CAPÍTULO: 65
LUKÁS
Despedirme esta vez de Lola no me ha resultado tan complicado como la última vez. Ni mucho menos se asemeja a la sensación que me invadió al marcharme, sin dejar más rastro que una fotografía y el secreto mejor guardado de América. Esta vez, el sabor de boca que me deja nuestro último beso es más dulce. Mucho más dulce. El sello perfecto de un hasta pronto que ya recreo en mi mente al atravesar las puertas de salida del aeropuerto.
El sol y su calidez se han adueñado de las calles de Viena. Los altos edificios y parques amanecen resguardados bajo un cielo azul, limpio de nubes y se escucha el algarabío de la gente, que ha salido de sus casas para disfrutar de la mañana. Se respira calma, alegría. Llevamos varias semanas donde las tormentas no dejan descansar a la ciudad y, tener de vez en cuando un día así, se agradece. El humor de su gente cambia, como si la cuidad se despojase de sus ropas antiguas y se lavase la cara, para salir a bailar.
Hoy me han dado un día libre en el trabajo, así que quiero aprovechar para hacer algunas compras, tomar un café en esa cafetería nueva que han abierto al lado de la Catedral de San Esteban y, por la tarde, avanzaré un par de informes que tengo que tener terminados esta semana sobre dos nuevos proyectos de la editorial. Por supuesto, haré todo eso sin olvidarme de visitar Fynn. Mañana sería su cumpleaños número treinta y dos y, como todos los años, tengo una sorpresa para él entre manos.
Camino, acompañado por mi bastón color verde, hacia una de las librerías más antiguas de la ciudad. La librería Shakespeare and Company, el sitio donde se puede encontrar toda clase de lecturas y temáticas. Desde la primera novedad en cuentos infantiles hasta el teatro épico de Brecht. A mi hermano y a mí nos encantaba visitar esa librería, disfrutábamos como nadie mientras recorríamos sus estrechos pasillos en busca de un nuevo autor o el próximo regalo para el día de la madre.
Tras la muerte de Fynn, tan solo cruzo sus puertas una vez al año. El día previo a su cumpleaños.
Siento que, cada vez que piso el chirriante suelo de madera o siempre que converso con el anciano vendedor, una parte de mí está fallando a mi hermano. Este era nuestro rincón. Jamás he venido solo, salvo cuando no he tenido otra opción. Cuando la propia vida no me dejó otra opción.
Me detengo en seco al percibir el intenso olor de la tinta y matices de barniz y lavanda. Identificaría ese olor entre cientos de ellos. Construyo la imagen del escaparate en mi mente. Esa enorme vitrina de cristal impoluto, protegiendo los ejemplares de las novedades mensuales en todo tipo de literatura, carteles anunciando las próximas tertulias y presentaciones y el retrato de William Shakespeare en tonos ocres sobre el cristal.
—¿Necesitas ayuda, muchacho? —escucho que me pregunta la tenue y calmada voz de una mujer—. Permíteme que te ayude con la puerta, pesa tantísimo que la muy traicionera se atasca con las grietas del suelo.
—Gracias.
Sonrío, aceptando la ayuda de la mujer, quien emite un leve quejido de esfuerzo al abrir la puerta robusta de metal y madera maciza. Camino, con el bastón adelantado unos centímetros por delante de mis pies. El tintineo de una campana resuena al cerrarse tras de mí. Inspiro, calmado, dejándome avasallar por la marea de recuerdos y el eco de la grave voz de Fynn rebotando sobre las estanterías y en los lomos de los múltiples ejemplares.
En todos estos años, Max, el dueño de la librería, no ha cambiado la disposición de sus libros. En la planta baja están la sección de guías de viajes, literatura nacional y las grandes obras clásicas alemanas que tan loco vuelven al anciano. La primera planta era la favorita de Fynn, repleta de libros de poesía internacional, clásicos y nuevos, libros de ilustraciones y la diminuta sección dedicada a la literatura negra y suspense. Yo siempre he sido más clásico, reconocería cada rincón de la segunda y última planta de la librería como la palma de mi mano. Todo tipo de novela histórica, romántica o de ciencia ficción se hallaba allí.
—Buenos días, jovencito —me saluda el anciano, situado a mi derecha—. Estaba esperando tu visita.
—¿Cómo estás, Max? —pregunto, afable. Algo me dice que todavía guarda esas piruletas de caramelo derretido en el tercer cajón de su mostrador.
—Está siendo un buen mes —contesta, pulsando para abrir la caja registradora—. Aunque aún estoy esperando a tener tu primer libro en mi escaparate. ¿Cómo va la escritura?
—Terminada, pero ya sabes, el mundo editorial es complicado.
—Hay que arriesgarse, ¿verdad? —comenta el hombre. Su voz suena más cerca, justo a mi lado—. La vida, como los libros, es cerrar los ojos y dejarse guiar.
La vida es un salto al vacío, y nosotros estamos hechos para volar. Por un momento, siento como si un susurro de su voz se hubiera quedado conmigo.
Inevitablemente, un escalofrío me sacude por la espalda hasta hacerse un ovillo en la boca de mi estómago.
—¿Qué es lo que buscas?
La pregunta de Max me transporta de nuevo al presente. Titubeo antes de contestar, rascándome la nuca con mi mano libre después de ajustar mis gafas oscuras sobre el puente de la nariz.
—Busco un regalo de cumpleaños para mi hermano. El año pasado me llevé...
—"El rayo que no cesa" de Miguel Hernández. Siempre has tenido una cierta predilección por los clásicos españoles —rememora el anciano, dejándome sin apenas palabras. Este hombre nunca dejará de sorprenderme—. Creo que tengo algo que puede interesarte para esta vez. Espera aquí, joven.
—Algún día tendrás que confesarme tu truco para acordarte de absolutamente todo.
—Nunca infravalores el poder de un puñado de nueces para desayunar.
No tarda más de un par de minutos en regresar. Con el libro entre sus manos, me propicia varios toques con el lomo de manera que me hace extender el brazo hasta dar con la obra. La cubierta es lisa, sin solapas y de tapa blanda.
—¿Qué libro es?
—Una antología de Sylvia Plath. Si no has tenido la oportunidad de escuchar nada de ella, siempre es un buen momento. Puedo conseguirte una adaptación, si te interesa, ya sabes que tengo contactos —el anciano coloca una mano a la altura de mi codo y la aprieta de forma amistosa—. Son 12€.
Desde que tuve el accidente de coche, Max siempre ha puesto un gran empeño en que no abandonase mi afán por la lectura. Recuerdo su visita al hospital. Entró a la habitación con un manuscrito debajo del brazo, era el cuento de Peter Pan traducido al braille. "No te permitas perder lo que otros anhelan" me dijo. Al día siguiente, tras mi alta del hospital, me puse manos a la obra y aprendí braille en menos tiempo de lo que nunca hubiese imaginado. Peter Pan, la historia del niño que nunca quiso crecer, fue la primera novela que leí con las yemas de los dedos.
—Gracias, Max. Por todo —rebusco en mi bolsillo trasero y deposito encima del mostrador dos billetes y un par de monedas. Max me devuelve uno de los papeles alargados antes de abrir la caja registradora.
—A ti, por no rendirte jamás —afirma, tendiéndome una bolsa de cartón con el libro en su interior—. Dale un abrazo a Fynn de mi parte.
Sonrío y despliego de nuevo mi bastón antes de apoyarlo sobre el suelo de madera. Abandono la librería y busco mi teléfono móvil, lo activo con mi voz y le pregunto dónde se encuentra la parada de taxis más cercana. Admito que, al principio, me daba una vergüenza horrible hablarle a una máquina. Pero, con el paso del tiempo, terminé por acostumbrarme y descubrí la comodidad de que alguien te guíe con total precisión a, por ejemplo, una parada de taxis exactamente a menos de veinte metros desde tu localización. Hay que buscar las ventajas.
Siguiendo las indicaciones por voz de la ruta marcada por el GPS de mi Smartphone, no son ni cinco minutos lo que tardo en doblar la esquina y llegar a mi destino. Después del accidente, redacté en mi mente todas las cosas que, mi discapacidad, me impedía volver a hacer. Una de ellas era algo tan común como llamar a un taxi. Desconocía por completo que, a día de hoy, existen aplicaciones que te informan de la localización de los vehículos y paradas, del precio, los datos del conductor y opiniones o, incluso, del tiempo que tarda en llegar tu taxi. Cuando la aplicación detecta un taxi cerca, esta envía una señal al usuario para que lo pueda detener. Puede sonar algo peliagudo, pues tienes que fiarte de que quien conduce es un profesional. En mi caso, he tenido suerte, los pocos que he solicitado han sido amables conmigo.
—¡Buenos días! —me saluda el conductor, en un perfecto alemán—. Te abro la puerta, permíteme.
—Gracias.
Al escuchar el chasquido de la puerta al abrirse, me adentro en el vehículo, dejando la bolsa de cartón entre mis piernas. Un portazo y el canturreo apresurado del conductor hacen que el contador del dinero se ponga en marcha. De fondo, suena Oh Wonder.
—¿A dónde le llevo?
Entrelazo los dedos de mis manos con fuerza, notando el frío metal de los anillos sobre mi piel, y tomo aire antes de contestar a su pregunta.
—Al Cementerio Central, por favor.
¡BONICOS MÍOS! ¿CÓMO ESTÁIS? ❤ ¡Os he echado muuuuuuuucho de menos!
Os traigo por aquí una disculpa en forma de capítulo cortito, pero de nadie mejor que de nuestro amado Lukás ❤ Ya os informo que el siguiente capítulo también va a ser de él y, damas y caballeros, preparen los pañuelo, clínex y un buen psicólogo para lo que se viene.
Ya me he puesto manos a la obra con el y con prácticamente los cuatro capítulos que quedan para terminar OXITOCINA 😭😭😭 Peeeeeeeeeeeero, también os adelanto que ya tengo listo el comienzo de Adrenalina 🔥 Solo me queda ultimar unos detalles y será vuestro.
Os adoro, bonicos ❤ ¡Contadme vuestras impresiones!
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