CAPÍTULO: 29
LUKÁS
Le he prestado a Lola una camiseta de pijama junto con un pantalón corto de chándal para que pueda cambiarse su ropa mojada por la lluvia. He intentado buscar algo con lo que pueda sentirse cómoda. También le he ofrecido tomar una ducha caliente y ella, aceptando la ropa limpia, se ha encerrado en el cuarto de baño. El sonido del agua en el interior del cuarto de baño se percibe de forma continua mientras me dispongo a preparar algo de cena para los dos. He tenido la idea de preparar pizza casera. Prepararla entre mi invitada y yo puede resultar divertido.
Desde que ha venido hasta mi casa, he evitado todo tipo de preguntas, incluidas las que tienen que ver con la revisión médica de América o las que engloban nuestro mágico encuentro en la azotea de aquel hotel abandonado. Estas últimas cuestiones son las que me golpean el pecho, buscando aire que respirar. Al igual que el aura afligida que Lola desprendía al aterrizar en el rellano de mi piso, buscando un cobijo que yo no he podido negarle. Nunca podría hacerlo. Y mucho menos a ella, con quien me he tenido que contener para no estrecharla entre mis brazos, con la voz de Billie Joe Amstrong como único testigo.
Repaso de nuevo los ingredientes necesarios para hacer la masa de la pizza. Harina, un poco de sal, aceite y agua, todo listo. Recojo mi corta melena rubia con una goma de pelo hasta hacer una pequeña coleta que no tarda mucho en comenzar a despeinarse. Vierto más o menos la cantidad precisa de harina en un bol y añado una pizca de sal. En el centro de la mezcla, hecho un par de cucharadas de aceite de oliva y agua. El siguiente paso es amasarlo todo uniformemente, hasta conseguir una pasta homogénea.
Me he concentrado tanto en la elaboración que ya ni me he percatado de la ausencia del sonido del agua cayendo en la ducha del baño.
—La ropa me queda un poco grande —me alerta Lola desde el marco de la puerta acristalada de la cocina— pero me gusta así.
Sus pasos se aproximan hacia la encimera de la cocina, donde me dispongo a sumergir mis manos en el cuenco de masa para darle la forma y consistencia que requiere.
—¿Qué estás haciendo?
—La cena.
Una tentadora idea emana de mi mente al sentir en tacto suave de la harina y el agua resbalando por mis dedos. No obstante, antes de poder llevarla a cabo, en el teléfono móvil de Lola comienza a sonar la última canción de Leiva. Se disculpa y atiende la llamada, dirigiéndose fuera de la cocina.
Intento no centrar mi atención en su voz, dándole cierta intimidad. Por ello, me dispongo a escoger en mi cabeza los ingredientes que, una vez conseguida la masa idónea, compongan y den sabor a la pizza casera. Termino decantándome por la base típica de tomate y queso mozzarella, champiñones, jamón cocido y aceitunas negras.
Con la duda de si dispongo del último ingrediente, camino hacia la nevera y me guío por el olor de diferentes envases hasta dar con el definitivo. Me resulta increíble la forma en la que mi olfato se ha desarrollado en tan poco tiempo. Siempre he sido un gran amante de la comida, no solo preparándola, sino también disfrutando de ella en una buena cena o comida. Los aromas, los matices y sabores escondidos, todo ha aumentado en un grado que llega a abrumarme.
Cierro la puerta de la nevera cuando los pasos apresurados de Lola se escuchan cada vez más cerca de la cocina.
—¿Va todo bien? —pregunto en cuanto la oigo entrar de nuevo en la cocina.
Para mi sorpresa, una dulce risa se escapa de entre sus labios, dejándome desconcertado por el posible origen de su llamada aunque, al mismo tiempo, anestesiado por el poder en mí que ejerce el timbre de su risa.
—¿Qué es eso tan gracioso?
—Llevas la cara manchada con harina de la masa.
Sin molestarme en limpiar mi mejilla de aquel polvo blanco, doy por comenzada mi anterior y divertida idea.
—¿Te importa coger un poco más de agua de la nevera, por favor? Creo que voy a necesitar más para que la masa quede perfecta —le pido.
En cuanto escucho el sonido de la puerta de la nevera abriéndose, introduzco una mano en el interior del cuenco para impregnarla por completo de harina, de forma que mis dedos se tiñen de color blanquecino. Con preámbulo, calculo la distancia que me separa del electrodoméstico y, al escuchar como la puerta de este se cierra, sujeto a Lola por la cintura. Ella suelta un grito ahogado cuando siente mis dedos sobre su cuello, dejando un rastro de harina sobre su suave piel.
—¡Lukás! —grita, camuflando sus gritos en una nueva y prolongada risa—. Esto es la guerra.
Lola contraataca, manchando mi mentón y parte de la tela de mi camiseta con salsa de tomate que alcanza abriendo de nuevo el frigorífico. Abriendo el cajón donde guardo las sartenes y ollas exprés, encuentro la tapa metálica de una de estas y me cubro con ella, simulando un escudo, tratando de parar sus ataques. Me hago con un nuevo puñado de harina y, literalmente, lo lanzo contra ella, evitando pensar en el tiempo que me va a costar limpiar toda la cocina tras nuestra guerra de ingredientes.
—¿Eso es todo lo que sabes hacer? —le tiento, después de apartarme un grumo de queso parmesano de la barbilla.
Sigilosamente, Lola ataca por la espalda. Toma impulso y, apoyando sus manos sobre mis hombros, se eleva hasta quedar subida encima de mí. Una nueva de polvo blanco estalla contra mi cabello, manchando mis gafas oscuras, para luego descender hasta la nuca, provocándome un leve cosquilleo. Aunque dudo que sea causa de la harina, pues los brazos de Lola se enrollan en torno a mi cuello y, sobre mi espalda, siento como su vientre tiembla, respirando de forma agitada, por culpa de una enorme carcajada que la sacude. Mis manos se aferran a sus muslos, rozando su piel con mis manos bajo la arrugada tela del pantalón. Lola deja una caricia sutil en mi espalda antes de descender por ella hasta tocar el suelo de nuevo.
—Será mejor que limpiemos todo este desastre —sugiere.
Lola coge dos trapos de cocina que siempre dejo colgados detrás de la puerta de cristal y, escucho como los humedece bajo el grifo de agua del fregadero. Percibo como se aproxima a mí y, con extrema delicadeza, limpia mis mejillas y frente con una esquina del paño. La aspereza del tacto de la tela resulta incómoda, sin embargo, no le presto demasiada atención. Y mucho menos lo hago cuando me encuentro acariciando el corto cabello de la chica, hasta depararme en la zona de detrás de sus orejas. Lola retira el trapo de mi rostro para sustituirlo por las yemas de sus dedos y comienza a trazar pequeños círculos junto a mi nariz, con su dedo pulgar. Su gesto consigue arrancarme un ronco suspiro, y no quiero pensar lo que podría provocarme volver a probar sus labios una vez más. Por mucho que lo desee. Porque lo hago, todos los días, encarecidamente.
—¿Qué te parece si otro día me sorprendes con tus dotes culinarios y pedimos una pizza?
Una breve carcajada nace en mi garganta mientras recojo los dos trapos que Lola ha mojado con anterioridad.
—Es muy buena idea, pero tenemos una cena pendiente —recalco—. ¿Pizza de cuatro quesos?
—¿Hawaiana?
Me llevo las manos a la cabeza.
—Primero fue un helado de menta con chocolate y, dos años después, pizza con piña... Recuérdame por qué te he invitado a pasar.
—Tú eres quien decidió pedirme empezar de cero, ¿recuerdas? Eso conlleva todas sus consecuencias, empezando por asumir que la pizza con piña es la mejor pizza del mundo.
—Prefiero el helado de menta.
Juntos, salimos de la cocina. Lola se acomoda en el pequeño cuarto de estar de la casa mientras, con su teléfono móvil, marca el número de la pizzería más cercana y realiza su pedido. Una pizza hawaiana pequeña, otra mediana de cuatro quesos y dos botellas de agua fría. Finaliza la llamada y resopla al sentarse sobre el mullido sofá-cama, a mi lado. El silencio inunda la habitación en cuestión de segundos. Pero se trata de un silencio cómodo, agradable, como no podría ser de ninguna otra forma con ella. No obstante, dentro de mí intuyo que algo no va bien.
—¿Lola? —le llamo. Ella se limita a afirmar emitiendo un agudo sonido con la garganta—. ¿Cómo ha ido en el hospital?
Nunca unas palabras me han resultado tan pesadas de pronunciar. Incluso dolorosas, anticipadamente dolorosas. Lola carraspea, con motivo de aclarar su dulce voz antes de que pueda quebrarse sin manifestar una sola sílaba.
—No son buenas noticias, mi madre ha empeorado —su tono de voz se desinfla cada vez que añade una palabra nueva a su frase—. Creo que por eso estoy aquí, por eso te pedí la cámara de fotos.
—Cada vez que no te sientes bien contigo misma recurres a ella, ¿no?
Lola afirma emitiendo un sonido exactamente idéntico al anterior para, después, permanecer muda otra vez. En el fondo, conozco lo mucho que le aterra expresar con palabras sus propios sentimientos. Lola es la clase de persona que se guarda para sí misma todo tipo de vivencias, emociones o deseos, buenos o malos, no importa, si fuese por ella nunca verían la luz. Es una chica realmente fuerte, nunca lo he puesto en duda ni lo haré jamás, pero tiene tanto miedo a vivir por ella misma que temo el día en el que yo no pueda hacer nada más por ayudarle.
—La cámara fotográfica está en uno de esos cajones del escritorio —le indico. Ella se levanta de su sitio y percibo como abre los tres cajones, uno por uno, hasta dar con ella—. Nadie más la ha vuelto a usar desde la última vez que tú lo hiciste.
Un clic procedente de la máquina fotográfica me pilla completamente desprevenido.
—No sabía que fuese tu nuevo modelo de fotografía.
—¡Venga! —de pronto, una ola de alegría sacude el cuerpo de Lola al sostener la cámara entre sus manos—. Colócate junto a la ventana, al lado del escritorio, con las manos sujetando el canto de la mesa.
Obedezco a sus instrucciones y me encamino hacia la posición que desea, con mis manos guiadas por las suyas, al igual que la barbilla, la cual, alza ligeramente y lleva el mentón hacia la izquierda. Una fuerte ráfaga de luz pretende hacerse paso entre la oscuridad que habita en mis ojos, dejando un molesto resplandor a su paso. Clic.
—¡Perfecto! —exclama—. Ahora ven, siéntate sobre el suelo, junto al sofá.
Y así una y otra foto después, hasta que pierdo la cuenta de las que acumula en su cámara. Disfruto ayudándola y me encanta sentirle tan feliz, tan dispersa, ausente del mundo que nos rodea. Por un momento, parece que la visita médica de su madre solo es un recuerdo triste guardado en la memoria de muchos años, dejando de formar parte del ahora que los dos vivimos en un pequeño cuarto protagonizado por una vieja cámara de fotos.
Para la siguiente foto, Lola se posiciona próxima a mi torso, con el objetivo de la cámara a pocos centímetros de mi rostro. Me pide que incline la cabeza hacia atrás, manteniendo una postura relajada, con los brazos doblados a la altura del codo y separados sobre el sofá la tela del sofá. Una ráfaga de clics y ajustes del encuadre por parte de Lola, me sacan una risa que ella misma etiqueta como natural, y que no la pierda para obtener un par de imágenes más.
—Acabas de recordarme a la chica por la que estoy empezando a perder la cabeza —susurro, muy cerca de su oído, sin terminar de ser completamente consciente de lo que acabo de hacer. Lo mejor es que no siento ninguna clase de remordimiento.
Lola se incorpora y percibo como camina un par de pasos hacia atrás, obviando mi pregunta para centrarse en una completamente distinta. La pregunta que consigue dejarme helado, inmóvil. Mi boca se seca y mi corazón palpita de forma que me aprisiona el pecho con intensidad.
—Lukás, ¿puedo pedirte un favor?
—Claro.
—¿Podrías quitarte las gafas para fotografiarte? Es la última fotografía, lo prometo.
Mis manos comienzan a sudar, al igual que la zona alta de mi frente. Nunca lo he hecho. No delante de otras personas que no sean yo mismo. Después del accidente, jamás he podido volver a vislumbrar el aspecto real de mi rostro. He intentado imaginarlo infinidad de veces pero, todas consiguen asustarme. ¿Y si ocurre lo mismo con quienes me vean al descubierto? Yo desconozco si mi aspecto puede causarles sorpresa, ilusión por volver a observar un rostro conocido, miedo. Un torbellino de emociones difusas se concentra en mi estómago, impidiéndome tragar saliva con normalidad. Mi cabeza no para de girar, funcionando a una velocidad tal que hasta siento como comienzo a marearme.
—Creo que lo mejor será que acabemos la sesión de fotos por hoy —le pido, en un tono cercano a la súplica.
Me dejo caer sobre el sofá, descansando mi espalda sobre dos grande cojines. Escucho el delicado golpe de la cámara sobre la mesa junto con el sonido del caminar de Lola, aproximándose hacia mí. Podría reconocerla en cualquier lugar del planeta. Se sienta junto a mí, elevando las piernas hacia su pecho, de forma que sus rodillas permanecen dobladas a esa altura.
—Lo siento.
—Solo necesito tiempo, Lola. Yo no sé como soy ahora y me asusta que me veas con unos ojos distintos a los que estoy acostumbrado.
Su mano contacta con la mía hasta llegar a unirse, entrelazadas. Nadie ha conseguido nunca despertar en mí lo que Lola logra con una simple caricia, con su presencia. Su mera existencia hace que despertar por las mañanas suponga un aliciente para poder disfrutar de ella de nuevo, aunque tan solo me ofreciese cinco minutos al día valdría la pena. Supondría el tiempo justo para volver a darme cuenta de que el mayor error de mi vida no fue tomar ese vuelo con regreso a Viena, sino creerme tan iluso por pensar que Lola desaparecería de mi vida, como la estela de un avión sobre las nubes.
—Nunca podría verte de otra forma. —Muevo mi cabeza en la dirección de su voz, prendido de ella. Percibo el calor que su cuerpo desprende junto al mío. Su mano se suelta de la mía para alcanzar, temblorosa, la curvatura de mi cuello donde decide permanecer quieta unos minutos—. No quiero tener miedo contigo, de verdad. Pero cada día que pasa me siento más pequeña, como si todo mí alrededor me viniese grande. Siento que pierdo el tiempo pensando en posibles verdades se vuelven arena y, lo peor de todo, es que tengo la sensación de que he pasado toda mi vida sin vivirla.
A medida que avanza su reflexión, su mano se sujeta con más fuerza a mi cuerpo, con temor de caer al vacío sin que nadie pueda detener su precipitada caída. Eso me destruye por dentro, y no puedo permitirlo.
—No temas conmigo. No me lo perdonaría nunca —le confirmo, tomando su mano sobre mi cuello de forma que la acerco todavía más a mi piel—. Estoy aquí, no voy a irme porque seguir mintiéndome a mí mismo no sirve de nada. Antes bromeábamos sobre mi idea de empezar de cero entre helados de menta y pizzas con fruta, pero nunca he estado más seguro de nada en toda mi vida.
—¿De qué estás tan seguro?
Toma esta vez su mano con delicadeza, dejando descansar la piel de mi cuello.
—De que el chocolate ganará siempre a la menta —llevo el dorso de su mano a mis labios, sellando la zona con un beso casto y corto—. Que la piña nunca debió entrometerse en el camino de la comida italiana...
Acaricio la piel de su antebrazo, acercando mi rostro al suyo, sintiendo como su cálido aliento impacta contra mi mejilla.
—Y de que no voy a volver a cometer el fallo de desaparecer. Te lo prometo.
Estampo un sutil beso sobre si mejilla derecha, notando como su cuerpo se estremece de forma ligera, casi imperceptible si no fuera porque mi mano no ha abandonado la fragilidad de su piel. La locura de una nueva y sugerente idea asoma en lo más hondo de mi mente. Me separo de Lola sin romper la nueva unión de nuestras manos sobre mi regazo.
—¿Por qué no pruebas a pintar? —sugiero, imaginando en mi cabeza su actual reacción.
Ella es una auténtica artista de la fotografía y, por lo poco que pude comprobar de ella hace dos veranos, en sus ratos libres invierte su tiempo en pequeños bocetos a lápiz y carboncillo.
—Lukás, hace años que no cojo un pincel. Además, no sé hacerlo.
—Claro que sabes, el arte es para quien se atreve a jugar con él, a aprender de él y disfrutar —le explico emocionado—. Recrea una de tos fotografías en tu mente, una situación imaginaria, un único sentimiento y plásmalo sobre el papel.
—¿Vas a decirme que tienes pinturas aquí?
Asiento, divertido, con la cabeza.
—Un buen artista nunca sabe qué campo será el siguiente el explorar y viceversa. A veces, es el arte el que te explora a ti —con ayuda de mis manos, juntos no ponemos en pie—. En el armario de la entrada, hay tres botes grandes de pintura.
Lola se encamina hacia un aparador de madera donde, en la parte inferior, dentro de un pequeño armario, guardo un bote con pinceles de diversos tamaños, un par de láminas y botes de pintura acrílica.
—¿Y por qué utilizar papel?
Su pregunta me descoloca, sin tener muy claro cuál será el paradero final de su indagación. Pero me mantiene completamente intrigado.
—Quiero decir —prosigue ella—, si voy a dejar llevarme por el arte, quiero hacerlo como me dicta el corazón.
Intuyendo el camino final de nuestra conversación, sin mayores preámbulos ni escusas mundanas, me deshago de mi camiseta y la arrojo al suelo, dejando al descubierto mis brazos y torsos. Dejando ante sus ojos su propio lienzo, yo mismo, porque el arte es libertad. Y yo quiero que Lola se sienta libre conmigo, sin miedo al vacío porque, mientras mis fuerzas me lo permitan, no voy a soltarla.
—Píntame —le pido, sugerente, sintiendo de nuevo el calor de su presencia ahora en mi abdomen.
La chica de pelo corto se hace con uno de los recipientes de colores y lo destapa. Ansioso, me deleito cerrando los ojos bajo su tacto. Dos de sus dedos se deslizan por mis brazos, descendiendo desde mis bíceps hasta la fosa posterior del codo, trazando una línea recta. De ahí, sus dedos hechos pinceles se desenvuelven ágiles sobre mi pecho, bailando, formando curvas de diferentes tamaños que serpentean unas entre otras, mezclando la amalgama de colores que surgen de su mente, sin depararse en aquellos pensamientos que la atormentan. Lo noto en cada trazo, cada vez más pasional, más entregada sobre los colores que ya descienden hasta mi abdomen, batiéndose en una lucha entre lo que ella considera éticamente correcto, mantenerse al margen, encerrada en su rutina, o soltar sus cadenas. Deshacerse del temor que le produce sentir como cualquier otro ser humano en su lugar lo haría.
Experimentar como Lola combate en medio de toda esa vorágine de colores y emociones, hace que yo me sienta más vivo que nunca. Por ella. Joder, jamás me he sentido tan bien.
Con ambas manos, dibuja una serie de líneas curvas sobre mis clavículas que terminan fusionándose con las que nacen de mis brazos, para luego ascender al cuello, con una mano a cada lado del mismo. Nuestros torsos se juntan, sin importarnos las futuras manchas de pinta que habiten en la camiseta de la joven, sin prestar atención al latir de su corazón sobre el mío, latiendo a un mismo ritmo. Porque Lola y yo nacimos para ser el mejor equipo de dos.
Un profundo suspiro se desprende de mis entrañas al percibir su boca entre abierta cerca de mis labios. En este preciso instante, mi mente se silencia, dejando sitio únicamente para el sonido de nuestras respiraciones agitadas, su aroma a cítricos embriagándome y mis inmensas ganas de devorar sus labios una vez más si no fuese porque el desagradable sonido del timbre de la puerta llega hasta nosotros, disolviendo la magia del momento. Maldigo en voz baja de forma que ella que separa lentamente de mí, permitiendo que el aire ocupe el puesto de nuestros cuerpos unidos.
—Parece que ha llegado nuestra cena.
¡Qué ganas tenía de subir este capítulo! Espero que os guste muchísimo, de verdad. Para mí, es de los más especiales entre nuestro Lukás y nuestra Lola.
Este capitulo quiero dedicárselo a mi querida itsmxriam eres un amor. Y, de verdad, pasaros por su historia porque veréis la magia que tiene a la hora e expresar y redactar. Es una maravilla ❤
Os adoro ❤
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