CAPÍTULO: 59
LOLA
—¡Ha sido un viaje estupendo!—exclama Samuel, estirando los brazos en cruz por encima de la cabeza mientras arquea la espalda emitiendo un sonido lo más parecido a un ronroneo—. Ni una sola turbulencia, sin niños llorones... Aunque este botellín de agua ha sido el más caro de toda mi vida. Pienso bebérmelo en una media de dos sorbitos diminutos por hora.
Han pasado apenas diez minutos que hemos abandonado el avión, exactamente la misma cantidad de tiempo que Samuel lleva despierto. Tras dos amenazas de querer saltar del avión, presa del pánico que le producen las alturas, y un tranquilizante que, para el bien de mi dolor de cabeza, una de las azafatas guardaba en uno de sus bolsillos, Samuel consiguió caer dormido mientras sobrevolábamos París.
—Todavía me duele el hombro de soportar el peso de tu cabeza.
—Reconozco que había imaginado de otra forma la primera noche que durmiésemos juntos pero, admito que tienes un hombro realmente cómodo.
—Y tú tienes más cara que espalda.
Antes de adelantarse a mí para dirigirse al puesto de batidos situado a la salida del aeropuerto, Samuel me sujeta por la espalda, estrechándome con fuerza contra él, haciendo que tropiece ligeramente con mis propios pies. Al menos, uno de los dos ha podido descansar. Solo fue la voz de Ed Sheeran quien logró que conciliase el sueño los tres minutos y medio que dura su última canción. Más tarde, ni siquiera Huhg Grant en Nothing Hill sobre la pantalla de mi asiento consiguió distraerme de mis pensamientos.
Una vez sola, desactivo el modo avión de mi teléfono móvil y descubro varios mensajes de mis amigas y tres llamadas perdidas: dos son de Kenia y la restante de un número desconocido. Intrigada por su inesperada insistencia en contactar conmigo, marco el número de teléfono de la que es mi profesora, quien no se demora más de un tono en descolgar.
—¿Kenia? ¿Ocurre algo? Tengo dos llamadas de tu número de teléfono.
—¡Lola! ¡Al fin doy contigo!—exclama, aliviada—. ¿Dónde te metiste en la galería? No te encontré en la fiesta de después, muchos viejos conocidos me preguntaron por ti. ¡Tú y tu obra fuisteis todo un éxito!
Observo como Samuel camina de forma parsimoniosa hasta mí, él también está hablando por teléfono. Entre su mano izquierda sostiene un vaso de tamaño mediano rebosante de un líquido verdoso y, a simple vista, viscoso. El joven refleja un semblante mucho más serio a pesar de haber obtenido su ansiada bebida de frutas, lo cual hace que, inevitablemente, una telaraña de preocupación se teja en mi pecho, perfilando mis palabras.
—Lo siento mucho, Kenia, pero tuve un imprevisto y no pude quedarme todo lo que me hubiese gustado.
—Te noto extraña en la voz, pero tengo una noticia que seguro cambia tu estado de ánimo.
Samuel cuelga su llamada, sin apartar la vista de mí. Con las yemas de los dedos, masajeo con intensidad las cuencas de mis ojos, sintiendo como si una enorme losa de cemento se ciñese sobre mis hombros. Solo deseo que esa llamada suponga tener nuevas noticias sobre Lukás.
—No tengo mucho tiempo, verás yo...
—Uno de los mayores representantes de fotografía del país quiere entrevistarte dentro de tres días— Kenia emite un agudo chillido de emoción al otro lado de la línea. En cambio, yo me mantengo anclada al suelo, inmóvil, con una expresión tan anodina que hace estremecer hasta al propio Samuel—. ¿Recuerdas a mi grupo de amigos que te presenté? Damián Nogal, con quien mantuviste una charla, es uno de los representantes más potentes del momento y te quiere en su equipo, Lola. ¿Sabes la de profesionales que matarían por esta oportunidad? ¡Incluso yo en mis mejores inicios!
La irritante voz de la megafonía del aeropuerto, anunciando que el siguiente vuelo llega con treinta minutos de retraso, me sacude hasta golpearme con la fría e incrédula realidad. En este mismo instante, echo mucho de menos a mi madre. Me siento desnuda y pequeña ante la inmensidad de un mundo que desconozco y mi mente no logra alcanzar. Al menos, por ahora. Es como si, durante toda mi vida, hubiese vivido encerrada en mi propia caja de cartón, ajena al ruido exterior, y ahora todo me resulte desconocido e increíblemente tentador a la vez que espeluznante. Como cuando un bebé de escasos meses de edad descubre el sabor del azúcar. Vivimos ajenos a lo que se expande más allá de tres calles de nuestro hogar y, por pura inercia y sentido común, todo acaba por explotar ante nuestros ojos, dejándonos ensimismados con la inmensa red de colores que la vida nos ofrece. Pero también cayendo presas del pánico de un futuro con el que no contabas ayer.
—Es maravilloso, yo no tengo palabras. Gracias, Kenia. No lo hubiera conseguido son tu confianza en mí.
"Mamá, ojalá pudiese abrazarme".
—El mérito es todo tuyo, Lola. Lo supe desde el primer momento en el que llegaste tarde a nuestra primera clase, tienes un talento innato.
—No sé qué decir...
—Solo dime que aceptas. Dime que aceptas la entrevista con Nogal.
La voz de Kenia se disipa entre la multitud y su ajetreo constante, el repiqueteo de las maletas y el estallido de los aviones al momento de despegar. Un sudor frío recorre mi frente, siento la boca seca y tengo las manos tan sumamente heladas que hasta me cuesta retener el teléfono móvil entre ellas. Me veo obligada a cerrar los ojos con fuerza y responder, reteniendo el aire que queda el mis pulmones.
—Acepto.
Y explotó la bomba. Es eso o el grito de mi profesora lo que me hace sobresalte.
—¡No te arrepentirás!—exclama, eufórica, tratando de ocultar su risa nerviosa—. ¡Nos vemos dentro de tres días!
Segundos después, Kenia finaliza la llamada, dejándome petrificada, con el móvil adherido a mi oreja izquierda.
Debería sentirme feliz, alagada, pletórica, orgullosa de mí misma. Y lo estoy, claro que lo estoy. Quién no ha oído hablar de los triunfos en el mundo fotográfico de todo aquel que trabaje codo con codo con Damián Nogal. Y, de entre todos los candidatos a formar parte de su equipo, ha dejado una bacante para mí, porque ha visto cierto potencial, ese don del que tanto se nos llena la boca al hablar a veces, un diamante que merece la pena pulir. Todo ello, gracias a mis horas de estudio y trabajo. Gracias a mí, solamente a mí y a mi esfuerzo, a mi incansable afán de perseguir mi sueño. Está claro que los sueños se cumplen, y tanto que sí lo hacen, todavía me tiemblan las piernas con tan solo pensar que cientos de ojos disfrutaron y reflexionaron con mi obra, sintieron con ella. Esa es mi mayor recompensa. Tal vez ese sea el motivo por el cual una fugaz lágrima desemboca desde mis largas pestañas hasta quedar refugiada en la comisura de mis labios. O puede que sea por lo mucho que echo de menos su abrazo. O una mezcla. Yo que sé. Ahora mismo, soy una balsa repleta de emociones tan distintas que mi mente es incapaz de ordenar y priorizar.
—Lukás nos espera. La editorial donde trabaja queda lejos de aquí, tenemos que coger el siguiente autobús —me informa Samuel moviendo ante mí su teléfono móvil. No necesito escuchar nada más. Un leve apretón sobre mi hombro me devuelve al mundo real. Me veo en el apuro de repasar el ritmo de mi respiración acompañando a mí caminar por miedo a que olvide cómo se hace todo a la vez.
Una vez fuera del aeropuerto, en silencio, me mantengo unos pasos por detrás de Samuel, quien pregunta en un perfecto inglés por la parada de autobuses más cercana que nos lleve al centro oeste de la ciudad. Siento el latir de mi corazón palpitar en mis oídos y boca del estómago. Desvío mi mirada por un momento a mí alrededor y, siendo cegada por la luz del sol unos instantes, coloco el dorso de mi mano en forma de visera sobre la línea de mis cejas. Enormes edificios y construcciones al más puro estilo vanguardista, se levantan imponentes sobre pequeños jardines de arbustos y densos árboles. Se respira rutina y prisas, como en toda ciudad metropolitana actual. Somos muy pocos, la mayoría turistas, los que nos paramos a contemplar los detalles de las fachadas o la delicadeza de los muros de cristal que dan forma a la terminal de autobuses y sus líneas.
Nos detenemos los primeros de una fila que, posteriormente, avanza hasta el otro extremo de la calle. Siempre me ha resultado curioso contemplar a los demás, imaginarme como serían sus vidas, de dónde proceden o a dónde van, qué le ha llevado a leer a Hebert Marcuse a la chica del sombrero sentada sobre su maleta, o si la pareja que cuchichea a mis espaldas acaba de conocerse de manera inesperada en un viaje todavía aún más imprevisible. Recrear en mi imaginación la remota posibilidad de que sus vías ficticias sean ciertas, me parece algo fascinante. La capacidad de imaginación del ser humano en sí.
La primera vez que vi a Lukás sentado en aquella sala de cine, imaginé que se trataba de un joven solitario y misterioso, el prototipo marcado de hombre interesante a la par que atrevido y seductor, batería de una banda de pop-rock o profesor de música. No fui muy desencaminada al conocer su faceta artística, amante de la literatura, al cabo de un tiempo. Lo que nunca llegué a imaginar es que acabaría completa e incondicionalmente enamorada del chico de la butaca trece.
Al cabo de diez minutos, un vehículo alargado de color negro, con una franja roja en la parte inferior y otra blanca en la zona superior, estaciona justo delante de nosotros. Samuel paga dos billetes sencillos y nos acomodamos en un par de asientos, contrarios a la marcha del autobús, justo enfrente de dos chicas jóvenes sujetando un mapa, tamaño carpa de circo todo hay que decirlo, de la ciudad. Una de ellas no tarda en entablar conversación con Samuel, por lo que me permito desconectar y aprovecho para mandarle un mensaje a mis amigas y mi hermano, comunicándoles que estoy bien y anticipo lo preciosa que es Viena y sus alrededores. Bruno es el primero que contesta a mis mensajes:
Encuentra aquello que buscas sin perderte a ti misma.
Nos vemos a la vuelta, iré a recogerte al aeropuerto.
Por otro lado, mis amigas comentan a la vez, llenándome la entrada del teléfono de notificaciones nuevas y, cómo no, dignas de enmarcar solo por la sonrisa que me sacan. Abril me pide cientos de veces perdón, también en nombre de Gala, por reaccionar de una forma demasiado brusca al enterarse de mi marcha, y que, por favor, no me preocupe por el Muse's ni por nada que no seamos Lukás, Viena y yo. Gala sigue en sus trece, remarcándome lo bien que me habría venido su caja de condones y lubricante sin abrir, puesto que ella lleva más tiempo en sequía que el mismísimo desierto del Sahara. Todo acompañado, por supuesto de emojis de llamas de fuego, corazones, una berenjena extraviada y la posterior regañina de Abril. A penas son dos días fuera de casa, pero cuantísimo voy a echarles de menos. Y también a Nico, aunque su despedida junto al chico del guardarropa fue altamente mejorable. Aunque también memorable, como él.
No me doy cuenta de que llegamos a nuestro destino hasta que Samuel se despide de sus dos nuevas amigas francesas y un número de teléfono más en su agenda de contactos.
—Desprendo feromonas, pequeña aprendiz, soy como una especie de manjar prohibido para las tías— explica, erguiéndose con mueca victoriosa, una vez descendemos del autobús.
—O como la caca de vaca para las moscas.
—Son matices diferentes.
No tiene remedio y buscárselo sería tiempo perdido. Como él mismo dice, todo forma parte de su encanto natural.
Cientos de coches se aglutinan en las rotondas de la ciudad, separados por carriles marcados de forma distinta sobre el asfalto. Los semáforos que bloquean el paso a los peatones, emiten un estridente sonido al cambiar a color verde y cede de nuevo ante el color rojo. Las aceras, los puentes, los puestos ambulantes de dulces, todo guarda un correcto orden y limpieza. No hay nada que estorbe, ni una sola decoración que sature a la vista, Viena, con tan solo pasear por una de sus calles, te absorbe de forma inmediata.
Ante nosotros, a pocos metros de lo que parecen los edificios de sede de la Editorial Ink-Cloud, nace el que es, sin duda, el edificio más bonito que he visto nunca. La Ópera de Viena. Un edificio emblemático, que rezuma arte, cultura e historia en cada piedra o ventanal. En lo alto, dos jinetes se muestran imbatibles ante la ciudad, custodiando la bóveda de cristal que resguarda un antiguo arco de piedra. La entrada principal, la forman arcos del mismo estilo pero mucho más grandes, de piedra, como todos los muros que conforman sus naves. Toda una manzana dedicada única y exclusivamente a ella.
—No tengo palabras...—suspiro, sin apartar la mirada de las estatuas colocadas sobre capiteles que cobijan los arcos.
—Pues espera cuando veas quién viene por allí...—señala Samuel, con tono picarón, a su derecha.
Sobresaltada, giro mi cuerpo hacia la dirección que marca el dedo de mi compañero de viaje. Todas las personas hemos experimentado alguna vez esa sensación de ser conscientes de que algo, bueno o mal, va a ocurrir, y te mentalizas de ello, crees estar preparado para cuando llegue el momento. Pero ese instante te alcanza, como un torbellino, y te hace trizas. El corazón se te detiene y la cabeza no piensa con ninguna claridad ni raciocinio. Todo lo antes conocido es demasiado mundano en comparación y todas tus horas de preparativos, se van al traste. Qué clase de vida tan aburrida tendríamos si no fuese así. No concibo imaginar la escena donde yo corriese hasta refugiarme en los brazos de Lukás, en mi casa, sin mi respiración a medio fuelle, los ojos rasantes de lágrimas de emoción y un miedo terrible sacudiéndome el pecho.
—¡Lukás!
Y, como no puedo comprenderlo de otra forma, así ha sido. Así es como tenía que ocurrir. Con su nombre ardiendo en mi garganta hasta morir en el más maravilloso silencio que da cabida al beso. A ese beso. Un beso que ambos ansiábamos darnos. Sentirnos. Acariciarnos. Un sinónimo a "no me sueltes", "sigamos siendo el mejor equipo", "nuestro hilo rojo todavía sigue indemne".
La sorpresa por parte del muchacho se convierte en pasión y deseo al introducir su lengua en mi boca, perfilando mis labios. Sus manos se acomodan a ambos laterales de mi cuello y, mientras me acaricia las mejillas, yo le rodeo la cintura con los brazos, dejando que su calor me cale hasta los huesos y deshaga toda incertidumbre. Por un momento, solo existimos él y yo. Un nosotros, de la forma más real.
Tras separarnos, Lukás deposita un casto beso sobre mi frente y yo entierro mi rostro en el hueco de su cuello, inspirando su aroma con fuerza.
—Pensaba que Samuel iba a viajar solo— susurra cercano a mi oído, con voz entrecortada—. No puedo creer que estés aquí.
Antes de que pueda contestar, Samuel se me adelanta y comienza a carraspear de manera muy forzada mientras se aproxima a nosotros.
—Siento la interrupción pero nada de este reencuentro idílico hubiera sido posible sin las artimañas y el poder de tu viejo amigo, Gruber.
Entre carcajadas limpias y sinceras, ambos se funden en un abrazo donde se palpan las emociones a flor de piel. Yo decido mantenerme al margen, contemplando el momento y como Samuel propicia firmes palmadas sobre la espalda de Lukás, a quien encuentro más delgado que la última vez que abandonó España. Continúa siendo un joven esbelto, alto y de espaldas anchas, pero las facciones de su rostro se marcan mucho más, al igual que su clavícula bajo la fina tela de su camisa blanca de lino. Aunque, lo que más consigue llamarme la atención, son unos difuminados pero presentes surcos amoratados que se precipitan bajo sus ojos ocultos tras las gafas de sol oscuras. Seguramente, lleve noches sin dormir, tal vez esté estresado por el trabajo en la sede o porque no ha contacto con ninguna editorial que se interese por su novela.
O puede que las cosas con su padre vayan de mal en peor.
—Te debo una enorme, amigo—le dice el joven rubio agarrando por el hombro a su antiguo compañero.
—¿Qué te parece si todo queda en paz invitándonos a comer algo típico de tu hermosa ciudad natal?—sugiere Samuel acariciándose la barriga, trazando círculos—. ¡Tenemos que ponernos al día de muchas cosas!
Entusiasmado, con el ruido del tráfico y la risa grave de Lukás de fondo, inicia su marcha sin rumbo, con las manos entrelazadas sobre la nuca. Lukás se mantiene a mi lado y desliza el dorso de su mano por mi antebrazo hasta alcanzar sus dedos entre los míos. Su olor, esa mezcla entre madera y café molido, penetra en mis fosas nasales hasta envolverme y electrizarme la piel desde mi cuello hasta los pies.
—Y...creo que nosotros también, tenemos cosas de las que hablar— musito, de forma que solo Lukás pueda escucharme. Él simplemente me agarra la mano con más fuerza y, juntos, seguimos a Samuel.
"Mamá, todavía necesito ese abrazo".
¡BONICOS MÍOS! ¿Cómo estáis? ❤
Yo no tengo mucho tiempo para hablar. Tengo que irme corriendo a ponerme manos a la obra con el siguiente capítulo y, quién sabe, puede que lo tengáis publicado mucho antes de lo previsto... 🔥🔥
Nos leemos, bonicos. Os adoro ❤
María ❤
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro