CAPÍTULO: 61
LOLA
—¿Cómo?
—Mi padre no es mi padre biológico. Lo descubrí poco tiempo antes de volver a España.
La sangre que corre por mis venas se congela y mis manos, gélidas y sudorosas, piden a gritos agarrarse al cuerpo de Lukás por miedo a que las piernas me jueguen una mala pasada. Si yo me siento así, rota y completamente descolocada de la realidad, no puedo imaginarme todo lo que pasa por la mente de Lukás. Intento atar los cabos sueltos, cerrando los ojos y tratando de controlar mi respiración descompensada.
—¿Y sabes de quién es? ¿Lo conoces a tu...auténtico padre? —tartamudeo, nerviosa a la par que asombrada por la entereza que el joven muestra al estrecharme contra su cuerpo pasando un brazo por mi espalda.
Lukás activa su Smartphone con la voz y pide que le diga qué hora de la tarde es. Tan solo quedan once minutos para que sean las seis de la tarde.
—¿Te apetece probar los mejores dulces de Viena?
Antes de que pueda responder, el muchacho comienza a caminar junto al poder de su bastón verde, arrastrando mi cuerpo consigo, sin dejar de abrazarme por los hombros. Puede que quiera ir a un lugar menos concurrido, a decir verdad, la plaza de la Catedral de San Esteban se ha plagado de turistas en menos de media hora y resulta hasta incómodo caminar por sus alrededores. Y, a quién quiero engañar, siempre me queda sitio en el estómago para un dulce. Ambos dos necesitamos tomarnos un descanso.
Caminamos en silencio, pero no uno de esos incómodos y molestos. Existen silencios que son mucho mejores que una duradera conversación. Podría decirse que hay silencios que son palabras, que ya hablan por sí solos y no necesitan adornos de ninguna clase. Silencios donde dos almas idénticas se entienden y apoyan.
Viena es preciosa. Tiene un encanto propio que te envuelve, el estilo de sus edificios y esculturas hace que tus problemas se disuelvan en un recuerdo que, aquí, ya no tiene tanta importancia. Nunca antes había visto algo así, tan lleno de arte por todos sus rincones. Ni siquiera en fotografías. Supongo que ese es el motivo por el que hago detener a Lukás cada cinco pasos y disparar la cámara de mi teléfono móvil. Fotografío desde diversas perspectivas, quedándome embelesada con la belleza que desprende el Monumento a los Héroes Rusos o el realismo de la estatua de Goethe.
—Tu proyecto de fin de curso podría basarse en Viena, tienes más que material suficiente— bromea Lukás, situándose a mi altura, bajo
Guardo el Smartphone dentro de mi bolso de mano de colores. Inevitablemente, la última conversación telefónica que mantuve con Kenia acude a mi consciencia hilada al comentario inocente de Lukás. Siento al vértigo galopar a mis espaldas al recordar que uno de los mayores inversores y representantes de fotografía del país está interesado en mí. De pronto, el futuro me resulta un abismo al que lanzarse, y todavía no he pasado el tiempo suficiente sobre la tierra.
Sacudo ligeramente la cabeza, intentando espantar todo pensamiento que no se centre en nosotros en este momento. Desvío mi mirada hacia su rostro, sereno y neutral. Repaso las facciones marcadas de su mandíbula, la barba cobriza de unos tres días sin arreglar, las pequeñas arrugas que se forman al final de sus ojos y como el suave viento revuelve unos de sus mechones rubios por su frente.
—Tal vez no tenga el suficiente y necesite volver.
Cojo su mano con la mía y entrelazamos nuestros dedos. El calor que desprende su piel sobre la mía se traduce en sentir Agosto en Diciembre, en una especie de corriente eléctrica recorriendo cada célula de mi cuerpo, y sé que él siente lo mismo, y es real. Ahora sé que es real, que Lukás no desapareció por arrepentimiento a lo que vivimos ese verano, se fue por un motivo justificado. Y, aunque sus formas no fueron las más adecuadas, somos humanos y como tal cometemos errores, muchos errores. Y reconozco que yo también hubiese tomado ese avión si mi madre me necesitase en casa. Pero él siempre ha sido demasiado reservado y predispuesto a encerrar sus miedos bajo llave. A diferencia de mí, sorprendiéndome a mí misma de cómo las palabras cada vez me queman más en la boca y siento la imperiosa necesidad de apagar el escozor que me causa guardar dentro de mí lo que siento o pienso.
—Kenia me llamó al poco tiempo de aterrizar, ¿sabes?
Reanudamos de nuevo la marcha. Los últimos rayos de sol se hacen notar a través de las nubes densas y grisáceas que recubren el cielo de la capital. Casi con toda seguridad diría que se acecha una tormenta una vez encarada la noche.
Cogidos de la mano, terminamos de atravesar los jardines que rodean uno de los parques más famosos de Viena. Nos detenemos antes un enorme paso para peatones, esperando a que el color verde nos permita cruzar y a que las plantas de mis pies dejen de gritar asfixiadas y enrojecidas dentro de mis zapatillas.
—¿Y qué fue lo que hablasteis? ¿Algo sobre tu exposición?
—Una locura.
—Dispara.
Lukás me propicia un leve golpe en el brazo con su hombro, sacándome una tímida sonrisa que se disipa al sentir el toque de una pelota de goma a la altura de mi tobillo. Sobresaltada, me giro en dirección a la trayectoria del esférico de color menta y me agacho hasta hacerme con él. Un niño pequeño, de unos siete u ocho años aproximadamente, se aproxima corriendo en mi dirección con los cabellos rubios revueltos y sudorosos cayendo por su frente. El pequeño alza los brazos y yo le devuelvo la pelota con una mano, creando una parábola en el aire. La recibe, con un pequeño salto, y se despide con una frase en alemán que Lukás no tarda en contestar. Reconozco que escucharle hablar en su idioma nativo tiene algo que consigue atraerme.
—Tienes que enseñarme a hablar alemán —le pido, bromeando. Una sucesión de agudos pitidos nos indica que ya tenemos vía libre para cruzar el estrecho paso de cebra.
—Haremos un trato —propone el joven muchacho—. Tú me cuentas la conversación con tu profesora y todos los detalles de la exposición del otro día, y yo te enseño alemán.
—¿Crees que voy a aprender este idioma diabólico en una sola tarde?
Lukás emite una carcajada limpia, me arriesgaría a decir que es la primera desde que abandonamos el restaurante. El viento, frío e inesperado, me provoca escalofríos. Lukás enfunda nuestras manos unidas dentro de uno de los bolsillos de su gabardina y doblamos la esquina que nos conduce hasta una larga avenida repleta de comercios pequeños y edificios de estructuras y fachadas diversas.
—¿A caso tú crees que esta es la única exposición que vas a tener que detallar del resto de nuestras vidas? —susurra cerca de mi oído para luego dejar un beso en la piel sensible de detrás de la oreja.
Nuestra. Tan nuestra. Tan viva y deseada que, el mero hecho de pronunciar esa unión de palabras, hace que la sienta más real que nunca. Pero, para ello, juramos no tener más secretos. Los equipos no los tienen, comparten sus logros y sus miedos, se apoyan los unos en los otros. Y, juntos, somos el mejor equipo de dos.
—En dos días, Damián Nogal, uno de los mayores representantes de fotografía en España, quiere entrevistarme. A mí, Lukás. Estuvo en la exposición y vio potencial en mis creaciones. Tendrías que haber oído la voz de Kenia, estaba pletórica. En cambio yo...
—Tienes miedo —termina él la frase, propiciándome un ligero apretón de manos que me sacude por dentro.
Dejo escapar todo el aire de mis pulmones y me tomo un tiempo hasta inhalar de nuevo. Desde que comencé mi etapa en la EEMPC, todo ha ido sobre ruedas. Incluso mejor que eso. Me siento completa, por fin, haciendo lo que más me gusta. Sintiendo como, cada día que pasa, me acerco más a la meta de conseguir mi mayor sueño. Pero todo transcurre de forma tan perfectamente hilada que, temo como en cualquier momento, haya algo con lo que tropezar y todo se vaya a traste.
—Lo que me da miedo es saber que me he comprometido a acudir a esa entrevista —confieso con voz entrecortada, percibiendo como a medida que esas palabras mueren en mi boca yo me siento más pequeña. Nunca antes recorrer una simple calle me había supuesto tanto esfuerzo—. Acepté, y en el momento quise hacerlo.
—Entonces deja de flagelarte por un futuro que todavía no ha sido escrito —sentencia con un semblante sereno y confiado—. Ese miedo que sientes fue el mismo que desapareció al entrar por las puertas de tu escuela de fotografía y el mismo que te invadió al sostener tu cámara de fotos y lanzarte a crear lo que te ha llevado a estar aquí. Lola, ese miedo no es real, solo tienes que confiar en ti y en tu talento. Solo entonces, esa joven camarera de ojos tristes que conocí aquel verano, estará orgullosa de verse convertida en lo que siempre anheló y luchó por ser.
—¿Y si fracaso? ¿Y si llega un punto en el que ya no gusta mi trabajo?
—Seguiremos adelante, mentalízate en que siempre va a haber alguien que admire tu arte. Yo lo hago, yo te admiro a ti.
Lukás se detiene frente a un enorme portal, y yo junto a él, no puedo evitar detenerme a observar la infinidad de detalles que adornan la puerta aguamarina de hierro macizo. Por un instante, el joven abandona nuestra anterior conversación para sumergirse en un terreno mucho más pantanoso de lo que imaginaba.
—Esta es mi casa y me encantaría que conocieses a una persona muy especial —anuncia, repasando con la yemas de sus dedos el límite entre mi cuello y la mandíbula—. Aunque entendería que decidieses no acompañarme después de todo...
Sin pensarlo más de dos segundos, me abalanzo sobe su cuerpo y nos fundimos, tambaleantes, en un cálido abrazo. Al mismo tiempo que estrecho su cintura con mis brazos, Lukás se deleita a inspirar el aroma de mi perfume escondiendo su rostro en el hueco de mi cuello. Me hace cosquillas, pero no más que las que siento en la boca de mi estómago en este preciso momento.
—Quiero ir —le comunico, segura de mi decisión—. Y me muero de ganas de probar los mejores dulces de la ciudad.
Se trata de un edificio aparentemente antiguo, de interiores amplios y escaleras pulidas y relucientes. Varios barrotes retorcidos sobre sí mismos en espiral conforman la puerta que, tras un chasquido de su llave, Lukás se encarga de abrir empujando con la cadera. Una vez dentro, en el suelo, aparecen estampadas hojas de otoño en tonos dorados y un gigantesco espejo ocupa la pared lateral hasta llegar a los ascensores. Todo sin perder ese toque vintage y clásico. Especialmente, el chirriante ruido que produce el ascensor al descender hasta la planta baja.
Una vez se abren las puertas metálicas, Lukás abre una segunda puerta y me invita a entrar primero al cubículo. No es excesivamente grave, a penas cabemos los dos y a mí se me escapa una carcajada al ver como Lukás se las apaña con su mochila para que las puertas correderas no se bloqueen con las cuerdas. Con una sonrisa burlona, me pide que presione el botón que nos conduce hasta el séptimo y último piso.
—¿Estás nerviosa?
—¿Tu lo estabas cuando conociste a mi madre por primera vez?— cuestiono, curiosa por saber su respuesta. Lukás esboza una dulce sonrisa, donde aprecio cierta nostalgia a la vez.
—Si, porque supe desde el primer momento que, conocer a América, supondría un cambio en mi vida— confiesa, depositando un casto beso sobre mi frente antes de salir del ascensor—. Y así ha sido. Nunca lo supo, pero siempre estaré en deuda con ella.
Todavía me cuesta creer que fuese ella desde el principio. Que la misma América estuviese al tanto de cada paso que Lukás avanzaba. No importó que yo fuese su hija, ella hizo una promesa. Una promesa que aseguró mantener en secreto hasta que Lukás regresara. Y América nunca ha roto una promesa, jamás. De habérmelo contado y si Lukás no hubiera regresado, yo nunca hubiese conocido la existencia de esa fotografía y todo, aquel maravilloso verano, se hubiera reducido a eso. A un recuerdo de verano. Un recuerdo que, a la larga, me causaría menos daño rememorarlo que ser conocedora de todo lo que pudo ser y no fue.
—Te advierto de que mi abuela prepara los mejores buchtels del país —me advierte, mientras se hace con las llaves del piso—. E intentará ofrecerte una bandeja entera para ti sola.
—Intentaré hacer un esfuerzo.
Lukás abre la puerta, no sin antes darme un reconfortante beso en los labios.
—¡Ich bin angekommen! —saluda el joven rubio en un perfecto alemán cerrando la puerta tras mi paso. Instintivamente, o como fruto de la vergüenza, trato de esconderme detrás de Lukás al escuchar pequeños pasos procedentes de la cocina de la casa.
—¡Mein kleiner!
Recorriendo la longitud del pasillo hasta llegar al recibidor, aparece una anciana de baja estatura sosteniendo un paño en sus manos manchado de polvo blanco y masa de pasteles. Tiene una sonrisa tan amplia en su rostro que hace ver como desaparecen sus ojos, formando dos líneas oscuras bajo las delgadas cejas. El delantal le cubre mucho más allá de las rodillas y, sus cabellos rubios ceniza se recogen en la parte baja de la nuca con una enorme horquilla en tono nácar. No percibo el intenso tono verde de sus ojos hasta que abraza a Lukás con efusividad y le golpea la espalda con su diminuta mano repetidas veces.
—¡Abuela! —se queja el joven, tratando de zafarse de su agarre—. ¡Tenemos visita!
Detrás de toda esa maraña de afecto entre abuela y nieto, dejo asomar la mitad de mi rostro escondido a las espaldas de Lukás. La anciana me imita, lo cual me saca una sonrisa que me hace temblar las mejillas. Me sudan tanto las manos que me las seco rápidamente sobre la tela de mi blusa antes de tenderla entre la señora y yo en muestra de saludo. La anciana se mantiene inmóvil, contemplando cada uno de mis movimientos, como una serpiente antes de devorar a su presa. Trago saliva con dificultad, manteniendo la esperanza de que Lukás rompa el hielo con una de sus frases perfectas. Pero, en lugar de eso, oculta su sonrisa pícara bajo su mano, disfrutando de la escena.
—¿Y quién esta tierna jovencita? —le pregunta a su nieto, observándome repetidas veces, de arriba abajo. Seguramente piense que voy echa un absoluto desastre, aunque no conozco a nadie que luzca impoluto después de tres horas de vuelo y vivir como un auténtico turista desde el aterrizaje.
—Soy Lola, es un...
—Es mi novia, abuela —se adelanta Lukás, quitándome de encima un peso que me resultaba desconocido hasta que le he escuchado nombrar esa palabra. Novia. Nunca antes lo había dicho, ninguno de los dos en realidad—. Lola es mi novia.
Y que bien suena eso de su boca.
—¡Mein kleiner! —exclama, emocionada, mientras acude a recibirme entre sus brazos, estrechándome con fuerza.
Sorprendida por su arrebato de afecto hacia mí, me tomo la libertad de responder a su abrazo y contemplo como Lukás acaricia mi espalda con sutileza, calmando los posos de nerviosismo que quedan dentro de mi cuerpo.
—Eso quiere decir algo así como mi pequeña, o mi niña, como diríais en España —me explica Lukás, sonriente. Está realmente feliz, algo que pensé que ya no vería en el día de hoy. Y yo me siento mucho más alegre por ello.
—¡Me habría arreglado de saber que venías! —comenta la anciana con un tono elevado, separándose de mí para hacerme un gesto con la mano, indicándome que me agachase hasta colocarme a su altura, creyendo que solo yo puede escuchar lo que tiene que decirme—. Pero como Lukás no me cuenta nada últimamente, no tenía ni idea. Solo vive para el trabajo y...
—Sigo aquí, abuela —se queja el aludido, cruzándose de brazos y haciendo pucheros.
La abuela aletea los ojos y me indica con gestos que mantendremos luego esa conversación.
Un olor delicioso a frutas, azúcar y canela inunda toda la casa. Desde luego, si sabe la mitad de bien que huele, no me cabe duda de que voy a probar los mejores dulces de la ciudad. Al momento, un agudo pitido proveniente del horno de la cocina alerta a la anciana de que una nueva horneada de buchtels está lista.
—¡Lukás! ¡Enséñale la casa y tomad asiento! ¡Tienes que probar los dulces! —exclama dándo una palmada al aire. Yo me pregunto cómo puede caber tanta vitalidad en un cuerpo tan pequeño como el suyo. La mujer se marcha caminando por el pasillo sin dejar de hablar sobre su nieto y los típicos dulces—. Son los favoritos de Lukás. Una vez comió tantos que se pasó enfermo toda la noche...
Me siento incapaz de no reír. Es una mujer entrañable, y adora a su nieto. Se nota a la legua. Lukás pasa un brazo por mis hombros y me estrecha contra su cuerpo. Yo me dejo abrazar, entrelazando mis brazos alrededor de su cadera.
—No le gusta que le hagan esperar, y menos cuando se trata de probar sus postres.
—¿A qué estamos esperando entonces?
¡Hola bonicos! Espero de corazón que todos estéis bien ❤ Yo me siento mejor, mucho mejor. He pasado una mala racha como os comenté en el anterior aviso, pero nada que un poco de tiempo y reflexión no arreglen. Gracias de corazón por vuestra infinita paciencia paciencia ❤
Disfrutad del capítulo! Tendréis el siguiente antes de lo que esperáis 💥
Os adoro❤
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