El injusto arresto
Pa Pat
Capítulo 3: El injusto arresto
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La noche era acunada con la canción de cuna de los enormes insectos que volaban sin cesar. Torpes, se estrellaban contra las paredes de las chozas, los brazos, pechos y las caras de los pobladores; solo cerca de la hoguera comunal daban los exoesqueletos giros bruscos, ahuyentados por el denso humo que se perdía en ese cielo estrellado.
El rostro de cobre dibujaba la avanzada edad mejor que ningún lienzo; los brazos, delgados y arrugados, a veces se levantaban queriendo crispar los puños, en especial cuando dijo el nombre maldito:
—Pa Pat, así se llamaba el cacique de aquel pueblo —relataba, ajeno a las traducciones que hicieran los dos guardaparques bolivianos. Los noruegos no se perdían ni una palabra y los minutos transcurrieron junto a la humareda que, con lentitud, buscaba coronar los árboles cercanos.
»Era el hombre más perfecto, el mejor cazador y todas las hembras le buscaban. Pero había algo extraño, cada cierto tiempo una de las mujeres desaparecía. Pa Pat guerreó contra otras tribus y exigía mujeres, pero igual desaparecían. Un día, cuando fue de caza con su hijo, entraron a la choza y descubrieron los restos de esas desgraciadas, ¡fueron devoradas por Pa Pat!
»Al enterarse que era caníbal, le prohibieron la entrada. Solo, salvo la compañía del hijo, huyó a las profundidades de la selva. El Abuelo le maldijo y pese a ser un excelente cazador, hambreó, tanto, que devoró a su propio retoño.
—¿El abuelo? No entiendo —dijo Sofie.
—El dios de esta gente —respondió uno de los guardaparques, solo eso, para no perturbar el relato del más viejo del poblado.
—Comenzó a comerse a sí mismo. Solo quedaron los huesos recubiertos de jirones de carne; desde entonces, cuando el viento silba, trae el gañido de Pa Pat, pues tiene hambre, clama por carne humana, recorre el bosque con forma de árbol, pues en eso se transformó.
El chisporroteo de la leña era lo único que sonaba. El anciano, contento con la reacción de miedo de los extranjeros, se carcajeó, pero tal risa proveniente de esa boca destentada sonó ominosa y con aquel sentimiento todos fueron a dormir.
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Sin la fogata que dibujaba diablos negros en zarabanda por las paredes de las chozas, que todos tuvieron mejor ánimo para escuchar más historias de hombres que tuvieron semejante destino que el cacique maldito, no podía ser de otra manera, después de todo, trabajaban en el reservorio de semillas de la isla norteña; los relatos centrados en los árboles de la selva fueron de particular interés.
Los relatos del Úu Quen, que eran hombres convertidos en palmeras; las desesperadas Muem Sem, mujeres que huían al monte para salvaguardarse de la ira de sus maridos y acabaron convirtiéndose en árboles que hacían señas a los viajeros; la madre gestante, Imaybé, que rogó al dios Tunupa para que la transformara a ella y al hijo nonato en el árbol del toborochi, todas ellas fueron escuchadas por oídos atentos, embriagados por tan rico folclor.
En cuanto a Ada, por no trabajar en la bóveda de semillas, sus intereses fueron otros.
—¿Qué fue lo que dijo? —preguntó a Raúl, el guardaparques.
—Taiñ Taiñ Corová, se dice que es un duende con forma de niño. No hace daño a nadie, solo espía por entre las malezas. El indígena siguió con el relato, teniendo Raúl que traducir:
—Dice que hay que temer a otro, al Teiñ Teiñ Corova.
—Y ese ¿quién o qué cosa es?
—Es la contraparte del otro, es malvado y hace que los viajeros que entran a la selva se pierdan. —El indio gesticuló con más horror, no importándole la cara que pusiesen los dos bolivianos o la noruega.
—¿Qué? ¿Qué dijo?
—Dijo que hay que estar atento a la canción del Teté. Es un ave que vuela de noche, blanca toda ella, el canto y su presencia es el presagio de la muerte.
»Me recordó a lo que decía La india María en esas viejas películas mexicanas: "Cuando el tecolote canta, el indio muere" —dijo tratando de ahuyentar el ambiente tenso, pero Ada no entendió la referencia.
»No debe preocuparse —le tranquilizó—. Ni esa ave o duende les van a dañar siempre y cuando nadie se aventure por el bosque. Nada de irse a explorar la selva.
Ajena a la conversación de Raúl y Ada, que la lideresa del grupo, Sofie, escuchaba atenta las palabras de Marcos que, diligente, traducía lo dicho por otro de los pobladores:
—Le llaman Tuinandi, es un árbol gigante, un ceibo hermoso rodeado de colibrís enormes. Se supone que las almas de los muertos deben encontrarlo antes de ir a reunirse con el Abuelo, el dios de estas gentes.
—Sería grandioso poder ver ese árbol.
—Es solo un mito, esa cosa no existe, y en el remoto caso que así fuera, ni loco les llevaría por la selva, ese lugar no es para la gente que no está preparada de antemano, es fácil perderse.
Los noruegos cruzaron miradas, las posibilidades de aventurarse por la selva se esfumaban. En eso, en vez del canto del ave de la muerte, lo que escucharon fue el silbato de la policía.
Unos uniformados se acercaron al grupo de extranjeros, se veían agotados y por lo mismo sus rostros eran hoscos.
—¿Ustedes son los guardaparques Raúl y Marcos? Están arrestados por mellar la dignidad de los dueños de la compañía minera.
Los dos hombres aseguraron que las acusaciones eran falsas, que lo que hicieron fue denunciar la depredación de áreas protegidas del bosque, algo que les competía por ser parte del trabajo, que solo cumplían con sus obligaciones de guardaparques nombrados por el estado (corrupto e inmovilista), pero nada de eso importó.
—Esto se solucionará rápido.
—No vayan a internarse en la selva.
Prometieron regresar para cuando llegara el momento de que los noruegos necesitaran retornar a la civilización. Huelga decir que no regresaron.
CONTINUARÁ...
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