos de trabajo. Las ampollas, raspones y cortaduras en la piel eran muy comunes entre los cazadores, por lo que el argumento de Amadahy resultaba aceptable. Incluso Gosheven, el segundo mejor arquero de la tribu, se había ofrecido a comandar al grupo para que ella pudiera quedarse en casa descansando y así sanase más rápido. A la joven no le quedó más remedio que aceptar la propuesta, puesto que debía actuar en consecuencia con la patraña que había dicho.
En vez de utilizar el día libre pensando en una estrategia para rastrear a Láeki, su mente se desviaba hacia otros asuntos. Su consciencia estaba torturándola sin misericordia alguna. Y es que no era propio de ella ocultarles cosas a sus seres queridos, mucho menos tratándose de algo tan importante. Pero si habían creído a ciegas en sus mentiras, ¿por qué no podrían creerle si les decía la verdad? Se levantó de la hamaca sobre la cual reposaba y empezó a caminar en busca de Eyota, su padre. Se quedó de pie unos segundos frente a la entrada de la Casa del Consejo, en donde se llevaban a cabo las asambleas políticas y las ceremonias religiosas más importantes de los Páyori. Cuando estaba por entrar y contarle todo a él, un peculiar ruido la hizo detenerse de inmediato. Sus oídos percibieron un leve silbido metálico, muy similar al canto de ciertas aves de la región. Volteó a mirar hacia los árboles más cercanos, pero no había en ellos ningún pajarillo. “Debió ser una corriente de viento entre las ramas”, se dijo para sus adentros. De nuevo hizo intentos de ingresar a la tienda de reunión, pero entonces un par de fibrosos brazos transparentes la tomaron por la cintura y tiraron de ella hasta alejarla del sitio.
—¿Es que no lo comprendes, niña? ¡Debes mantener la boca cerrada! Para cualquier miembro del Pacto de Fuego está prohibido divulgar información acerca del mismo —afirmó su captor, con un dejo de rabia en la voz.
Amadahy apenas pudo contener el impulso de gritar por ayuda. Su respiración se aceleró y las manos le temblaban.
—¡Suéltame ahora mismo! ¡No tienes ningún derecho de tratarme así! No he hecho nada malo —espetó la muchacha, al tiempo que intentaba soltarse.
El ser que la sujetaba de pronto la empujó con fuerza y ella cayó de bruces en la tierra. Una diminuta cortada se le abrió en la ceja derecha.
—Estuviste a punto de cometer la mayor estupidez de tu vida, pequeña imprudente. Menos mal que llegué justo a tiempo para evitar una desgracia.
La joven se incorporó despacio y se dio la vuelta para mirar a su interlocutor. La quijada casi le golpeó las rodillas cuando se dio cuenta de quién era. La inconfundible silueta translúcida de un gigantesco lobo plateado se erguía ante ella. De las cientos de formas físicas que Láeki podía tomar, no cabía duda de que aquella era una de las más hermosas.
—¿Con qué derecho me hablas así? Venir a pedirle perdón a mi padre por mi falta de honestidad no es ninguna tontería.
—En tu caso, es muchísimo más que una tontería. No tienes idea de lo peligroso que puede resultar para ti y para el pueblo si llegas a revelar lo que viste y escuchaste anoche.
Una sonrisa de satisfacción se dibujó en los labios de la chica. Láeki había venido hasta ella por voluntad propia y le estaba hablando precisamente de lo que más necesitaba escuchar. No perdería esa valiosa oportunidad de obtener las respuestas que tanto anhelaba hallar.
—¿Y por qué es peligroso hablar acerca del pacto con mi gente pero no es peligroso hablar sobre eso mismo contigo?
—Conmigo no hay peligro porque yo he estado enterado del Pacto de Fuego desde muchos años antes de que tu tribu existiera. ¿No te habías dado cuenta ya? ¡Qué lenta eres!
—¿Cómo iba yo a saber algo así si ni siquiera sé de qué se trata el dichoso pacto? ¿Por qué no me lo explicas? No creo que hayas venido hasta aquí solo para saludarme, ¿verdad?
—En eso debo darte la razón. No vine a ver tu linda cara. Por desgracia, necesito de tu colaboración.
—No pienso mover ni un dedo para ayudarte si no me explicas primero de qué se trata todo esto.
—Sabes muy bien que odio utilizar las lenguas de los humanos y tú no me obligarás a hablar más de lo que sea necesario… No pienso darte largas explicaciones que de seguro no vas a entender. Creo que será mejor para ambos si te muestro el significado del Pacto de Fuego... ¡Sube a mi lomo!
El rostro de Amadahy se contrajo en una mueca de completo disgusto. Láeki no solo estaba evadiendo sus preguntas, ¡le estaba dando órdenes a la primogénita del jefe principal de los Páyori! Tenía muchas ganas de abofetearlo por su arrogancia, pero eso no le convenía. Aquel espíritu era su único aliado por el momento, así que no le quedó más remedio que tragarse su orgullo y acatar la orden de él. En cuanto la muchacha estuvo sentada sobre la amplia espalda de la bestia plateada, esta aulló por varios segundos y luego se echó a correr a gran velocidad hacia las profundidades del Bosque de los Secretos. La chica tuvo que sujetarse con desmesurada fuerza del pelaje del lobo, pues jamás había experimentado semejante rapidez de movimientos. Ni los mejores caballos de la tribu podían siquiera imitar la agilidad y celeridad de las potentes extremidades de aquel magnífico ser en forma de fiera.
En menos de lo que tarda un parpadeo, el guardián y la mujer se encontraban frente al enigmático lugar que lo cambiaría todo en la vida de los dos. Una oscura gruta se divisaba detrás de una enorme pila de rocas rojizas. El protector se internó en la oscuridad de esa cueva sin avisarle o solicitarle autorización a su pasajera, quien abrió los ojos como platos en cuanto se vio rodeada por la densa oscuridad de la cavidad subterránea. Sin importar cuánto se esforzase por aguzar la vista, la muchacha no podía distinguir nada de lo que los rodeaba. No había brisa ni tampoco sonido alguno que le diese una leve pista sobre la naturaleza del sitio. Su corazón había empezado a latir a un ritmo irregular y le estaba costando mucho trabajo respirar. Los espacios muy cerrados siempre le ocasionaban mareos y náuseas. Quería pedirle al espíritu que se detuviera y la sacara de allí de inmediato. Pero antes de que pudiera abrir la boca para hablar, Láeki atravesó un gélido muro de agua que la empapó de pies a cabeza. Un chillido de sorpresa se le escapó sin que pudiese evitarlo. Luego de ello, un resplandor cobrizo inundó de golpe sus pupilas. Se vio obligada a cerrar los ojos durante unos segundos para contrarrestar el malestar que le ocasionó el abrupto cambio en el panorama que la rodeaba.
—¿Podrías decirme en dónde estamos, por favor?
El lobo permaneció en silencio, pero alguien más se apresuró a contestar la pregunta de la chica.
—Estás muy cerca de llegar al núcleo del Bosque de los Secretos. Hoy conocerás lo que motivó a tus ancestros a darle ese nombre tan especial a tu hogar, y también comprenderás cuál es tu papel en el Pacto de Fuego.
Amadahy sintió que se le ponía la piel de gallina al escuchar aquella sedosa voz masculina que parecía provenir desde algún punto indeterminado debajo de ella. Paseó su mirada por el suelo, pero no pudo ver nada fuera de lo normal en medio de la masa rocosa sobre la que estaban apoyadas las cuatro patas del protector lobuno. Entonces miró hacia arriba, con la esperanza de localizar allí a quien le había hablado. Se topó con un amplio espacio vacío sin iluminación. No obstante, en cuanto bajó la vista de nuevo, sus maravillados orbes naranja por fin dieron con el dueño de la melodiosa voz. Se había equivocado en su juicio inicial con respecto a la superficie pedregosa debajo de ella. Láeki no estaba de pie sobre simples piedras, sino que se hallaba colocado justo encima de la cabeza de un ente colosal. La chica lo supo en cuanto este ser comenzó a moverse poco a poco hasta dejar su rostro expuesto, quedando ambos visitantes situados en la punta de la graciosa nariz de su enorme anfitrión. La muchacha tuvo que cubrirse la boca con ambas manos para ahogar los alaridos de miedo que tanto deseaba liberar. Lo único que le daba esperanzas de no ser lastimada o quizás hasta devorada por el gigante era la compañía del espíritu protector. Si él la había traído hasta aquí, eso significaba que confiaba en el coloso, ¿o no?
—Es un placer para mí recibirte en persona, pequeña. Tu llegada fue anunciada desde hace muchísimas lunas. No conocía la fecha exacta en que se cumplirían las palabras de los Tévatai, pero ayer por la noche comprendí que ya había llegado la hora señalada. Deberás esperar a que se manifiesten los restantes tres miembros del Pacto de Fuego para que este pueda entrar en vigor. Además de ti, solo he podido sentir la presencia del símbolo en otra persona, y todavía no he logrado determinar en dónde está. Pero no te preocupes por ello ahora, ya que eres tú quien porta la marca del preciado Lucero de los Tévatai en ambas manos. Eso significa que serás la persona que guíe a los demás portadores cuando estos se presenten —declaró el formidable ser, con total naturalidad.
La joven tenía la boca seca y pastosa. Su respiración estaba tan acelerada como los latidos de su descontrolado corazón. El pánico se negaba a abandonarla. A pesar de que deseaba formularle cientos de preguntas a la titánica criatura, su lengua parecía haberse adormecido. Láeki comprendió que ella no estaba en condiciones de entablar una conversación, por lo que aulló cuatro veces. De esa manera, el protector le comunicó al gigante lo que le sucedía a Amadahy.
—Ahora lo entiendo todo, buen amigo. Gracias por decírmelo. Pensé que esta niña sabía algunas cosas acerca de su encomienda, pero ya veo que no es así. Me encargaré de que reciba los conocimientos que necesita. Puedes quedarte aquí y esperar hasta que ella y yo regresemos. Ya conoces las reglas. Solo puedo llevar conmigo a un visitante cada vez. ¿Estás de acuerdo?
El lobo inclinó su cabeza hacia adelante un par de veces, dándole a entender al coloso que aceptaba su propuesta.
—¡Perfecto, amigo mío! Nos vemos en un rato.
Láeki abandonó su forma corpórea en ese instante, dejando a Amadahy arrodillada sobre la dura piel del titán.
—Entonces, tú vienes conmigo, hermosa niña. Mi nombre es Borcassar, por cierto. Disculpa mi gran descuido al no decírtelo cuando llegaste… Antes de marcharnos, debo pedirte que cierres los ojos y contengas la respiración por unos segundos, ¿de acuerdo? Yo te avisaré cuando todo esté listo.
A la muchacha no le hacía ninguna gracia la idea de aventurarse en tierras inhóspitas junto a un completo desconocido, pero no le quedaba más remedio que obedecer. De todos modos, no podría marcharse de la cueva sin la ayuda del protector. Su única opción era dejar de lado el temor que le provocaba aquel gigante y aprender a confiar en las decisiones de Láeki. “Todo sea por mi bien. Necesito respuestas”, monologaba ella para sí. Tan pronto como llevó a cabo las instrucciones que le había dado Borcassar, sintió que los dedos de la formidable mano de este la rodeaban cual si fuesen los barrotes de una jaula. El excesivo calor de las aguas termales en donde ahora se encontraban sumergidos el coloso y la humana era casi insoportable para esta última. Los pocos segundos que duró la zambullida se le hicieron eternos, pero la incomodidad física que experimentó valió la pena.
—Ya llegamos, pequeña. Puedes mirar y respirar con tranquilidad ahora.
Amadahy no abrió los ojos de inmediato. Le aterrorizaba pensar que todo aquello pudiera tratarse de una artimaña para hacerle daño. Sabía que el titán podía destrozarle los huesos en cualquier momento si así lo deseaba, lo cual le causaba escalofríos. Pero no tenía caso retrasar lo inevitable, así que se animó a echarle un vistazo a los alrededores. Cuando lo hizo, un suspiro de asombro salió desde lo más hondo de su alma. Cientos de miles de cerraduras de todos los tamaños y formas pensables tapizaban los altísimos muros de piedra caliza de aquella habitación cilíndrica. La luz dorada que bañaba la estancia se proyectaba desde abajo hacia arriba, a través de las cristalinas aguas del lago que se ubicaba en el centro de la misma.
—Bienvenida al verdadero Bosque de los Secretos. Vine contigo para entregarte la llave que desbloquea la cerradura de tu cofre, pero solo tú puedes encontrarlo. Cada baúl tiene una manera distinta de llamar a su legítimo dueño, por lo que yo no puedo hallarlo por ti. Cuando lo hayas localizado y lo abras, encontrarás en él todo lo que estás buscando, sea lo que sea. Te deseo mucha suerte.
Acto seguido, Borcassar depositó una diminuta llave de jade en la mano temblorosa de la joven. Con un gesto facial, él le indicó que debía treparse en una de las numerosas cadenas de acero que colgaban del techo de la habitación. No era muy difícil sostenerse de los eslabones, ya que cada uno de estos medía dos metros de largo por un metro de ancho. Amadahy dio un salto desde la palma abierta del gigante hasta la argolla más cercana. Una vez que se estabilizó en su nueva posición, su colosal acompañante se sumergió en el lago y se limitó a observarla desde lejos. “¿Y ahora qué voy a hacer? ¿Qué pasará si no encuentro mi cofre?”, se preguntaba la angustiada chica. Inhaló y exhaló varias veces para calmarse, tras lo cual comenzó a ascender muy despacio. No sabía por dónde empezar ni cuánto tiempo le tomaría encontrar aquel baúl, pero al menos debía intentarlo…
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