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CAPÍTULO: 63

LOLA

—Querida, ¿quieres otro pastel? Reconozco que esta última tanda me ha quedado exquisita.

La abuela de Lukás sostiene delante de mí la bandeja correspondiente a esa última horneada de dulces. Solo contemplarlos, tostados por encima, parece que quieran chillarme que me los coma de un solo bocado, pero mi estómago no está por la labor. Tan solo la idea de llevarme un nuevo pastel a la boca me provoca nauseas. He comido tanto que siento sudores fríos por la espalda.

—De verdad —mi voz se escucha con un ligero tono de súplica—, están deliciosos pero creo que voy a explotar.

Satisfecha por el resultado de su repostería, la mujer se retira para guardar los dulces sobrantes en un tarro de cristal aparte. Asegurándome de que ya no me observa, me llevo una mano al borde de mis vaqueros y desabrocho uno de los tres botones que componen el cierre. La liberación que mi tripa y yo sentimos no se puede explicar con palabras.

Lukás me dedica una mirada furtiva mientras se chupa dos de sus dedos, limpiando los restos de azúcar que quedan tras engullir su último pastel. Abro los ojos como platos, he perdido la cuenta de cuántos pasteles ha comido. Creo haber contado el número ocho hace media hora. Y no ha parado desde que nos sentamos en la mesa de la cocina de la casa.

—¿Se puede saber dónde metes tanta cantidad de comida? —susurro.

Lukás emite una ahogada carcajada a la vez que ajusta sus gafas negras sobre el puente de la nariz. Se levanta, tras apoya una mano sobre el hombro de la anciana, dándole un cariñoso apretón y un beso en la mejilla.

—Voy a darme una ducha —me comenta al oído, sellando sus palabras con un beso en la piel de mi cuello.

Observo como camina en dirección a la puerta de la cocina, atusándose el cabello hasta que le veo desaparecer por el pasillo. No sé cuánto tiempo permanezco en la misma posición, quedándome absorta en mis pensamientos. Incluso la abuela de Lukás parece haberse dado cuenta, pues carraspea en mi dirección, sobresaltándome. La mujer se mantiene serena, con las manos entrelazadas a la altura de su vientre sobre el delantal de motivos florales y rayas anaranjadas. Bajo su atenta e inquisitiva mirada, yo no puedo evitar que se me escape una risa nerviosa a la vez que desvío mis ojos al suelo de la habitación.

—Disculpe —me lamento con voz entrecortada—, estoy...

—Enamorada.

Ahora sí, clavo mi mirada atónita sobre su figura, sintiendo como mis mejillas van adquiriendo un tono rosado intenso. Una oleada de un calor denso y sofocante, arrasa desde mis tobillos hasta las orejas.

—Querida, el amor es algo de lo que hay que estar orgulloso. No se puede disimular, no cuando es verdadero y mutuo —explica, terminando de secar con un paño desgastado una de las bandejas ya limpia de restos de masa de pasteles—. Y me alegra mucho saber que, mi nieto, está orgulloso de lo que siente por y gracias a ti.

—Su nieto es un chico estupendo —sonrío, igual que lo haría Gatsby cada vez que viese aparecer a Daisy en unas de sus lujosas fiestas.

—Él solo tiene buenas palabras para ti, querida. Habla tanto de ti que yo ya no veía el día donde pudiese conocerte.

La mujer termina de guardar todas las bandejas relucientes dentro del armario situado bajo la pila del fregadero y recoge unas cuantas tazas para colocarlas en el interior de un pequeño compartimento en la zona superior. El armario se encuentra lo suficientemente alto como para que la abuela se tambalee y, asustándome, se tropieza tratando de elevarse son sobreesfuerzo. Me apresuro a pasar un brazo por sus hombros y, con la mano libre, me hago con la taza que estaba a punto de guardar.

—Los años no perdonan, mein kleiner

Sonrío con calidez, alzándome sobre las puntas de mis pies para guardar las tazas que me tiende la abuela de Lukás. De fondo, todavía se escucha el ruido del agua cayendo desde el grifo de la ducha en el baño.

—¿Puedo hacerle una pregunta?

—Por supuesto.

Aprovechando nuestro momento a solas, me muestro dubitativa por dirigirme a ella de una forma tan personal. Pero, analizando el poco tiempo que me queda para disfrutar del país, decido tirarme a la piscina corriendo el riesgo de zambullirme en el agua o de impactar trágicamente contra el suelo.

—Verá, tengo la sensación de que, desde que Lukás volvió aquí hace unos meses, algo ha cambiado en él. No le veo siendo el mismo chico que conocí en España hace años. Es como si, a veces, le sintiese lejos incluso teniéndolo cerca de mí. Aunque tal vez solo sean imaginaciones mías...

—No lo son

—¿Cómo?

—Conozco a mi nieto, tanto o más que su propia madre, y hace semanas que no sé donde está. Trabaja demasiadas horas en una oficina que, aunque le guste el mundo editorial, no es donde quiere estar. Luego llega a casa, agotado, apenas habla con nosotros y, cuando lo hace, es para discutir Jackob o acurrucarse al lado de su madre hasta quedarse dormido. Se encierra en su habitación a trabajar y termina desesperado.

Un escalofrío hace que se me erice la piel. Sabía que a Lukás le gusta su trabajo, pero no que se estuviese convirtiendo en una rueda de estrés constante. Trabajar al mundo editorial, vivir rodeado de libros, dedicarse a lo que mejor sabe hacer, siempre ha sido una de sus metas. Lo que yo misma desconocía era que, lograrla, le iba a suponer acarrear una enorme carga sobre sus espaldas. Lukás no había mencionado nada de esto en ninguno de sus correos electrónicos.

—Creí que, si Lukás regresaba a su auténtica casa, estaría bien, en paz consigo mismo.

—Hace mucho tiempo que este dejó de ser su auténtico hogar —confiesa la anciana, convirtiendo todas mis absurdas teorías en polvo y ceniza—. Viena es su pasado, es la depresión de su madre, la lucha continua con su padre... Viena es Fynn para él. Cada vez que pone un pie en la ciudad, todo su mundo, todo lo que cree haber construido, lo que cree ser, se derrumba. A veces la carga de los recuerdos es tan pesada que nos hunde.

—Nunca antes me ha hablado de nada de eso, hasta hoy.

—Querida —la pequeña mano de la mujer alcanza la mía, sintiendo el paso de los años y su sabiduría en forma de caricias—, Lukás lleva tras de sí un pasado que le persigue, día tras día. Dale tiempo, ahora tu te has convertido en su auténtico hogar.

La abuela del joven me da la espalda para sentarse en una de las sillas que rodean la mesa de mármol. Esboza una nostálgica sonrisa, manteniendo la mirada perdida en un lugar al que yo no puedo acceder.

—Hace apenas unas horas me ha confesado la situación en la que se encuentra su madre y, bueno— titubeo—, me ha dicho que su padre no es en realidad su padre biológico.

—Somos seres humanos y, como tales, todos cometemos errores. Pero también debemos aprender a perdonarlos.

—Pero no entiendo...

—Tiempo, Lola. El tiempo es quien coloca todas las piezas en su lugar correcto.

Entonces la puerta del cuarto de baño se abre, dando la entrada a unos pasos calmados acompañados del tarareo de una canción que no logro identificar. Lukás, vestido con una camiseta blanca y unos bermudas negros, con el pelo húmedo y pequeñas gotitas surcando su frente, se apoya sobre el marco de la puerta de la cocina y cruza los brazos a la altura del pecho.

—De pequeño pasaba tanto tiempo en la ducha que terminaba tan arrugado como una uva pasa —cuenta la anciana, haciendo como si nuestra anterior conversación nunca hubiera existido.

—¿Cuántas anécdotas de cuándo era pequeño le has contado a Lola, abuela?

—Las suficientes como para reservar otra tanda para la próxima vez que nos visite, cada cual mucho más vergonzosa que la anterior.

La anciana golpea mi pie bajo la mesa con una pequeña patada y, cuando le devuelvo la mirada, ella me guiña un ojo con una pícara sonrisa en sus labios. Le devuelvo el gesto antes de que, de nuevo, se levante de su asiento dispuesta a abandonar la cocina.

—¿Has terminado de enseñarle a Lola el resto de la casa? —propone la mujer—. Yo tengo que ordenar las viejas fotografías de tu abuelo. Hay demasiados cachivaches en esta casa. ¡Terminaremos viviendo entre montones de basura!

Alzando las manos por encima de su diminuto cuerpo y comentando en voz alta lo mucho que necesita el salón una limpieza a fondo, la más anciana de los Gruber nos deja solos.

—Me ha llamado Samuel. Mañana te espera en el aeropuerto sobre las doce y media para coger el avión de vuelta —dice Lukás, rodeando mi cintura con sus brazos, atrayéndome hacia él—. Espero no haber tardado mucho tiempo.

—¡No! Para nada. Tu abuela es una mujer fantástica.

—Le has gustado, lo presiento.

—¡Menos mal! Es un alivio saberlo. Por un momento pensé que yo iba a ser vuestra cena después de comer tantos pastelitos.

Lukás se ríe, ambos lo hacemos. Nos reímos y nos besamos. Porque eso es lo que hacen las parejas que se quieren. Las que se quieren bien. Sano y bonito. Las que rezuman verdad y complicidad. Se ríen porque se aman, y se besan porque no pueden resistirse a no hacerlo.

Lukás acaricia mi espalda mientras dejo que su lengua juegue con la mía, como dos amantes lo hacen cuando se han echado tanto de menos que duele. He echado mucho de menos al chico de la butaca once, lo sigo echando de menos a pesar de tenerlo conmigo. Echo de menos la luz que desprende, sus bromas, sus caricias, echo de menos al Lukás del que me enamoré sin remedio.

"Tiempo, Lola. El tiempo es quien coloca todas las piezas en su lugar correcto"

Quiero aferrarme a eso.

—Ven —me toma de la mano, guiándome—, quiero que conozcas a alguien más.

Sin soltarnos las manos, cruzamos el largo pasillo. Me percato de las innumerables fotografías que decoran las paredes. Imágenes del día de la boda entre los padres de Lukás, fotografías antiguas de una muchacha joven que guarda la misma mirada que la abuela y, especialmente, hay un sinfín de fotografías que muestran a Lukás de pequeño junto a otro chico, unos años mayor que él y de rizos castaños. Tan diferentes, que nadie diría que ambos se tratasen de hermanos.

Caminamos en silencio, tan solo se escucha el crujir de la madera bajo nuestros pies y, con cada paso que avanzamos, la voz de una emisora de radio suiza que se va haciendo cada vez más próxima. Lukás entra en primer lugar en una habitación luminosa, muy luminosa, con un enorme ventanal que, oculto tras finas cortinas blancas bordadas, ocupa toda la pared lateral. El techo es de un blanco impoluto, decorado con una gran lámpara de araña formada por diminutas piezas de cristal. Las paredes adquieren una tonalidad gris perla si no les incide la luz, contrastando con los marcos negros que dan cobijo a varios cuadros y retratos. Mi atención se centra en la estantería de madera de enebro que se alza, repleta de libros, de un extremo a otro de la pared. Junto a ella, hay una cama lo suficientemente grande como para que dos personas puedan dormir en el mismísimo cielo. Una cama cubierta por una mullida colcha y sábanas rosadas. Y, sobre ella, el delgado cuerpo de una mujer que sostiene un precioso ejemplar de Madame Bovary entre sus manos.

Lukás se deshace de nuestro agarre y se acerca hasta la figura de su madre para abrazarla con fuerza, susurrándole al oído algo que no consigo entender. Ella cierra los ojos y sonríe mientras le atusa el pelo.

—Lola —me llama Lukás—, ven. Quiero presentarte a mi madre.

Si antes de conocer a su abuela ya estaba nerviosa, jamás hubiese imaginado que esos nervios se multiplicarían por cincuenta al tener a su madre cerca.

—Mamá, esta es Lola. La chica de la que tanto te he hablado —la mujer me mira, con los ojos con los que solo una madre puede mirar a un hijo. Inevitablemente pienso en ella, en América. Un nudo me estrecha la garganta—. Y estoy locamente enamorado de ella.

Debería hablar, contestar algo, lo que sea. Pero no puedo. Solo escucho la voz de mi madre regañándome por no salir más a menudo y pasar tanto tiempo trabajando en el Muses's. Le escucho cantar mientras prepara la cena de Navidad, le veo reír a carcajadas, le imagino pintando de nuevo, llorando de alegría con su cabello rojo como el fuego.

Quiero contestar, pero no puedo verla más que a ella cuando la madre de Lukás alcanza mi mejilla con la palma de su mano, acunándome como solo América supo hacerlo.

—Eres mucho más bonita de lo que Lukás me ha contado.

A penas puedo esbozar una sonrisa, pues las lágrimas se acumulan en mis ojos y yo trato de enjugarlas con la yema de mis dedos lo más rápido posible.

—Madame Bovary también era uno de los libros preferidos de mi madre —le comento—. Todos los años lo releía al menos una vez. Era como una especie de tradición para ella.

Lukás toma mi mano por segunda vez y, sin apartar la mirada sobre mí, acerca nuestras manos hasta su boca para depositar un dulce beso en el dorso. Nunca antes había pensado que, la nostalgia y la felicidad, se pudieran compaginar en un solo sabor, en un gesto, en un mismo sentimiento. No puedo explicarlo con palabras, pero leer repetidas veces el título del clásico que sostiene la madre de Lukás, hace que sienta a mi madre abrazándome por la espalda.

De pronto, el golpe de un fuerte portazo hace vibrar los cuadros del cabecero de la cama y el sonido de un jarrón haciéndose añicos contra el suelo, hace que Lukás tense su espalda. No me suelta de la mano, incluso la agarra con más fuerza.

—¡Scheisse!— grita una voz masculina y grave, al otro lado de la pared. Es él, tiene que ser él.

—¿Fynn? ¿Eres tú, cariño?

La voz de la madre de Lukás suena mucho más débil y frágil que hace escasos minutos. Como si hubiese perdido la noción completa de la realidad que le envuelve. Un denso velo de tristeza se agolpa con rapidez en sus ojos, cambiando por completo su cálida expresión de familiaridad por algo que nunca he presenciado. Desesperanza, profunda tristeza, adinamia, vacío.

—Tranquila, mamá —Lukás arropa el cuerpo de la mujer y trata de espantar todos sus demonios con un beso en la frente—. Tienes que descansar.

—Lukás...

—No toques eso, Jackob, puedes cortarte con el cristal —la voz de la abuela de Lukás se escucha en el pasillo, seguramente, recogiendo los pedazos del recipiente que ha impactado contra el suelo.

La figura de un hombre, con pasos inestables, tambaleándose de un lado a otro, aparece ante mi. Sus ojos, inyectados en sangre, divagan por los rincones de la habitación, sin rumbo fijo. Su ropa apesta a alcohol desde aquí, por no hablar de cómo su camisa luce arrugada y desabrochada sobre unos pantalones de traje mal ajustados y, la corbata de seda, tiene varias manchas. Resulta irónico como un hombre con tal status, suponiendo que tiene el mismo novel de dinero como de conocimiento, se presenta en un estado tan lamentable como estar tan sumamente borracho delante de su familia.

—No sabía que hoy tendríamos visita... —las palabras parecen un difícil trabalenguas saliendo de su boca.

—Estás borracho —comenta Lukás, con aire de desprecio.

—¿Dónde está la cena? —pregunta, alzando la voz, obviando nuestra presencia.

—El estofado estará listo en pocos minutos —anuncia la amable anciana, acercándose hasta nosotros, al otro lado de la cama donde la madre de Lukás yace tumbada, con la mirada perdida en dirección al techo—. ¿Por qué no te tomas un baño? Te vendrá bien para...

—¿Vas a seguir diciéndome lo que tengo que hacer? ¡Ya no soy un niño, joder!

—No lo parece... —susurra Lukás.

—¿Qué has dicho?

La mirada de Jackob se vuelve mucho más oscura, a penas puedo diferenciar el límite entre sus pupilas y lo poco que queda de ese iris azulado.

—Nunca estás en casa y, cuando vienes, siempre apareces apestando a alcohol. Nadie diría que el gran Jackob Gruber es un adulto con dos dedos de frente.

—Atrévete a decirlo otra vez, pedazo de...

—¡¿De qué!? —exclama Lukás.

—¿Fynn? Por qué discutís, Fynn...— la madre del joven rubio intenta levantarse de la cama, pero la abuela le retiene, susurrándole al oído que no pasa nada, que todos estamos bien.

Jackob, lleno de ira, nos da la espalda de forma brusca y golpea con tanta rudeza la puerta de la habitación que esta choca contra la pared del pasillo, haciendo temblar a los cristales de la lámpara de araña que cuelga del techo.

—¡Fynn está muerto! ¡Maldita sea! ¡No está! ¡Está muerto!

Un llanto desgarrador surge de lo más profundo de la garganta de la mujer, quien cobija su rostro en el pecho de la abuela de Lukás, quien le mece con extremo cuidado hasta acallar sus quejidos.

—¡Ni se te ocurra volver a hablarle así a ella! —interviene Lukás, poniéndose en pie. Nuestras manos siguen juntas, apretándose cada vez con más firmeza.

Estoy completamente el shok, como si fuese un mero espectador que observa la película desde el exterior, ajeno a toda historia que se entrecruza y a todo pensamiento ajeno. Solo sé que no puedo soltarle, no me lo perdonaría.

Una risa lobuna emerge del interior de Jackob.

—Pero mírate, hijo —habla con rechazo, incluso pronuncia esa palabra con asco. Un asco que ningún hijo debería percibir jamás por parte de quien le ha visto crecer—, tan frágil, tan débil y vulnerable...tan roto. ¿Quién te crees que eres, eh? ¿Quién le has hecho creer que eres? A...ella.

Ahora sí que no, esto ya se ha pasado de castaño oscuro. Y por ahí yo no voy a pasar. Ya no. No voy a consentir que ese hombre me desprecie a mí, a su mujer, a su madre, o a Lukás. "Ella". Una única palabra que nace y muere en el desprecio que le otorgan los podridos labios que la pronuncian. Los labios de un padre que nunca supo darle amor y afecto a su propio hijo. Los labios de toda esa gente que me etiquetó como imposible por venir de donde vengo. Los labios de una sociedad que martirizó a mi madre, sin motivo. Por sacar adelante sola a una familia. Por querer dar a sus dos hijos todas las oportunidades, incluso si ello conllevaba a renunciar a las suyas propias. Por pensar diferente a los demás. Por amar a las mujeres por el hecho de serlo, por luchas siempre con ellas. Por valiente. Por ser suya. Por puta.

—¿Y quién se cree que es usted? ¾le pregunto, colocándome de pie, junto a Lukás—. ¿Un hombre de negocios? ¿Alguien con éxito? ¿Dinero? Todo se trata de una fachada. Una fachada que, por mucho que se excave en ella, solo se alcanza la nada. ¿Qué quién soy? Soy Lola y me gustaría que pronunciase mi nombre con respeto si es que tiene los modales suficientes como para hacerlo. Soy Lola y soy quien comparte la vida con su hijo, soy quien le acompaña en sus decisiones, en sus logros y fracasos, soy su apoyo y él el mío. Y soy mujer, al igual que ellas dos, así que espero que esta sea la última vez que le levanta la voz a cualquier mujer en mi presencia. ¿Y Lukás? ¿Qué quién es? Es un soñador, igual que todo buen artista, un soberano cabezota, constante en su trabajo, es amable, responsable, es quien me ha enseñado a amar, a perseguir mis objetivos. Gracias a Lukas, en parte, hoy me dedico al sueño de ser fotógrafa. Es su hijo, y debería hinchar el pecho cada vez que alguien le pregunta por él y no hacer como si fuese un fracaso, como si no existiese. ¿Y no se pregunta qué quién es usted? ¿Un buen hijo? ¿Un marido ejemplar? ¿Un padre? No. Usted no es nada de eso. No le conozco, y ahora entiendo por qué. ¿Ve a este chico de aquí? Nunca, y se lo repito bien claro, nunca ni en un millón de años, le llegará a la altura de la suela del zapato. Jamás será la mitad de buena persona que lo es Lukás. Y Lukás, nunca, se convertirá en una persona tan despreciable como usted.

Jackob, tras escuchar mi soliloquio sin interrupciones, reprime una carcajada y aplaude al aire en forma de burla.

—¡Bravo! Deberías plantearte abandonar la fotografía por dedicarte al cine, jovencita —el hombre se tambalea hasta llegar a una pequeña mesa redonda de madera en un extremo de la habitación y, haciéndose con una botella de whisky, vierte un dedo del contenido en un vaso de cristal. En menos de dos sorbos, arroja el recipiente con desgana sobre la mesa—. Aunque te has olvidado un detalle. Lukás es un asesino.

—¡Cállate ya! —exclama el joven. Lukás está temblando.

Una mueca exagerada de sorpresa y deleite se forma en el rostro del hombre. No me cabe duda de que está disfrutando con toda esta situación.

—¿No te lo ha contado? ¡Tu gran apoyo! ¿El sobresaliente y bastardo de mi hijo no te ha contado cómo fue el culpable de la muerte de su hermano mayor? ¡¿No te ha contado cómo se estrellaron en aquel accidente de coche?!

—Lola...No fue así, no le escuches...

—¡No te ha contado cómo encontraron el cuepro de Fynn muerto! ¡Ahogado! ¡¿Semanas después de que el admirable Lukás estrelló el vehículo?! ¡Cuéntale cuántas copas bebiste aquella noche! ¡Cuéntale como nos mentiste a todos!

—¡Eso no es cierto! —exclama Lukás, dejando que una fugaz lágrima corra rauda por sus perfiladas mejillas.

—¡Deberías haber muerto tú y no él! ¡Maldita sea! ¡No vales nada! ¡No sirves para nada!

—¡Basta!

La voz de la abuela de Lukás retumba con eco dentro de las cuatro paredes donde, por primera vez desde la llegada de Jackob, reina el absoluto y total silencio.

—Jackob, fuera de aquí. ¡Ahora! —grita, señalándole con el dedo índice, manteniendo la templanza—. Tu mujer necesita descansar y tú no estás en condiciones de hablar ni discutir con nadie. Y menos con Lukás. ¡Ya basta de buscar culpables! ¡Ya basta de querer separar a la familia!

El cuerpo del joven vienés se deja caer, sin fuerzas, de rodillas, reclinándose a los pies de su madre, ocultando su rostro con los brazos y dando rienda suelta a un mar de lágrimas que, por un momento, siento que no vaya a tener fin.

—Lukás...

—Eso es —masculla su padre ya en el pasillo—. Llora. Llora ahora...

Entonces desaparece. Y, tras él, un grito ahogado de Lukás se disuelve entre la colcha de la cama y mis brazos al escucharle, al contemplarle tan profundamente roto por dentro. Le abrazo, le abrazo tan fuerte que quiero fundirme con él, entrar en su mente y asegurarle que no creo las palabras de su padre, que no pienso caer en su odio, que le quiero, que no pienso dejar de estar a su lado y que no tengo miedo. Porque él nunca va a ser un reflejo de su padre. Porque él siempre va a ser el auténtico Lukás Gruber, amante de los musicales y cuya voz todavía resuena en las calles del Muse's.

—Lola —me llama la anciana—, Lukás no fue quien conducía el coche. Él ni siquiera viajaba en él. Ni tampoco quería asistir a esa fiesta de la empresa de su padre, donde Fynn había empezado a trabajar como socio. Todo fue una mentira que los propios colegas de la oficina le hicieron creer a todos, incluso a la policía. Jackob les creyó desde el principio, nunca se dignó a escuchar la verdadera versión, lo que realmente ocurrió. A cambio, siempre le ha echado en cara años después la falsa etiqueta de cómo Lukás mató a su propio hermano.

Le miro a los ojos, sin separarme de él, contemplando la calma y serenidad reflejada en los ojos de la anciana. Y entonces lo sé. Le creo, sin ningún atisbo de duda. 











¡HOLA BONICOS! ¡Qué ganas tenía de traeros este capítulo!🔥🔥🔥 ¡Contadme impresiones, teoría...quiero saberlo todo! ❤🔥

¡Nos leemos! Gracias por seguir ahí, conmigo. Sois increíbles ❤

Os adoro 

María

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