CAPÍTULO: 68
LOLA
—¿Cuánto tiempo hace que no renuevas tu armario, nena?
He perdido la cuenta del número de veces que Nico ha maldecido por lo bajo lo, y cito textualmente, desfasada, sin gracia y monocromática que es mi ropa.
—En serio, ni mi madre sigue llevando estas blusas de flores estampadas— sentencia Nicolás, deshaciéndose de una de mis blusas favoritas.
—A mi me parece original —comenta Abril, intentando aportar un poco de luz al asunto. Gala, en cambio, se mantiene al margen recogiendo cada prenda de ropa que Nico tira al suelo. Es una completa y absoluta maniaca del orden.
—Original es la forma educada de decir que es como si un elefante hubiese vomitado sobre un trozo de tela negra —bromea el chico, arrojando por encima de su cabeza un par de cinturones negros de cuero.
A penas queda media hora para que tenga lugar mi encuentro con Kenia y el hombre que podría convertirse en mi primer representante como fotógrafa. Yo sí que tengo ganas de vomitar y no ese hipotético elefante, por no hablar de que no he vuelto a saber nada de Lukás desde su llamada en el Muse's.
—¡Esto ya es otra cosa! —exclama Nico, eufórico. Con un pequeño brinco, deja de darnos la espalda y nos sonríe, satisfecho, mostrando entre sus manos un corto vestido negro, ceñido al cuerpo, de manga larga con los puños anchos y cuello de barco. Ese vestido fue el último regalo de cumpleaños de mi madre—. ¿Qué opináis?
Gala es la primera que se lanza a hablar.
—Demasiado oscuro.
Abril pasa un brazo por encima de mis hombros y me estrecha contra ella.
—Elegante.
—¿Quieres que muera de gripe enterrada en una montaña de mocos y pañuelos? ¡Está diluviando, Nico!
Mi amigo levanta la cabeza de la prenda de ropa para dirigirse hacia la ventana de mi habitación. Una enorme cortina de agua desciende rauda bañando el cristal. Llueve tanto que prácticamente no se divisan los bloques de edificios de enfrente.
—Alguien podría haberme avisado de que el cielo se iba a romper en mil pedazos —se queja Nico, colocando los brazos en jarra al mismo tiempo que un estruendoso trueno combate con el ruido del tráfico de la ciudad.
—¿Sabes, Nico? —ahora es Gala quien interviene y, a decir por el tono extremadamente sarcástico de su voz, esto no pinta nada bien—. Alguien con más luces que tu, al parecer, inventó lo que se llama ventana. Ya sabes, cristales transparentes a través de los cuales se pueden ver cosas...
—¿Hace mucho que no te echan un buen polvo o qué te pasa?
—Venga chicos, ya basta. Déjame ver.
Abril es quien se aproxima ahora hasta mi armario, con las puertas abiertas de par en par. Una a una, revisa todas las prendas y corre hacia un lado las perchas que sostienen aquellas que no parecen interesarle los suficiente. Nadie pronuncia una sola palabra, tan solo nos limitamos a contemplar la determinación y confianza con la que Abril escoge el conjunto que llevaré en la comida con Kenia.
Cuando termina, la joven rubia cierra el armario y me tiende un pantalón de tiro alto ligeramente acampanado, de color verde esmeralda, junto con un top blanco con detalles de encaje bordados a la altura del pecho y escote en forma de corazón. Tras despojar a las prendas de sus perchas, Abril se desprende de su americana en tono amarillo canario y me la entrega junto con las demás piezas.
—Pruébate esto en el cuarto de baño y vuelve.
Sin rechistar, pues tampoco puedo perder mucho más tiempo si quiero llegar puntual a la comida con Kenia y el representante, me adentro a toda prisa en el cuarto de baño y comienzo a desnudarme. Reconozco que hacía tanto tiempo que no me ponía estos pantalones que incluso había llegado a olvidarme de ellos. No es hasta que mi miro al espejo cuando recuerdo lo mucho que me gustaban y, combinados con el color blanco y la chaqueta de Abril ligeramente abombada en mis hombros, quedan de maravilla. Con movimientos ágiles, humedezco un poco las palmas de mis manos y le doy la forma que más me gusta a mi cabello. Aplico un poco de máscara de pestañas, intentando no mancharme el párpado superior de color negro. No obstante, a quién vamos a engañar, justo el momento donde crees que tu maquillaje es impecable, el pincel decide ir por libre y fastidiarlo todo.
Tras limpiar las pequeñas manchas de rímel negro en mi párpado inferior, rebusco en los cajones uno de mis pintalabios líquidos con acabado mate en tono beige. Perfilo mis labios sobresaliendo un poco de su línea natural para darles un aspecto más voluminoso y relleno el interior hasta las comisuras. Cuando termino de maquillarme, me tomo unos minutos para contemplarme detenidamente ante el espejo.
—No estés nerviosa. Todo va a salir bien —me digo a mí misma, mirándome fijamente a los ojos mientras tomo una última bocanada de aire antes de salir del baño—. Puedo con todo.
Apago la luz de la habitación y, en medio del pasillo, detengo mis pasos al detectar la vibración de mi teléfono móvil en el interior de mi bolsillo trasero del pantalón que Abril ha escogido para mí. El nombre de Lukás aparece iluminando la pantalla con una luz blanca que me paraliza por unos instantes. Recuerdo las palabras que le he dedicado a mi reflejo hace escasos minutos y deslizo mi dedo para aceptar la llamada entrante.
—¿Lukás? —contesto, sorprendida por la firmeza en mi timbre de voz.
—Lola, estoy en la editorial... Te he llamado antes pero...
—¿Han respondido a tu novela? —me atrevo a preguntar, apretando con fuerza mis dientes, temerosa.
Escucho como Lukás chasquea la lengua al otro lado de la línea.
—¿Por qué lo has hecho? —me pregunta—. ¿Por qué no me lo contaste? Era algo mío, Lola, lo poco que sentía como propio, íntimo. Pensé que tú lo entenderías mejor que nadie.
—Lo hice porque quise ayudarte —confieso—. Tenías una oportunidad inmensa ante tus ojos, ¿te habrías atrevido a cogerla por ti mismo? Lo vi en tus ojos, Lukás, cuando me hablabas sobre tu novela, vi en tus ojos las ganas de dar el salto. Yo solo traté de darte el impulso que necesitabas.
—Pero no así, Lola. No a mis espaldas.
Su voz se vuelve más grave, haciéndome saber que su enfado es real y respetable. Sé que mis formas no han sido los mejores, pero él tampoco está en la posición de reprocharme nada en cara.
—¿Igual que hiciste tú aquel verano? ¿Cuándo yo no sabía nada de ti? ¿Cuándo me culpé por algo malo que podría haber hecho para que tú te marcharas? ¿Cuándo le pediste a mi madre que me ocultase todo? Que te den, Lukás. Yo también habría entendido tu posición desde el principio.
Y, con las sílabas de su nombre todavía vibrando en mi garganta, doy por finalizada nuestra llamada. Dejo salir todo el aire contenido en mis pulmones cuando guardo de nuevo el móvil en su lugar inicial. No es justo. No es justo que yo tan solo quisiese ayudarle a cumplir su mayor sueño y ahora vengan los reproches. No es justo cuando yo nunca le he echado en cara que me dejase tirada, sin ninguna noticia de su paradero. No es justo porque yo entendí su situación con su familia, con su padre. No es justo que ninguno de los dos nos hayamos hablado así el mismo día en que nuestros sueños puedan hacerse realidad.
—¿Qué ha pasado? —pregunta Gala cuando me adentro de nuevo en mi habitación. Fijo mi mirada en la suya, mantiene sus ojos tan abiertos que parece que se vayan a salir de las órbitas.
—Lukás me ha llamado ahora. No ha sido nuestra mejor conversación.
Nico se cruza de brazos a la vez que emite un leve quejido de resignación, sentándose con Gala sobre la cama del cuarto. En cambio, es Abril quien se acerca hasta mí con pasos cautelosos, como es ella, y me abraza. Ninguna de las dos somos personas a las que nos encante hablar sobre cómo nos sentimos, por ese mismo motivo, su abrazo, reemplaza cualquier clase de discurso que podría darme en este momento. Tras deshacer nuestro abrazo, siento el novedoso frío metálico alrededor de mi cuello. Con agilidad, Abril termina de abrochar el cierre de una fina cadena dorada que sostiene un conjunto de perlas diminutas que bailan sobre mis clavículas al compás del movimiento.
—Ahora tienes que centrarte en ti y en tu entrevista —aclara la muchacha de pelo rubio. Gala y Nicolás no tardan en reiterarse en las palabras de la joven.
—Tienes razón —afirmo—. Gracias chicos, nada de esto tendría sentido sin vosotros.
—¡Ahora ve a enseñarle a ese representante todo lo que eres capaz de hacer! —exclama Nico, mientras todos nos abrigamos antes de salir a la calle. No sin antes hacernos con un par de paraguas—. ¡Y nosotros...! ¿Alguna queréis pizza?
Abril estalla en una carcajada tan sonora que hasta ella misma trata de reprimirse después, cubriéndose la boca con la palma de la mano. Gala, en cambio, responde con un gemido que ella misma catalogaría como; orgasmo culinario.
Una vez ya en la calle, abrimos nuestros paraguas para cobijarnos de la lluvia que, con más intensidad, sigue bañando las aceras de la ciudad. Es aquí donde nuestros respectivos caminos se separan. El grupo de chicos me desea suerte con gritos desde la lejanía y se despiden ondeando sus manos por encima de la cabeza, con tal ímpetu, que Nico pierde el equilibrio de su paraguas y termina por mojarse el pelo y su chaqueta vaquera.
Compruebo el reloj por última vez. Tengo quince minutos para llegar al restaurante, así que, con un poco de suerte, todavía tengo posibilidades de llegar puntual si tomo un atajo.
Evitando pisar el mayor número de charcos que, desde hace más de una hora, cubren las baldosas de las calles, camino deprisa esquivando al resto de peatones con mi paraguas. Por si el día no podía ir a peor, una fuerte ráfaga de viento azota la avenida de tal forma que me veo obligada a girar por las calles más estrechas del centro de la ciudad, con la esperanza de que los muros que forman los edificios, me resguarden del frío. El Edén, el restaurante donde Kenia me espera con Damián Nogal, queda a menos de una manzana de distancia, por lo que acelero mis pasos en el último paso de cebra que me queda por cruzar antes de vislumbrar la alargada fachada de mármol negro y pizarra, cuyo logo, un contorneado árbol de estilizadas ramas, se divisa en tonos dorados sobre la enorme puerta de cristal que da acceso al interior de El Edén. Sacudo con fuerza mi paraguas antes de entrar. Todo parece estar tan limpio y tan bien colocado que temo que unas pequeñas gotas de agua rompan el equilibrio de la misma perfección.
—Permítame, señorita.
Un hombre vestido de etiqueta y relucientes zapatos negros, se ofrece a guardar mi paraguas y mi bolso de mano. Dudosa, le tiendo únicamente el primer objeto y me aliso la chaqueta que Abril me ha prestado en mi casa, buscando con los ojos la inconfundible melena densa de Kenia en alguna de las mesas. Sin embargo, es ella quien no tarda en encontrarme.
—Estábamos esperándote ¾me avisa al mismo tiempo que me saluda con un fugaz abrazo. Su cabello huele a coco y menta—. Damián está ansioso por conocerte.
—Todavía no acabo de creerme que esto vaya a suceder de verdad.
Kenia emite una risa que, a mis oídos, hasta resulta elegante.
—Puedes pellizcarte todo lo que quieras, Lola —su tono de voz se vuelve un tenue susurro que, extrañamente, consigue erizarme el vello de la nuca—. Pero tu futuro te espera sentado en aquella mesa.
Damián me saluda desde su mesa con un gesto firme y seguro, al igual que su apariencia. Su rostro me recuerda un poco al personaje que interpretaba Johnny Depp en The Tourist, con la misma barba rodeando sus finos labios. A decir verdad, su corte de pelo es idéntico. Damián podría clasificarse dentro de ese grupo de personas que, por mucho que trates de adivinar su edad, la verdad te sorprendería de todos modos. A medida que me aproximo a nuestra mesa, él se levanta para estrecharme la mano con fuerza. Viste una americana de grandes cuadros abstractos en todos café y chocolate, a juego con la montura de sus gafas de pasta. Un par de colgantes metálicos se cuelan entre los botones de su camisa blanca e impoluta. No es hasta que me siento frente a él cuando percibe una sutil raya negra de maquillaje sobre la línea de agua de sus párpados inferiores.
Casi como un parpadeo, mi atención viaja esta vez al interior del restaurante. Toda la decoración gira en torno a la idea de un idílico jardín del edén, de ahí su nombre. Las paredes que separan las diversas salas, imitan el follaje de una frondosa selva, son árboles y ramas entrelazadas que permiten el acceso de un salón a otro. Del techo, cuelgan largas lianas y flores silvestres que contrastan con el suelo color caoba a juego con el marco de una inmensa cristalera que ofrece las vistas del caudaloso río que divide la ciudad. Las mesas son redondas, de madera maciza, recubiertas con una exquisita mantelería de seda, al igual que el tapiz que viste a cada una de las sillas. Las luces están apagadas, solo la débil luz de exterior que entra por el ventanal, ilumina el comedor. Si cierro los ojos, no me cuesta imaginarme los sonidos que se escucharían en medio de un bosque o de una sabana. Pero hay algo que me causa cierta incomodidad.
Con un casi imperceptible gesto con la cabeza, Kenia avisa a uno de los camareros para que comiencen a servir los platos que vamos a degustar. Me percato por un instante de la cantidad de tenedores y cuchillos que hay colocados a ambos lados de mi plato. Asumo no haber visto en mi vida ni la mitad de ellos. Hay un cuchillo que incluso se asemeja a una de mis paletas con las que aplico la pintura en el lienzo.
—Lola —la voz grave de Damián me trae de nuevo a la realidad del restaurante—, es un gusto conocerte. Kenia me ha hablado muy bien de ti y, por lo que pude ver en tu primera exposición, tienes realmente unas ideas, digamos, avariciosas, y eso me gusta.
—¿Avariciosas?
El primer plato que los camareros depositan con elegancia sobre nuestra mesa es un tartar de salmón con vieiras, aguacate y salsa de mango. Imito a Kenia, quien toma el primer tenedor de su plato y se deleita con el sabor del entrante. Damián, en cambio, continúa hablando.
—No me malinterpretes —se excusa—. Para una mente que apenas ha terminado su formación en el campo de la fotografía, tienes una visión muy interesante.
Damián degusta su primer bocado del tartar de salmón, sin quitarme su mirada de encima.
—Lola es una de mis mejores alumnas, Damián. Se ha ganado a pulso su reputación en la escuela.
—El talento es algo innato, ¿no es cierto?
A un extremo de la sala, como si estuviesen esperando a que los tres platos de entrante quedasen vacíos, los camareros traen tres nuevos platos y retiran los ya usados.
—El primer plato consta de gazpacho de fresas coronado con un helado de tomate y aire de pepino —explica uno de los camareros—. Que lo disfruten.
Sin duda alguna, es el plato más bonito que he visto en toda mi vida. Tanto, que incluso me da lástima empezar a comer.
—Tengo muchas ideas para que trabajemos juntos, Lola —Damián carga de nuevo. Hay algo en su voz, en su forma de mirar, que te atrapa.
—Gracias, la verdad que exponer mi primer material fue una gran oportunidad para mí y me encantaría profundizar más en esa línea —su mirada penetrante consigue que deposite mi cuchara dentro del primer plato. Tomo mi servilleta y limpio las comisuras de mis labios. Damián mantiene su postura, esperando a que yo termine de hablar—. Ya sabe, me encantaría que mis obras hablasen de mí.
Tras una pausa donde el representante parece haberse petrificado en el tiempo, estalla en una carcajada que logra sobresaltarme en mi silla.
—¡Y lo harás! ¡Claro! ¡Cómo no!
Kenia me dedica una reconfortante mirada de soslayo, sonriéndome. Mi madre siempre me ha dicho que pocas veces nos equivocamos las mujeres cuando nos dejamos llevar por lo que dice nuestra intuición. Como una especie de sexto sentido. A medida que transcurre la comida no puedo evitar acordarme de esa frase, pues siento como su alguien estuviese ahogándome poco a poco.
—Los artistas jóvenes tenéis ganas de comeros el mundo nada más salir del cascarón. Yo también tuve mis inicios y, ¿sabes? Me vi muy reflejado en ti durante tu primera exposición. Tenemos muchas cosas en común, Lola, créeme.
—¿De verdad? —cuestiono, tendiéndole el cuenco vacío a uno de los camareros—. ¿Qué fue lo que más le gustó?
—Querida, es demasiado pronto como para hablar de gustos...
—¿Pedimos más vino? —nos pregunta Kenia, retorciéndose las manos, una contra la otra.
Percibo su voz como un eco que se desvanece cuanto más centro mi atención en el famoso representante de fotografía.
—¿A qué se refiere?
Damián se inclina hacia delante, apoyando los codos sobre la mesa mientras perfila con los dedos el borde de su copa de cristal.
—Tienes potencial, seguramente seas la que mejor conoce la teoría de toda la escuela pero, tu exposición no fue innovadora.
—No buscaba que lo fuese.
—Por eso estoy yo aquí —sentencia Damián.
Mientras los camareros sirven el segundo planto principal, un fuerte pitido me hace abrir el bolso sobre mi regazo y sacar un instante el teléfono móvil. La breve lectura del mismo en la pantalla hace que sienta el latido de mi corazón vibrar en cada centímetro de mi piel. Abro el mensaje, pero Lukás ya se ha desconectado del chat:
Lo siento mucho.
Recupero el aliento cuando Kenia pronuncia mi nombre con determinación, queriéndome llamar la atención.
—Lola.
Bloque de nuevo el Smartphone y lo guardo en el interior del bolso de mano. Carraspeo antes de coger entre mis manos el siguiente tenedor con su correspondiente cuchillo para carne.
—Lo siento —me disculpo.
Damián bebe un largo trago de vino tinto antes de catar un generoso trozo de solomillo con foie y manzana caramelizada.
—Volviendo a nuestro tema de conversación, Lola, el tema que elegiste para tu primer contacto con el mundo de la fotografía ya está muy visto. Todos sabemos qué es el feminismo, sabemos que ahí fuera hay cientos de mujeres que son o han sido maltratadas, conocemos el resultado de todas las vertientes del arte que se han centrado en la mujer como elemento principal. Por lo tanto, no es vanguardista, ya no interesa —a penas respira entre bocados hasta terminar su plato por completo. Yo ni siquiera he podido empezar—. Quiero hacer de ti una verdadera fotógrafa y volcar todos tus conocimientos teóricos en temas que valgan la pena, que sean rompedores. Soy un hombre con una visión progresista.
Y un gilipollas integral. Pensamiento el cual, por la expresión de Kenia, se refleja en mi rostro con total claridad.
—En ningún momento yo decidí hablar sobre el feminismo porque considere que sea un tema de moda. Seré joven e inexperta, pero no soy tan cínica como para pensar en algo así —hago un amago de querer probar mi suculento plato por primera vez, pero no he terminado de decir todo lo que pienso—. Si quise dedicar mi primera exposición a la mujer fue porque yo soy una, mis amigas lo son, mi madre lo fue y quise dedicarles mi primera obra a ellas. Porque ellas son mi fuente de inspiración diaria.
—Otro discurso nada rompedor —Damián toma otro trago de vino hasta terminar su tercera copa.
Junto a él, reposa un maletín de cuero con hebillas metálicas. Con una sola mano, desbloquea el cierre principal y saca de su interior una delgada carpeta de color azul marino que desliza sobre el mantel hasta llegar a mí. A regañadientes, destenso las cuerdas de sus extremos y, con un chasquido, observo el documento que guarda. Es un contrato ya sellado por Damián Nogal, a la espera de ser firmado por su nuevo interesado.
—Podemos llegar muy lejos si trabajamos juntos —se reitera el representante—. Con tu técnica y mis ideas, podemos hacer grandes cosas. Exposiciones en las mayores sedes de la fotografía internacional, giras por todo el mundo, tu nombre en todas las portadas de las revistas... Tan solo tienes que dejarte guiar por mí y mi experiencia. Cualquiera pagaría por una oportunidad como esta, querida.
Damián destapa uno de sus bolígrafos y lo deja caer sobre el papel, tan expectante como seguro de que nadie en su sano juicio dejaría escapar una oportunidad así.
He querido ser fotógrafa desde que era una niña. El primer regalo de cumpleaños que recuerdo fue una cámara de fotos rosa que, ni siquiera funcionaba con batería, sino con dos pilas alcalinas. Con esa cámara fotografiaba a mi madre mientras cocinaba, mientras servía las comandas del Muse's, capturaba sus cuadros a medio terminar, las manchas de pintura, la vida de la calle... Sabía que yo quería fotografiar aquello que me representase, lo que yo quería mostrar y me hacía ser quien soy a día de hoy. Nunca quise representarme por las tendencias, sino que fuese mi obra la que hablase de mí. Y ahora, en este mismo instante, alrededor de la mesa de uno de los restaurantes más lujosos de la ciudad, puedo sentir como la pequeña Lola de seis años me abraza por dentro.
Sin titubeos, guiándome por mi intuición, tal y como mi madre me enseñó a hacer, declino la oferta de Damián Nogal rompiendo en pequeños trozos de papel el contrato.
—Ni yo, ni mis conocimientos, ni mi poca experiencia, ni mis ideas nada innovadoras, nos vamos a dejar comprar por un vende humos como usted, señor Nogal.
Bajo la perpleja mirada de Kenia, y la actitud desafiante de Damián, me levanto de la mesa con la total seguridad de haber hecho lo correcto y lo que dicta mi corazón.
—No sabes lo que has hecho... —susurra el hombre.
—Se equivoca, usted no sabe lo que ha perdido durante esta comida Nadie, nunca, va a decirme qué es que lo que tiene que reflejar mi obra para gustar. Mi obra soy yo y lo que mi inspira, es mi trabajo. Y usted, el gran Damián Nogal, se puede meter su visión progresista por donde le quepa —concluyo, no sin antes despedirme de Kenia—. Nos vemos en clase, Kenia. Lo siento mucho.
Con paso firme, haciendo sonar el ruido de mis tacones contra el suelo de madera, me dirijo hacia la salida, donde el mismo hombre tan elegante del principio me devuelve el paraguas con una socarrona sonrisa en los labios, como si hubiese estado pendiente de toda la conversación vivida en ese comedor. Con la cabeza alta, le respondo con un amable gracias y abandono el restaurante. Afuera sigue lloviendo a mares, pero no me importa. He encontrado mi camino y ya no pienso separarme del sendero que me lleve hasta el final.
Me siento feliz, me siento yo misma y más viva que nunca. Y grito, tan fuerte como mi garganta me lo permita. Grito, porque al fin, lo único que me importa es mi verdadera felicidad.
¡Bonicos! ❤ ¡Contadme qué os ha parecido! ❤ Quedan dos capítulos para el final de Oxitocina, que nerviosssss
Nos leemos pronto ❤
María
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