Condenada
Un molesto zumbido de alta frecuencia, el cual no se detenía ni tan siquiera un par de segundos, seguía destrozándole los tímpanos a Dahlia. Aquel insistente ruido era una mezcla entre un taladro hidráulico y una locomotora antigua. Con cada hora que transcurría, su intensidad parecía incrementarse. La pobre chica tenía las manos colocadas sobre sus orejas desde hacía muchas horas. Sus brazos estaban rígidos y adoloridos a causa de esa incómoda posición que se había visto obligada a asumir.
Aunado a ello, el intenso palpitar de sus sienes y los cientos de puntitos opacos que poblaban su campo de visión estaban a punto de volverla loca. Llevaba horas caminando sin rumbo, pues sin importar hacia dónde se dirigiese, el panorama era siempre el mismo: interminables kilómetros de arena cenicienta sobre la cual no habitaba ninguna forma de vida. Una inmensa cortina de niebla, de consistencia gelatinosa, cubría todo el cielo. La jovencita no podía saber a ciencia cierta si existía algo o alguien que estuviese vivo más allá de lo que le permitía distinguir esa densa nube.
El desolado panorama terrestre que circundaba a la chiquilla contrastaba de una manera muy extraña con la apariencia del llamativo paisaje que había al otro lado de la bruma blanquecina. El rosáceo cielo resplandeciente era la viva imagen de la belleza natural. Aquel espacio aéreo estaba cargado de unos seres cuya anatomía no se asemejaba a nada que la rubia hubiese contemplado antes. Miles de estos entes surcaban los aires con gracilidad. Sus cuerpecillos cilíndricos estaban cubiertos por una fina capa de pelaje algo hirsuto de tonalidad naranja. Exhibían cinco filamentos transparentes a cada lado del tronco, los cuales se movían hacia adelante y hacia atrás de manera continua, cual si fuesen los remos de una colosal embarcación. No poseían nada que fuese parecido a globos oculares, ni tampoco tenían cavidades bucales o nasales.
Estos pequeños organismos alternaban su peculiar aspecto a cada segundo. Por momentos, lucían cual si fuesen unas bonitas sombrillas japonesas girando sobre su propio eje. Segundos después, su figura pasaba a ser la de un erizo de mar con un diminuto ojo rojo luminoso colocado en cada una de las puntas de sus múltiples espinas. Pero la mayor parte del tiempo, aquellas criaturas voladoras preferían conservar una fisonomía más sobria, por lo cual se transformaban en una especie de piedrecillas ovales opacas que se contraían y expandían con la misma velocidad que lo haría el corazón agitado de una persona asustada.
Los peligrosos Pomaksein tenían una particularidad: disfrutaban mucho al imitar la imagen física de otras especies que se encontrasen en sus dominios. Al ser la muchacha el único ser distinto que estaba dentro de la desértica mazmorra abismal en ese momento, aquellos temperamentales seres semi-espectrales competían entre sí para ver quién de entre todos ellos lograba parecerse más a la prisionera humana. Sin embargo, ninguno lograba reagrupar sus moléculas vitales de la manera correcta. Habían transcurrido varios siglos desde la última vez que un espíritu terrícola había sido enviado hasta Hélverask, el más profundo de los cincuenta niveles en aquella inexpugnable ciudadela. Por lo tanto, los protectores de la misma ya no recordaban cuál era el procedimiento que debían seguir para moldear buenas réplicas de rostros de hombre o mujer. Y no había nada que los enfureciese más que saberse superados por los entes inferiores que se hallaban bajo su cuidado. La cólera de los Pomaksein no auguraba nada bueno para la desorientada pelirrubia, quien ignoraba por completo que ellos la observaban desde las alturas.
Dahlia no comprendía nada de lo que le estaba sucediendo. Había perdido la noción del tiempo. No tenía a su alcance ni tan siquiera un leve recuerdo acerca de su identidad o del propósito de su presencia en aquel deprimente lugar. Se sentía como un cascarón vacío condenado a vagar por la eternidad en medio de tierras desconocidas. Sin que ella pudiese evitarlo, cuantiosas lágrimas brotaban de sus cuencas. Un presentimiento perturbador se había alojado en su pecho desde el mismísimo instante en que había despertado dentro de ese espantoso sitio. A pesar de que no era capaz de evocar ningún fragmento de información que pudiese resultarle útil o al menos tranquilizador, su instinto le indicaba que las cosas no marchaban bien.
No podía ser algo normal el hecho de que no conociera ni su propio nombre. Mucho menos podría conseguir un poco de sosiego al saberse abandonada a su suerte, siendo aquel desesperante chillido ensordecedor su única compañía. Y por si eso fuese poco, el hambre y la sed la atormentaban sin tregua. De entre la multitud de interrogantes que poblaban su mente, una de ellas se había convertido en la más recurrente de todas: ¿por qué estaba ahí? A su parecer, ningún crimen podía ser tan grave que ameritase un castigo de tal magnitud. Si es que acaso había cometido un pecado imperdonable del que no tenía consciencia alguna, estaba dispuesta a dar su vida como pago. Nadie merecía padecer malestares físicos e inestabilidad emocional por siempre, sin importar cuán abominables hubiesen sido sus acciones. La sola idea de expiar sus transgresiones mediante una estadía indefinida en ese horrible campo desierto le producía unas ganas irrefrenables de gritar a todo pulmón. Así lo hizo y no se detuvo hasta que sus cuerdas vocales quedaron inservibles.
—Si hay alguien que pueda escucharme, le suplico que tenga piedad de mí. Venga y acabe con mi sufrimiento. Le prometo que no intentaré escapar ni me resistiré —susurró la chica, tiritando, a punto de desmayarse.
La gruesa capa de neblina en el firmamento comenzó a diluirse, al tiempo que una ventisca tan cálida como el hálito de un dragón envolvía el delicado torso desnudo de Dahlia. Un gran grupo de los irascibles entes aéreos que la custodiaban descendió hasta su presencia con una celeridad pasmosa. Uno a uno, se colocaron sobre el cuerpo de la joven hasta cubrirlo en su totalidad. Llegado ese punto, todos adoptaron la forma de diversos objetos punzocortantes y se incrustaron en la carne de ella sin piedad. La torturante sensación que la invadió fue tan potente que su cerebro se desconectó al instante...
Varias horas después de ese incidente, los párpados de la muchacha volvieron a abrirse. Estaba recostada sobre el mismo suelo arenoso, pero el desagradable zumbido de antes había cesado. Giró la cabeza con cuidado hacia la derecha y luego hacia la izquierda, con el objetivo de comprobar si todavía seguían allí las alimañas voladoras que la habían atacado. Para alivio suyo, no había nada más que el terreno desértico junto a ella. Hizo intentos de incorporarse, pero sus miembros no le respondieron del modo que esperaba. Parecía como si de repente su organismo se hubiese convertido en una argamasa blanda y tembleque. Por más esfuerzos que hizo, no consiguió levantarse, sino que empezó a mecerse cual si fuese la cuna de un bebé recién nacido. Fue en ese momento cuando atinó a mirarse a sí misma… Deseó con todas sus fuerzas no haberlo hecho jamás, puesto que la imagen que llegó a sus ojos era dantesca.
—¿¡Qué me han hecho!? —clamó la rubia, con una mueca de terror estampada en su rostro.
Tanto sus brazos como sus piernas estaban hinchados. Lucían deformes, dado que su tamaño natural se había triplicado. El verdusco tono de su piel le provocó náuseas, mas no podía regurgitar sin haber comido nada en quién sabe cuánto tiempo. También notó que, debajo de ella, había un gran pozo de una sustancia oscura y pegajosa que se extendía a su alrededor. Acercó su nariz lo más que pudo a dicho líquido e inhaló profundo. Se sintió aún peor después de constatar que ese fluido era sangre, su sangre. Al observar con mayor detenimiento su abotagado cuerpo, se dio cuenta de que tenía abundantes laceraciones rojizas por todas partes, y muchas de ellas todavía estaban goteando. No obstante, no sentía dolor alguno, sino todo lo contrario: estaba entumecida. Tenía la impresión de que su mente estaba intentando comandar a un organismo ajeno al suyo.
—Por favor, que alguien se compadezca de mí. No puedo ponerme de pie. Estoy herida e indefensa. ¡Imploro mi muerte, por piedad! —masculló la chica, haciendo un esfuerzo considerable para no soltarse a llorar de nuevo.
Segundos más tarde, un ruido semejante al de un objeto pesado que cae en picada desde un edificio alto llegó a los oídos de Dahlia. Los Pomaksein que la habían visitado horas atrás se habían congregado en torno a la rubia otra vez. Una sonrisa maliciosa se dibujada en las comisuras de los labios de cada uno de ellos, los cuales por fin habían conseguido recrear con éxito la apariencia que tenía la joven antes del violento ataque. Prorrumpieron en sonoras carcajadas al unísono, mientras se acercaban a paso lento al círculo sanguinolento en el que se encontraba recostada su víctima.
—¿¡Qué es lo que quieren de mí!? ¿¡Qué he hecho para merecer esto!?
No hubo respuesta alguna por parte de los crueles entes. No estaban prestándole atención a los ruegos desesperados de la frágil humana, pues estaban programados para cumplir con un único objetivo: castigarla. Tan pronto como estuvieron junto a ella, se agacharon y extendieron sus extremidades superiores hacia arriba. Las dejaron caer con rapidez sobre varios puntos específicos del tronco de la muchacha. Poco a poco, la hinchazón fue cediendo pero la sensibilidad perdida regresó. El agudo dolor producido por los numerosos cortes se apoderó de ella. No pudo suprimir la seguidilla de alaridos que aquel interminable suplicio le producía.
—Estás aquí para olvidar y ser olvidada. Deja de rogar un perdón que no te mereces. No puedes cambiar el destino asignado por la indiscutible vencedora, la emperatriz Nahiara —declararon en coro los Pomaksein, con gran solemnidad.
Esa última palabra despertó una vaga reminiscencia en la mente de Dahlia, pero no pudo analizar la nueva información con detenimiento, dado que su cuerpo había llegado al límite de su tolerancia al dolor. Se desvaneció por segunda vez…
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