CAPÍTULO: 58
LOLA
Enigma. Ese es el título de la obra que tengo justo enfrente, la misma que llevo contemplando durante más de diez minutos, tratando de descifrar cada uno de los símbolos y mensajes que Kenia ha guardado en su interior. Quien, sin miedo a pecar de modestia, es realmente buena en su trabajo. Una de las mejores revelaciones de los últimos años, me atrevería a decir bajo mi pequeño criterio.
La fotografía muestra el vivo retrato de una joven de piel negra, con la mitad de su rostro cubierto por una fina y elegante tela de encaje blanco que recubre su cabeza y un tercio, aproximadamente, de la frente. Su mirada es penetrante a la vez que inquietante. Unos ojos que reflejan verdad y miedo, pureza y secretos. Las facciones de sus mejillas y boca son frías, distantes, contrastando con la intensa amalgama de emociones que transmite su mirada, directa al espectador. Resulta imposible no detenerse unos segundos a apreciar, por lo menos, la apariencia de la tela que resalta sobre la piel oscura de la joven.
Sujeto mi segunda copa de champán francés entre los dedos de mi mano derecha, acariciando mis labios con el cristal del recipiente alargado. Una pequeña gota de agua helada desciende por mi antebrazo antes de escuchar la voz de mi profesora a mis espaldas. Ojalá Lukás estuviera aquí conmigo, ojalá esté bien. Ojalá no sea demasiado tarde para nosotros.
—Cautivadora, ¿cierto?— me pregunta con cierta afirmación en sus palabras. Sus ojos se desvían de mi trayectoria hacia la imagen sobre el lienzo colgado en la pared amarillo pastel.
—Enigmática.
—De ahí la esencia de su nombre— corrobora, satisfecha con mi respuesta—. Es, sin duda, una de mis mejores obras para esta exposición.
Su cabello rizado cae enmarañado por sus hombros hasta terminar a la altura de las costillas. En la parte posterior, una diminuta horquilla recoge dos de sus mechones, de manera que su rostro se ve mucho más despejado y luminoso. Kenia viste un sencillo pero sofisticado traje de dos piezas de color verde aguamarina, sobre un top de color negro mate sin escote. Un grueso collar dorado adorna su cuello, haciendo juego con el tono de sus zapatos de tacón ancho con una ligera plataforma, realzando su esbelta figura. El baile de su chaqueta blaizer al caminar desprende un dulce aroma a jazmín y lavanda.
—Ven—me pide, terminando el último trago de su coctail cristalino—, quiero presentarte a unos viejos amigos.
La sala es enorme y no existe ni un solo recoveco donde las creaciones de Kenia no luzcan con su propio brillo. Un grupo de jóvenes disparan varias selfies de ellos mismos con coloridos lienzos y composiciones de fondo para, más tardes, subir las publicaciones a las redes sociales. La estrella de esta noche, la artista que da nombre a la exposición, ha admitido en su discurso de apertura estar muy activa en diversas redes sociales, donde incluso, ofrece cursos gratuitos de iniciación a la fotografía o al mundo de la imagen y el material audiovisual, o diversas colaboraciones con otros artistas o marcas. Kenia nació en el seno de una familia de artistas, en especial, cinematógrafos y elencos de teatro y música, su estela estaba destinada a dedicarse a lo que es ahora. Una joven revelación que marcará la historia de la fotografía en un antes y un después.
Caminando tras de sí, nos acercamos a un grupo de dos hombres y una mujer de exuberante cabello rojo encendido. Por un momento, creo estar viendo a mi madre delante de mí. Me veo obligada a sacudir mi cabeza, cerrando los ojos, antes de reunirme junto con mi profesora y los demás conocidos, todos con un típico aire misterioso y desolador que caracteriza al espíritu inconformista de los artistas.
—Muchachos, ella es Lola, la alumna de la que os hablé.
—¡La joven creadora!—exclama la mujer otorgándome dos fuertes y sonoros besos en las mejillas, tomándome completamente fuera de juego—. Permíteme decirte que, tu pequeña aportación a la galería, refleja mucho potencial.
—Una idea de feminismo traída de la mano de una joven chica de veintidós años, un reflejo real de la lucha de las mujeres a diario, una muestra tangible y no un simple desnudo con banderas en medio de la calle— analiza el más joven de todos, aunque, a simple vista, resulta aparentar ser quién más domina la temática—. Una idea arriesgada, algo que sin duda te atrae, Kenia.
Con un gesto de mi mano, llamo la atención de uno de los camareros y deposito mi copa ya vacía sobre la bandeja de plata que transporta sin dificultad sobre la palma de su mano.
—Mi obra es mi visión del feminismo. No deja de ser una idea de libertad, igualdad y lucha que, cada hombre o mujer, puede experimentar como más identificados se sientan.
Aquel hombre, me examina con cierto detenimiento, manteniendo la mirada fija en mí. No titubeo y le imito, arriesgándome a sostener mis ojos sobre los suyos. Su postura es relajada, con los brazos cruzados a la altura del pecho y una sonrisa ladeada oculta bajo la frondosa barba oscura que recubre sus mejillas, mentón y parte de su cuello.
—Ahora entiendo el motivo de tu interés por ella, amiga— le habla a Kenia, sin desviar sus ojos caramelo de mi figura—. Tiene personalidad, carácter.
—Es una de mis mejores alumnas.
Sonrío, plena y satisfecha de que, mi obra y su mensaje, haya tenido este recibimiento. Son muchas las personas que han acudido a mí para felicitarme por mi trabajo. Una composición de fotografías que, desde que inicias un camino por medio de ellas, transcurren de forma única. Por mucho que vuelvas al principio, ningún recorrido te hará sentir igual al anterior. La exposición comienza con una fotografía en blanco y negro de Abril, con la mirada cubierta por una cinta ancha oscura. Al fondo de la imagen, rodeando el cuerpo de la muchacha rubia, las manos de Gala acarician el torso, hombros y boca de la joven, manchando su piel con estelas de color morado. Ese es el único ápice de color que destaca sobre la imagen. Abril refleja el sentimiento de atadura, prisión y mordaza. Representa la sumisión con la que tanto se nos identifica y nos arrastra. Abril es el silencio, mientras que Gala, con sus manos pintadas de esperanza, destruye a su paso las cadenas y estereotipos que nos ahogan. Traza sobre el cuerpo de la chica lo que le ayudará a despojarse de la venda que le impide ver.
Fue realmente estremecedor descubrir como una lágrima furtiva recorría el rostro de Abril al cambiar el plano de la cámara y las luces para una nueva fotografía.
Durante el transcurso de las fotografías, el espectador contempla la evolución y el efecto que el movimiento feminista ejerce sobre las mujeres. Nos une en la lucha por una misma causa. La igualdad. Que no se nos calle. Que se reconozcan nuestros méritos con la misma rapidez que ocurre con los hombres. Que podemos ser lo que nos propongamos, sin miedo al rechazo, y caminar sintiéndonos seguras. Libres. El feminismo sabe a libertad. Así es el nombre que adquiere la última fotografía de mi pequeña exposición. En ella, se observa cómo Abril, Gala y Fátima, ríen. Solo ríen, pero con los ojos brillantes y el cabello despeinado. Esa imagen no estaba preparada, ni mucho menos estudiada. Fue inesperado, ni siquiera recuerdo lo que desencadenó la risa de Abril pero, fuera lo que fuese, terminó en un estallido de amor y amistad entre todas, dejándonos consigo el despertar de la imagen que le otorga el broche final a la obra Voces Violetas.
Creo que si me concentro mucho, puedo sentir la mano de mi madre sobre mi espalda y su voz dulce susurrándome lo orgullosa que se siente de su hija.
—¡Aquí estás!— grita Gala, emocionada, corriendo hacia mí hasta abrazarme con fuerza—. ¡Esto está siendo todo un éxito! Hasta una mujer se me ha acercado para preguntarme si era yo misma la modelo de la cuarta fotografía.
—Que no se te suba la fama a la cabeza.
La inconfundible voz de mi hermano mellizo y sus característicos ojos azules, se abren paso entre el gentío y las bandejas de canapés de foie y copas de burbujeante champán caro. A su lado, la impecable Abril, con el cabello recogido en una coleta de caballo alta, junta sus manos, emocionada, emitiendo pequeños aplausos en mi honor.
—Envidioso— replica Gala separándose de mí.
—¡Habéis venido!—me resulta inevitable pronunciar esas palabras sin el eco de la misma voz de aquel joven rubio que escuché tocar hace meses, en plena calle del centro de la ciudad, dándole vida a la letra de Lory Meyers.
—No pensarías que nos perderíamos tu gran debut, ¿verdad?—pregunta Abril, entusiasta. No le he preguntado, pero me jugaría una mano y no la perdería a que ya ha subido más de tres publicaciones nuevas de la galería a su cuenta de Instagram.
—¿Dónde está Nico?
—Ha ido a ligarse al chico del guardarropa—me informa Bruno, depositando un cálido beso sobre mi sien para, acto seguido, enfundar sus manos dentro de los bolsillos de sus vaqueros oscuros y encogerse de hombros—. Admito que eso ha sido un golpe bajo, no esperaba que se olvidase de mi tan pronto.
Su comentario me provoca una ligera risa, demasiado efímera para mi gusto. Bruno busca conectar mi mirada con la suya. Me doy cuenta de que es, más o menos, un palmo más alto que yo, que tiene una preciosa constelación de pecas diminutas que atraviesan el puente de su nariz hasta morir en sus mejillas y que no han hecho falta más que un puñado de meses juntos para restablecer la conexión que une a dos hermanos de sangre.
—¿Va todo bien?
Nerviosa, busco a mis amigas entre la multitud. Ambas se mantienen alejadas de mi hermano y de mi, conversando de forma alegre con un par de chicas jóvenes cuyos rostros me resultan familiares de la clase de Historia del Arte y Análisis de la Cultura. Es la oportunidad perfecta para contarle a Bruno todo mi plan, así que le agarro del cuero de su chaqueta y nos alejamos caminando hasta las escaleras que conducen al lavabo y la sala de reuniones del edificio.
—Cojo un avión a Viena, esta noche. He quedado con un amigo de Lukás en menos de dos horas.
—¿Cómo?—sus ojos reflejan la máxima incredulidad y desconcierto—. No entiendo, ¿ha pasado algo? ¿Cuándo pensabas decirlo?
Un torbellino de emociones se retuerce en mi estómago, sin piedad, haciendo que me vea obligada a sujetarme con una mano sobre la barandilla metálica que rodea el tramo de escaleras de mármol.
—Lukás no está bien—confieso, sintiendo como mucho ojos comienzan a empañarse. Y yo no pongo remedio a ello, ya no puedo—. Lo presiento, Bruno. Su forma de hablar, sus correos, ato cabos y mi instinto me dice que tengo que llegar a él. Necesito tocarle, ver con mis propios ojos que me equivoco.
Bruno aferra su mano tatuada sobre la mía, dándome un ligero apretón que me proporciona la fuerza suficiente como para continuar hablando sin desmoronarme.
—Samuel me llamó ayer, me contó que estuvieron hablando y él tiene la misma sensación que yo. No puede ser una simple casualidad— me llevo una mano a la nuca y me masajeo la zona con fuerza, aliviando le presión que siento sobre los hombros—. Él tenía planeado ir a visitar a Lukás y, a última hora, tuvo la opción de adelantar el vuelo con un nuevo billete para mí.
—¿Lo saben los demás?
—A medias. Las chicas saben que algo pasa con Lukás, pero desconocen que mi vuelo sale esta misma noche.
Con un leve tirón, Bruno me atrae hacia su cuerpo y envuelve el mío entre sus brazos. Percibo el latir de su corazón contra mi pecho, su ritmo es pausado y suave, al contrario que el mío, golpeando desbocado bajo mí pecho. Su olor mentolado se mezcla con el aroma a tabaco de su último cigarrillo, colándose por mis fosas nasales, evocándome a un bienestar momentáneo que no me resulta nada desagradable.
—Necesito respuesta, y no regresaré tranquila hasta que las tenga. Tengo la maleta en el cuarto del guardarropa.
—Eres la dueña de tu vida, yo te apoyaré en lo que decidas— rompemos nuestro abrazo para volvernos a mirar a los ojos—. No te preocupes por Abril y Gala, yo me encargaré de hablar con ellas. Y del Muse's, como hasta ahora. Os lo debo y se lo debo a mamá. Tú solo procura resolver todas tus dudas.
—Eres el mejor.
Me despido con un fugaz beso en su mejilla y, con rapidez, subo las escaleras de caracol que me dirigen hasta el piso de arriba, donde se halla el cuarto del guardarropa, el hall y la salida. Si no recuerdo mal, hay una parada de taxis justo enfrente. Tengo que llegar al aeropuerto cuanto antes.
—¡Eh, Lola!—me llama mi hermano, sobresaltándome. Bruno se mantiene firme, con una postura desenfadada y las manos aferradas a las solapas de su cazadora—. Saluda a Lukás de mi parte, estoy seguro de que encontrarás lo que buscas.
Una sonrisa fugaz y emprendo mi camino definitivamente. No hay nada ni nadie que pueda pararme o hacerme cambiar de opinión. Mi destino está fijado a kilómetros de aquí, en Viena, entre sus brazos.
Chequeando la hora en mi Smartphone, corro todo lo que mis tacones me lo permiten hasta llegar al mostrador donde un joven de pelo castaño ha guardado nuestros abrigos hace más de tres horas. Bajo mi sorpresa, me percato de que, su presencia tras los percheros, es sustituida por una cadena de suspiros graves, gemidos y palabras susurradas que no logro descifrar. No puede ser.
—¡Nico!
—¡Joder!
A causa del sobresalto, un par de montones de bolsos y chaquetas caen al suelo, destapando el escondite de Nicolás y el famoso chico del guardarropa. Ambos desnudos, con las mejillas encendidas, tratan de tapar sus cuerpos con prendas derramadas por el suelo.
—¿Pero qué coño haces aquí?-¾grita mi amigo, con los cabellos despeinados y, lo que en un futuro no muy lejano, se convertirá en un gran chupetón en un lateral de su cuello.
—Buscar mi chaqueta. Por si no te has dado cuenta, estáis rodeados de perchas y armarios—me cruzo de brazos, bajo su mirada incrédula—. No me mires así y dame mi abrigo, es a ti a quién le pone experimentar en lugares públicos.
Con las mejillas encendidas, el joven chico que acompaña a Nico, rebusca entre varias prendas dobladas en el estante superior de uno de los armarios.
—Pu...puede decirme cuál...cómo es su abrigo...—tartamudea, nervioso.
—Te estás cubriendo con el.
Perplejo, lleva su mirada hacia abajo y me lanza la chaqueta color camel al vuelo para taparse, de nuevo, con un pesado abrigo de visón gris perla. No tengo más tiempo que perder en juegos. Me enfundo en la chaqueta y, sin mirar atrás, agarro mi maleta de mano y abandono el edificio en busca del próximo vehículo que me lleve hasta el aeropuerto. He quedado en verme con Samuel en una hora y, al menos, necesito treinta minutos para llegar hasta las afueras de la ciudad. Afortunadamente, una hilera de taxis vacíos se vislumbra ante mis ojos, por lo que intento darme más prisa en llegar lo antes posible.
—Al aeropuerto, por favor.
—Dicho y hecho.
El conductor activa el contador de dinero y arranca el motor del vehículo. En la radio suena El mundo tras el cristal de La Guardia, una de las canciones favoritas de América. Desearía que ella estuviese aquí conmigo para decirme que estoy haciendo lo correcto.
Sorbo por la nariz con determinación al contemplar como la pantalla de mi teléfono móvil se ilumina. Tengo un mensaje nuevo de Samuel.
Te estaré esperando en el puesto de perritos calientes que hay junto a la tienda de colonias y suvenires. Descuida, yo pago la cena.
Le respondo con un par de emoticonos sonrientes y le envío mi ubicación de referencia para que se haga una idea del tiempo que puede durar mi trayecto.
Mientras me dedico a mirar por la ventana traslúcida del taxi, intentando que el vaivén de la multitud y el movimiento de las hojas de los árboles al compás del viento me distraigan de la realidad, jugueteo con los anillos que decoran los dedos anulares de mis manos. Llegamos a un tercer semáforo en rojo cuando una ráfaga de repentinos mensajes llega a la bandeja de entrada de mi teléfono móvil. Gala y Abril, quienes todavía se encuentran en la galería de fotografía, me avasallan a preguntas, preocupadas por mi apresurada ausencia. Me mantengo inmóvil, observando como los mensajes y las notas de audio empiezan a acumularse. Entre en una especie de bloqueo que me impide contestar. Al menos por ahora. Soy consciente de que es un error, son mis mejores amigas, mi apoyo imprescindible, y merecen una explicación.
Pero ahora mismo mi cabeza solo puede pensar en Lukás Gruber, el chico de la butaca trece.
Abatida, apago mi teléfono móvil y dejo caer mi cabeza hacia atrás, hasta que impacta contra el cabecero del asiento. Cuando era pequeña, mi madre decía que la gente que huye de los problemas, eran caballitos de mar. Yo no lo entendía, hasta que un día, después de suspender mi primer examen de matemáticas en el instituto, mi madre me explicó que, siempre que algo no va bien o no sale como nosotros queremos, la actitud más fácil es dar la espalda a los problemas y esperar a que desaparezcan. Al igual que se comportan los caballitos de mar.
Yo le respondí que no quería ser un caballito de mar. Que estudiaría mucho más para aprobar el siguiente examen. Y así lo hice.
No quiero comportarme ahora como uno de esos animales.
—Jovencita—se dirige al mí el conductor del taxi, sacándome del trance—, hemos llegado al aeropuerto. Son quince con ochenta euros.
Rebusco en mi monedero a toda prisa, contando un total de dieciséis euros, pidiéndole que se quede con el cambio. Tras darme las gracias, abandono el vehículo con la maleta en la mano y el bolso colgado a modo de bandolera en un lateral.
Saco de nuevo mi Smartphone de mi bolsillo y desbloqueo la pantalla del mismo. No es momento de dar la espalda.
—Chicas, lo siento mucho. Siento desaparecer sin despedirme. Todos los halagos que he recibido hoy son vuestros, nada hubiese sido igual sin vuestra ayuda—me disculpo grabando una nota de voz, apresurándome a cruzar el paso de cebra que me lleva a la puerta principal de la terminal dos del aeropuerto—. Bruno también hablará con vosotras más tarde, pero os debo una explicación. Aunque sea de esta forma. Cojo el vuelo en menos de una hora y necesito saber que Lukás está bien. Desapareció de mi vida una vez y no pienso permitir que lo haga una segunda. Prometo llamaros en cuanto aterrice.
Suspiro y miro al frente. Por suerte, no hay mucha gente dentro de las estancias de aeropuerto, por lo que debo de darme prisa antes de que comience a llenarse por culpa de los vuelos de última hora. No llevo una maleta grande, por lo que me evito la fila de facturación y paso directamente a la previa zona de embarque. Me detengo delante de uno de los múltiples grandes paneles de información que se hayan situados en el interior de la terminal. La distorsionada voz de megafonía anuncia que, el vuelo 3562 con destino a Buenos Aires, cerrará sus puertas en quince minutos. Compruebo que el próximo vuelo con destino a Viena abrirá sus puertas 3 y 5 de embarque en media hora.
Avanzo por las cintas metálicas automáticas que conectan las puertas del embarque con la zona de tiendas y cafeterías. Los tacones empiezan a pesarme, siento arder tanto las plantas de mis pies que la idea de caminar descalza por el frío suelo no me resulta tan descabellada. Por suerte, Samuel se encuentra sentado en uno de los bancos próximos a la puerta 3 y me guarda un sitio a su lado.
—Espero que te gusten los perritos calientes completos. La gente que los pide sin pepinillo no es de fiar.
—No tenías por qué molestarte.
—La cena es la comida más importante del día— bromea, enfatizando en sus palabras. Sin embargo, no obtiene respuesta por mi parte.
Pasamos los últimos veinte minutos en la ciudad en silencio, tiempo que aprovecho en terminar de leer el temario de esta semana de Análisis de la Cultura. Parece que el personal de vuelo estaba esperando impaciente a que terminase de leer el último párrafo cuando avisan a los pasajeros que el vuelo 7409 con destino a Viena abre sus puertas.
Se trata de un avión pequeño, por lo que no tardamos en atravesar la pasarela y adentrarnos los, calculados a ojo por Samuel, cuarenta pasajeros. Varios de ellos con aspecto e intención de volver a su tierra natal.
Una vez localizados nuestros asientos, me concentro en guardar mi equipaje en el compartimento superior de mi asiento y, una vez encajado, vuelvo al mismo para abrocharme el cinturón de seguridad en cuanto lo indica la señal luminosa. Dos azafatas se colocan en ambos extremos del avión y dan comienzo a sus indicaciones y protocolo de actuación en situaciones emergencia. Cierro los ojos. La imagen de Lukás se dibuja con nitidez en mi mente.
—¿Cómo ha ido la exposición de fotografía?
Sé lo que Samuel pretende, y se lo agradezco. Quererme distraer de todo, durante al menos una corta conversación. Estoy tan sumamente inquieta que reboso inquietud por cada poro de mi piel.
—A la gente le ha gustado, han captado la esencia de lo que he querido transmitir, especialmente mi profesora. Ha sido una bonita experiencia— sonrío, disimuladamente—. Aunque estoy tan nerviosa que tengo la sensación de que fue ayer.
Samuel golpea mi hombro con su puño, de forma amistosa. Sus ojos transmiten calma, como una balsa de agua en perfecto equilibrio.
—Tenemos tres horas por delante mientras nos suspende en el aire un tío que no conocemos de nada y nos tenemos que fiar porque cree saber lo que hace— se me ha olvidado mencionar que Samuel tiene pánico a las alturas, por eso me ha cedido gentilmente el asiento junto a la ventana. Debo admitir que su comentario me ha hecho reír—. Descansa.
Asiento con la cabeza y, tras cenar cada uno nuestro perrito caliente, mientras comentamos lo terrible que era esa película alemana que han puesto en los televisores, conecto mis auriculares a la entrada de mi Smartphone y presiono play en la primera canción que aparece en la lista de reproducción.
No recuerdo apenas nada más del viaje. Solo recuerdo despertarme con la melodía de Afterglow de Ed Sheeran en mis oídos y un extraño escalofrío premonitorio sacudiendo mi espalda.
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