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Trol

Pa Pat

Capítulo 9: Trol

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Como la vez en que creyeron que fue un cocodrilo el asesino de Hana, al observar el sitio vacío que dejó el tocón negro, sus mentes se negaron a aceptar el horror que destruía la lógica.

De lo que fue un extraño silbido, aquel transmutó en lo que pareció el gañido de un perro, con la pavorosa característica que provino de una garganta humana, algo que les heló la sangre en las venas.

El gemido cesó y el silencio fue aplastante, casi tanto como la negrura alrededor, rota por el débil resplandor de las llamas de la hoguera.

De la negrura salieron proyectadas raíces con el único objetivo de atrapar a su presa. Lejos de la dureza e inamovilidad de la madera, fueron tentáculos, ágiles como látigos, los que besaron los tobillos.

—¡Ven! —fue lo único a lo que atinó a decir Gustav; presa del miedo, agarró con firmeza la mano de Ada y se propuso huir. Sandro y Sofie, gritando lo suyo, procedieron a seguirlos.

Como la anterior noche, el anfiteatro de hojas verde oscuro, volvió a estallar en reverberaciones similares al aullar de los antiguos espectadores del circo romano, eran tan terribles, que de inmediato los cuatro supieron que hallarían la muerte cierta en medio de faldones negros que escondían garras y colmillos si escapaban hacia el follaje tupido.

—¡Vayamos al árbol! ¡Rápido! —sugirió Sofie y todos apuraron la carrera, levantando mucho los pies pues las raíces reptaban con la velocidad del áspid.

La escena de horror se carcajeó con el absurdo pues, lo mismo que en una escena de comedia, hombres y ente sediento de sangre humana, rodearon la base del ceibo con la esperanza de alcanzar la presa anhelada o escapar de una muerte violenta.

Creyó que fue una raíz, pero descubrió al voltear la mirada que la cosa con la que tropezó fue su mochila, aquella con las valiosas muestras de semillas que pretendía llevar a la bóveda del fin del mundo en Svalbard.

Las raíces reptantes por poco alcanzan a Sofie, eso sí, se enredaron en las correas de la mochila y la arrastraron hacia lo que sea tuviera por boca el tocón negro que iba tras ellos.

—¡No seas estúpida! ¡Tu vida vale más! —le gritó Sandro, logrando que la mujer recobrase el sentido común y emprendiera de nuevo la huida.

Por desgracia, esos preciosos segundos de duda fueron la diferencia entre la vida y la muerte, sacando la jefa del grupo la pajilla más corta.

—¡Sofie, no! —gritó Ada. Quiso ayudarla, pero el miedo pudo más.

—¡A las ramas, rápido! —ordenó Gustav.

Entretenido el tocón con Sofie, bajo el cruel solaz de las sombras, que todos tuvieron el tiempo justo para subir por el tronco, esperaban que el horror no pudiera seguirlos.

Se equivocaron.

Debilitados por el hambre y desconcentrados por el pánico, fueron incapaces de una escalada a mayor velocidad, no pudiendo llegar siquiera a las ramas más bajas del ceibo gigante, todo parecía perdido y la poca saliva en las bocas supo a la hiel de la muerte.

El sonido de un raro tambor rompió el aullar del tocón negro. Era extraño, no era el repiqueteo del pico de un ave sobre el tronco, se reconocía un ritmo, ritmo que parecía provenir desde dentro del ceibo.

—Es, es Andriy —dijo Sandro al reconocer la melodía que solía tocar su amigo con el cajón.

Sus mentes no pudieron hallar la lógica en lo que escuchaban, pero no importó; el tocón, asemejándose a un insecto ponzoñoso, se retorció de dolor y cayó al suelo. La melodía que salía del ceibo le era intolerable, el dolor: excruciante.

Fue hacia la negrura y penetró en aquella. El coro de animales, asemejándose a una procesión de borrachos aullantes, le siguió hasta perderse.

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La mancha sanguinolenta en el suelo, coagulada, fue el único rastro que dejó Sofie, brilló macabra con la luz del nuevo día. Con los corazones apesadumbrados, decidieron salir del semiclaro y tratar de buscar una salida del laberinto de la jungla; con un poco de suerte lograrían guarecerse antes de caer la noche con todos sus horrores, sean estos aullantes o silentes.

Apenas salieron del semiclaro, que las hadas, tomadas por los hombres como enormes ruiseñores multicolores, volaron por todas partes, en especial por las pozas de agua, preguntándose el paradero de Pa Pat al que aprisionaron cuando la selva era joven.

Los errabundos tuvieron suerte, un niño de la selva, indistinguible del anterior, se cruzó en su camino y les condujo a la civilización. Allá, en el humilde poblado, lo mismo que la otra vez, desapareció sin dejar rastros.

Tomo tiempo, pero lograron contactarse con la ciudad más cercana.

Una vez el mundo exterior, sabedor del paradero de los europeos, enviaron el pronto rescate y en lo que pareció una sucesión de imágenes cortadas de un rolló de un filme, retornaron a Santa Cruz.

En la ciudad les bombardearon de preguntas, muchas de ellas no obtuvieron respuesta, así lo decidieron los sobrevivientes ante el temor que los consideraran locos. A ojos del mundo, Andriy Budny, Sofie Naeverdal y Hana Gang, se extraviaron en la selva para nunca más salir.

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Epílogo

Un día antes de regresar a Svalbard, los tres amigos se enteraron de una noticia funesta: el grupo de bolivianos que viajó al norte de Noruega desapareció lo mismo que los fallecidos en la jungla. Solo se encontró una grabación de ellos.

La imagen era de una calidad pésima, más parecía haber sido filmada con una vieja filmadora para casete de VHS. Lo poco que pudo observarse y distinguirse entre todo el metraje granulado, pareció provenir de un video de terror analógico en YouTube.

—¡Sigue filmando! ¡Viene tras nosotros! —gritaba una mujer joven. La reconocieron, era Andrea, la dueña del gato.

—¡Cuidado! —gritó el que se suponía era el camarógrafo.

—¡Debimos esperar a que encontraran a Tito! ¡Nos habría protegido!

Antes de perderse la imagen, algo se abalanzó hacia ellos, era indistinguible debido al movimiento de la cámara.

—¡Trol! —gritó la mujer y nada más. El noticiario volvió a la programación habitual.

FIN

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