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Las raíces sedientas

Pa Pat

Capítulo 7: Las raíces sedientas

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Como un pilar que sostenía la bóveda del cielo, así les pareció el tronco del ceibo gigante; intimidados, le rodearon para ver si se les escapó una pista que podría conducirles al cuerpo de Andriy, pero todo fue en vano, por lo tanto, negándose a desechar la lógica, se aferraron a la idea de que un jaguar se llevó el cuerpo del amigo y que los rastros que iban hacia el ceibo solo era una pareidolia.

—¿Qué vamos a hacer? Se llevó a Andriy. Todo es mi culpa, si no me hubiera quedado dormido esto no habría pasado.

—No pienses así. Quizá el jaguar te hubiera atacado y en este momento sería a ti a quien estuviéramos buscando —dijo Gustav.

—¿Le buscamos en la espesura? —preguntó Ada. El grupo intercambió miradas, todas dubitativas.

—No creo, mejor no hacerlo. Lo siento, Sandro, pero capaz que nos perdamos y empeoremos las cosas —dijo Sofie.

El ruso bajó la mirada al piso, apretó los puños a los costados, pero reconoció la sabiduría en las palabras de la jefa.

Como un ratoncito asustado, así Hana avanzó un par de pasos, estaba agotada y no le apetecía de ninguna manera probar suerte en la jungla.

—¿Acampamos aquí?

—Creo que sería lo mejor, no puedo dar ni un paso más —dijo Ada—. Ni cuando estuve en el ejército caminé tanto.

—Será mejor juntar leña para cuando caiga la noche. Haré guardia para que ningún animal se acerque —se ofreció Gustav.

—Yo la haré, he dormido lo suficiente.

—No dormiste casi nada y cargaste a Andriy todo el camino, yo me ocuparé de ver que ningún jaguar se acerque.

Sintiendo cómo le pesaban los párpados, el hombre del cabello afro aceptó.

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Armaron un toldo puesto que por algún motivo les incomodaba acercarse al ceibo pese a que las ramas ofrecían protección de cualquier posible lluvia torrencial. Sofie roncaba mucho y fuerte, no obstante, nadie se despertó, así de cansados estaban.

Un silbido tenue se escuchó por los alrededores, apenas perceptible y por más irónico que resultase, fue justo aquel el que despertó a una de las mujeres.

—Gustav, ¿eras tú el que silbaba? —preguntó Hana, limpiándose las lagañas.

—Debe de ser el viento, debe de estar soplando contra cañas. Vuelve a dormir.

—¿No tienes sueño?

—Algo, pero me inquieta lo del jaguar que se llevó a Andriy.

—No pude dormir bien, me moría de sed. ¿Cuánta agua nos queda?

—Trajimos varios pellejos de agua, pero nos la tomamos casi toda.

—¿Habrá cerca?

—Vi a unos pájaros en la tarde que bebían junto al tocón negro. Podremos ir a recoger agua de ese lugar.

—Tendríamos que hervirla para que no nos de diarrea. Traje algunas latas de conserva vacías —dijo y se desperezó para quitarse la somnolencia—. Se me quitó el sueño, es mejor que vaya a recoger el agua.

—Puedes hacerlo mañana.

—Mañana nos dará sed y hervir el agua y esperar a que se enfríe tomará tiempo. Mejor la recojo.

—Tienes razón. Espera, te daré los pellejos de agua que se vaciaron.

Con los pellejos a cuestas, la coreana se aproximó al tocón muerto, las raíces sobresalían. No pudo evitar tragar saliva al ver que varias pozas de agua iban desde la espesura hasta el tocón, parecía que el árbol muerto intentó dirigirse hacia el ceibo gigante y dejó esas huellas aguachentas.

«Mejor lavo las latas para quitarles el olor a salchichas de Viena».

¡Auch!

—¿Qué pasa?

—Descuida, me corté un dedo al lavar algunas latas. No es nada grave.

El pelirrojo se levantó para ayudar a la cocinera, pero en eso el extraño silbido se hizo más notorio. Pensó que provenía de la jungla y para cerciorarse se acercó a la espesura; curioso, un miedo ajeno a cualquier depredador felino le sobó el pecho. Sintió que el corazón se le helaba y se frotó el esternón para darse calor en medio de ese clima tropical.

La mujer dejó de estar atenta a sus labores, giró el rostro a los costados. A diferencia de Gustav, pudo escuchar a la perfección la fuente del extraño silbido: provenía del tocón ennegrecido.

Sintió miedo, pero fuera la curiosidad o el silbido hipnotizante, la obligó a acercarse, incluso se sumergió hasta las rodillas en la poza más cercana. La sangre de los dedos caía en el agua y se asemejaron a rubíes, que hundieron hasta besar las raíces.

La madera muerta, yacida en esa posición de querer acercarse al ceibo, produjo una especie de gañido que le heló la sangre en las venas a Hana, intentó darse la vuelta, pero aquello no pudo ser. Igual a anacondas silentes, así las raíces emergieron y ejercieron fuerza constrictora contra la coreana.

Sea la suerte o el destino aciago, que Gustav decidió que sería una locura explorar los alrededores en pos de hallar la fuente del silbido. Con el rabillo del ojo vio los últimos momentos de Hana y el cerebro se le congeló.

Quiso gritar, pero la voz de alarma se le ahogó en el pecho al tiempo que corrió a ayudarla.

El ruido del chapoteo no bastó para despertar a los demás. Gustav, sintiendo la hiel del miedo, trataba de agarrar los brazos de Hana cuando una raíz le golpeó el rostro.

El impacto fue doloroso y potente, lo suficiente para tumbarlo fuera del pozo de agua, pero fue útil para devolverle la sangre fría:

—¡Socorro! ¡Ayúdenme todos!

—Tardaron uno o dos segundos, pero se recuperaron y estuvieron prestos para cualquier cosa ante el grito de alarma.

—¡¿Qué sucede?! —gritó Ada.

—¡Es un cocodrilo! ¡Está atacando a Hana!

Como impulsados por resorteras, así corrieron a la poza cuya superficie estallaba en latigazos de violencia atestiguando la lucha de la mujer por salir de la aguachenta boca de la muerte.

CONTINUARÁ...

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