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CAPÍTULO: 36

LOLA

He decidido llamar a Bruno para pasar la mañana juntos. Sin contar nuestros encuentros en el Muse's, rodeados por todos los demás, todavía no hemos podido disfrutar de un rato a solas, los dos, como dos hermanos. Por ello, he reservado esta mañana calurosa de mayo única y exclusivamente para mi hermano mellizo.

Antes de su llegada, me he levantado temprano para prepararme un desayuno rápido a base de una taza de café con leche y una tostada de pan integral con aceite de oliva y un poco de sal por encima. Mi madre, en cambio, continúa durmiendo plácidamente, con las sábanas cubriendo su delgado cuerpo, dando cobijo a sus sueños más profundos. No ha pasado muy buena noche, ni yo tampoco, en realidad. No recuerdo la hora, ni siquiera recuerdo si miré el despertador pero, en cuánto escuché el sonido de un fuerte ataque de tos, acudí rauda a la habitación de América, a quien encontré recostada sobre un lado del cuerpo mientras se llevaba una mano a la boca para intentar apaciguar sus sacudidas. Le ayudé a reincorporarse, apoyando la espalda sobre una de las almohadas contra el cabecero de madera de la cama. Su rostro, con sus pómulos y las cuencas de los ojos marcados, presentaba un aspecto mucho más delgado visto desde cerca. Pequeñas gotas de sudor caían por su frente, por lo que, corrí hasta el cuarto de baño para localizar un termómetro digital para comprobar su temperatura corporal. Tenía bastante fiebre.

Coloqué, de nuevo, el termómetro bajo su brazo, le ofrecí una pastilla para bajarle la fiebre y empapé varios paños en agua tibia para colocarlos sobre su frente y cuello, ya enrojecidos. Una vez que los espasmos de tos cesaron, me mantuve inmóvil a los pies de su cama, despierta, sin articular palabras, hasta que mi madre volvió a sumergirse en un profundo sueño, del cual, todavía no ha podido despertar. Eso me alivia.

Mientras que hago tiempo hasta que Bruno aparezca, retrato una de mis antiguas fotografías sobre un lienzo en blanco. No es más que una visión en perspectiva en contrapicado de la ciudad, en tonos cálidos del atardecer y grises oscuros, los cuales, invierto por completo sobre la tela rugosa. Los matices anaranjados se convierten en azules y verdes en mi mente, al igual que los más oscuros, adquieren apéndices de luz gracias al blanco y amarillo en diversas tonalidades. Dejo que sea el propio pincel el que baile sobre el lienzo desnudo, guiando a mi mano y no al revés. Crear es dejarse llevar, confiar en tu arma para dar vida al arte, con las mariposas en el estómago por cómplices de lo que el raciocinio no alcanza.

Estoy terminando de limpiar un par de pinceles cuando escucho golpes secos en la puerta del piso. Ya está aquí. Rápidamente, recojo la paleta manchada de pintura y retiro el caballete que sostiene el lienzo, ocultándolo detrás de la puerta de mi habitación. Echo un último vistazo al interior del cuarto antes de dirigirme a la puerta de entrada donde, al abrir, me espera mi hermano, con los brazos cruzados a la altura del pecho y una sonrisa burlona en sus labios. Le observo unos segundos, deteniéndome en sus desgastados vaqueros oscuros, deshilachados a la altura de las rodillas y en los tatuajes que cubren la piel de su antebrazo descubierto por una camiseta negra lisa de manga corta.

Bruno me saluda con un abrazo corto antes de adentrarse en la casa, dejando a su paso una estela de olor mentolado y cigarrillos. Le acompaño hasta mi habitación, cerrando la puerta del dormitorio de nuestra madre para evitar que se despierte.

—¿Has hecho tu todas estas fotografías? —me pregunta, curioso, examinando una por una todas las que hay colgadas en las paredes del cuarto.

—Así es.

—Son geniales —me alaga, sin dejar de mirarlas.

Bruno se aproxima con un par de zancadas hasta la imagen que, sin duda alguna, diría que es de mis favoritas. Desde siempre. Es la imagen que refleja una familia de tres miembros; una madre radiante con sus dos hijos mellizos sobre el regazo, jugando entre ellos. Un recuerdo que irradia felicidad, lo mires por donde lo mires. Un recuerdo que, sin esperarlo, puede volver a convertirse en realidad.

—Bruno, ¿por qué no saludas luego a mamá? —le pregunto, captando como los músculos de su espalda se tensan bajo mis palabras—. Estará tan contenta de vernos a los tres, de nuevo, juntos.

El joven de pelo oscuro continúa divagando entre los rincones de la habitación, sin permitirse en ningún momento que nuestras miradas conecten. No hasta que me veo obligada a posicionarme delante de él. Es entonces donde percibo el azul de sus ojos más oscuro de lo que recordaba. No es capaz de sostener mí mirada más de dos minutos seguidos, por lo que decide sentarse sobre el colchón de la cama. Nervioso, se revuelve el pelo con ambas manos hasta bajar a su cuello, donde se amoldan a su curvatura, para volver a tener el valor de mirarme a los ojos.

—Nunca me deshice de esta fotografía, ¿sabes? Mirarla era lo que hacía que me sintiese más cerca de lo que nunca tuve. Una familia de verdad.

—Nosotras somos tu familia.

—Una familia que me arrebataron siendo tan solo un niño.

Su mandíbula se remarca tensa bajo sus pómulos, al igual que las venas de su cuello al sorber por la nariz.

—He vivido en una mentira durante toda mi infancia, Lola —su confesión consigue arrancarme un ahogado suspiro. Algo dentro de mí hace que me arrodille delante de él y, como un acto involuntario, agarro sus frías manos entre las mías—. Siempre pensé que los tíos eran mis padres biológicos. Me llevaban a ver partidos de baloncesto los domingos, jugaban conmigo en el parque, venían a buscarme a la salida del colegio. A mis ojos, tenía la vida de un niño normal, disfrutaba de ella. Hasta que llegó la primera carta.

—¿De qué carta estás hablando?

—Mamá y la tía nunca dejaron de estar en contacto. Al menos, hasta que me fui de casa. Desde entonces, no he vuelto a saber nada de aquellas cartas —aclara—.

—Bruno, no estoy entendiendo nada. ¿Dices qué mamá siempre supo tu paradero? ¿Y por qué nunca me contó nada?

Los nervios comienzan a apoderarse de mis entrañas. Tengo la boca seca y un dolor punzante me atormenta a la altura del estómago.

—Hay muchas cosas que no sabes, Lola. Y yo no estoy seguro de conocer toda la verdad ni de ser quien debe contarte esto.

—¡Necesito saberlo! —grito, tapándome al momento la boca con ambas manos, temiendo haber despertado a mi madre de su longevo y reparador sueño.

Bruno abandona su hueco en la cama para sentarse junto a mí sobre el suelo, cara a cara. La cabeza no para de darme vueltas. Ahora mismo, todo es un completo interrogante que no sé por dónde empezar a resolver.

—Los tíos vivían en una vieja casa, pasada la frontera con Francia. La fábrica donde trabajaba el tío había reducido el personal de su plantilla y, uno de ellos, fue el hermano de mamá. Así que, se vieron obligados a salir del país a una casa mucho más modesta por la que no pedían mucho dinero —me explica Bruno, quien juguetea con los cordones de sus zapatillas—. El mismo año que el tío consiguió un nuevo trabajo, recibieron la increíble noticia de que América, estaba embarazada de mellizos. La mala noticia era que ni trabajando más de doce horas al día, tenía el dinero suficiente como para mantenernos a ambos.

Mi hermano continúa relatando su versión de la historia, recalcando que no recuerda prácticamente nada de los primeros años de vida en casa de quienes se convertirían, felizmente, en sus padres.

—Todo lo que guardo en mi memoria de aquellos años son recuerdos felices, ellos me criaron y cuidaron como si fuese su propio hijo. Hasta tal punto que así yo lo vivía. No conocí mi auténtica realidad hasta que terminé el instituto.

—Bruno, mamá no fue la culpable de nada, podría haber sido yo esa niña que...

—Pero fui yo, Lola. ¿Con qué derecho? —El muchacho sostiene un tono de voz rotundo y seco, casi impactante—. No sabes cómo me sentí, las miles de cosas que pasaron por mi cabeza al enterarme de que, mi propia vida, era una farsa. Que mi madre no era mi madre, que estaba enferma, que no sabía quién era mi verdadero padre, que tenía una hermana melliza.

Irrevocablemente y fruto de la sinceridad de mi hermano, una lágrima desciende rauda por mi mejilla, dejando un surco húmedo sobre mi piel que no tardo en limpiar con la palma de mi mano. Siento como si una parte de mi, unida a Bruno, la estuviesen rasgando poco a poco, despedazándola sin compasión.

—Me enfadé, me enfadé muchísimo. Trataron de explicarme que todo lo había hecho mi madre para protegerme, para darme la vida que ella no habría podido. Pero ella estaba feliz porque, cada carta que recibía de nuestra parte, para ella era una señal de que su hijo estaba bien —admite—. Guardé mucho rencor dentro de mí que, en parte, me ha hecho ser como soy ahora. Llegué al extremo de no querer saber nada de mi auténtica madre, ni de ti.

Sus palabras se me clavan como dagas en el pecho.

—Pero volviste... —mi voz suena entrecortada—. ¿Por qué lo hiciste?

Bruno deja escapar una bocanada de aire contenido en sus pulmones. Las duras facciones de su rostro se difuminan en una expresión sosegada a medida que se dispone a hablar de nuevo.

—Una noche, hace algo menos de un año, decidí volver a casa de los tíos. Quería verles, pedirles perdón por largarme sin dar explicaciones. A fin de cuentas, ellos son quienes me cuidaron todos estos años y un hijo siempre debe dar las gracias por ello a sus padres —carraspea, intentando por todos sus medios que yo no perciba como su voz se quiebra al pronunciar su última palabra. "Padres"—. Esa noche no había nadie en la casa, tal solo unos cuantos sobres de facturas en el buzón y una carta con el nombre de América en el remitente. Dentro de la carta, estaba la fotografía que ambos guardamos todo este tiempo.

—Mamá me contó que, en su día, hizo tres copias de la foto. Una la tengo yo, otra...

—Otra se la regaló a nuestra tía en la primera carta que ambas se mandaban —Bruno alcanza el bolsillo interior de su cazadora de cuero y saca lo que parece un papel de fotografía antiguo y arrugado por el paso del tiempo. La desdobla y alisa entre sus dedos antes de mostrármela. Es la tercera copia, idéntica—. Y esta es la que encontré aquella noche, dentro del sobre. El último sobre que mamá le envió.

Con las manos temblorosas, me hago con la imagen. Incrédula, parpadeo varias veces para observar que se trata de la misma fotografía. Mis ojos se empañan en lágrimas que ya no me veo capaz de controlar. Necesito aire.

Mareada, me levanto tambaleante del suelo y me encamino hasta la ventana que alumbra el interior de la habitación con luz natural. Con un simple gesto, abro una de las puertas de cristal que da paso a una suave ráfaga de aire fresco que azota mis húmedas mejillas. El musculado brazo de Bruno se aferra a mis hombros y me envuelve contra su pecho en un abrazo que desata por completo la tormenta que habita dentro de mí. No tengo fuerzas para cesar el llanto que impacta contra el pecho de Bruno, quien me acaricia el cabello con suavidad, asegurándome que ahora, todo es diferente.

—Comprendí lo estúpido que fui al culparos a ti y a mamá.

—Ella no tuvo elección.

—Lo sé —afirma, estrechándome todavía más entre sus brazos—. Ahora lo sé. Quiso hacer lo mejor para los dos tuviésemos una vida decente, normal.

—Para una madre no hay nada peor que separarse de sus propios hijos —intento calmarme, deshaciendo las pocas lágrimas que me quedan entre las yemas de mis dedos—. No sabes lo mucho que ha luchado y lucha a pesar de todo... Ella no está bien, Bruno, y nos necesita más que nunca a su lado. A los dos. Yo te necesito conmigo ahora que has vuelto.

Me separo lo suficiente como para vislumbrar de nuevo sus hermosos ojos turquesa, reflejando mucha más calma que la que mostraba ese tenebroso tono oscuro. Una fina sonrisa curva sus labios de forma tierna al depositar un casto beso sobre mi frente.

—Todavía queda una cosa que no entiendo —intervengo—. ¿Cómo descubriste dónde estaba? ¿Mamá os lo contaba en una nueva carta?

Bruno niega con la cabeza para, posteriormente, señalar la réplica de mi fotografía favorita, la cual, todavía guardo entre mis manos. Con sutileza, Bruno me la arrebata y, sin dar credibilidad a lo que mis ojos ven, la aproxima a contra luz, de forma que, por la parte trasera de la fotografía, se lee a la perfección la calle y el número donde residimos mi madre y yo, escrita con restos de tinta que han sufrido los efectos del paso del tiempo.

—No puedo creerlo...

—Desde que descubrí el mensaje, siempre llevo la fotografía conmigo.

Jamás hubiese creído nada de esto de no ser porque Bruno es mi verdadero hermano, la imagen es exacta a la original que guardo en mi habitación como un tesoro y, solo América, sería capaz de idear algo así. Siempre ha sido una fanática de los misterios. Pero, ¿por qué ella nunca me contó nada de las cartas a escondidas?

—Por fin vamos a ser una familia de verdad, Lola. Te lo prometo.
















HOLA BONICOS❤ 

Estoy tan feliz de traeros este capítulo que no puedo con la emoción. 

Os prometí que, poco a poco, íbamos a conocer a Bruno un poco más. Y todavía queda muuuuucho por saber de él. ¡Contadme! ¿Qué os ha parecido el capítulo? ¿Lo esperabais? ¿Os ha gustado? ❤❤

Gracias @Scarlet_witch_23  por todos tus comentarios y tus sinceras palabras de apoyo tanto a mí como hacia Oxitocina. De verdad, infinitas gracias ❤❤

Nos vemos muy pronto con un nuevo capítulo ❤ ¡Nos leemos! 

Os adoro mucho mucho ❤

María

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