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CAPÍTULO: 27

LOLA

El café siempre me ha recordado a mi madre. Supongo que por ese motivo, la taza que sujeto entre mis manos, es el segundo café de toda mi jornada en la cafetería. Hoy voy a acompañar a mi madre a una nueva revisión médica en el hospital y necesito sentirla más cerca que nunca. El olor del café, sus matices, provocan un efecto sedante en mí, hace que me sienta en mi hogar. Descubrí ese aroma en una temprana edad y le preguntaba a mi madre cuánto tiempo me quedaba para poder beber café como lo hacían los adultos. Ella siempre me respondía que que no tuviese tanta prisa por crecer. Sin embargo, no sé si por mi insaciable curiosidad o por el deseo de tranquilidad de parte de mi madre, mi ansia por probar esa humeante bebida se cumplió a los trece años. Desde entonces, su sabor me evoca recuerdos de mi corta infancia y me lleva a casa, de la mano de mi madre.

—Vamos nena —me alerta Nicolás, quien sujeta sobre la palma de su mano una bandeja metálica con tres tazas grandes de café con leche y un par de porciones de tartas de queso con mermelada de arándanos por encima—. ¿Por qué no te tomas el resto del día libre? Puedo apañármelas bien solo.

Dejo mi vaso ya vacío sobre la pila del fregadero y presiono el grifo metálico para lavar mis manos bajo el chorro de agua tibia.

—Quiero estar aquí, me ayuda a desconectar —concluyo secándome las manos en el delantal de color negro.

Nico no se pronuncia más, en su lugar, se dirige erguido hacia la mesa correspondiente para servir la comanda que transporta con agilidad. Yo me decanto por limpiar las piezas sucias de la vajilla para ahorrar tiempo. He intentado mentalizarme para recibir cualquier clase de noticia dentro de la consulta en cuestión de unas horas. Nos visualizo esperando en ese frío pasillo lleno sillas de color pálido y mensajes preventivos en esquemáticos carteles pegados por las paredes. Escucho como una voz desagradable anuncia por megafonía el nombre de mi madre y nos levantamos. Yo soy quien abre la puerta de la consulta pero, después, todo se transforma en un amasijo oscuro de infinitas posibilidades. Y ninguna consigue apaciguar mis nervios.

—¡Eh, Lola! —exclama mi compañero de trabajo­, dándome un codazo de sobre aviso—. ¿Has visto al pedazo de tío que acaba de entrar en la cafetería?

Nico lleva su mirada hacia la puerta del local, observando, con la boca abierta, como un chico de mi edad, de increíbles ojos azules se abre paso al interior. Ver a mi hermano entrar en la cafetería es lo que más ha conseguido calmarme durante toda la mañana.

Bruno se aproxima hacia mí con una sonrisa en sus labios y, bajo la incrédula expresión de Nicolás, deposita un cariñoso beso en mi mejilla. Mi compañero de trabajo no se demora ni un segundo más para intervenir en la escena.

—¿Qué me he perdido? —pregunta asombrado.

—¡Lo mismo digo!

La voz de una intrigante Gala inunda el Muse's, acompañada por una Abril cohibida y precavida, mucho que más que de costumbre. Bruno se mantiene a la espera, con los brazos cruzados a la altura del pecho. Le miro con aire divertido, masajeando con una mano la zona lateral de mi cuello. Tampoco me he mentalizado lo suficiente para este momento; presentar a mi hermano mellizo, del que no he tenido ni una sola noticia hasta ahora, delante de todos mis amigos.

—Chicos, este es Bruno, mi... mi hermano mellizo. —Todavía me cuesta creer que, de verdad, él esté junto a mí al fin—. Y ellos son Nicolás, Gala y...

—¡Abril! —exclama Gala zarandeando el brazo de mi amiga, cuyos pómulos se tiñen de un color cereza intenso. Su clara mirada se deposita sobre la desbordante templanza reflejada en mi hermano. Ahora mismo, me temo lo peor—. ¡Él es el camarero que se fijó en ti en la discoteca! ¡Estoy completamente segura! Quiero decir, recuerdo poco de esa noche pero, es él seguro tía.

Todas nuestras miradas se fijan en mi extrovertida amiga, excepto los ojos de Abril, que no son capaces de levantar la vista del suelo por culpa de la vergüenza que parece estar sintiendo en estos momentos.

—Igual he gritado demasiado, ¿no? —se cuestiona Gala en un tono de voz prácticamente inapreciable por el oído humano.

—¿Tú crees? —Gala entorna los ojos y se encoje de hombros aguantando la fulminante mirada de Nicolás—. Ven nena, vamos a prepararte un zumo de esos de frutas que tanto te gustan.

Nicolás agarra a Abril del brazo y se alejan del grupo, aunque no sin antes dedicar una profunda mirada a Bruno, acompañada por un insinuante guiño de ojos. Bruno ríe ante su inesperado gesto, volteando los ojos.

—Soy una idiota —recalca Gala uniendo sus manos como señal de disculpas hacia Bruno—. Además, Abril está muy rara hoy, no sé qué le pasa. No ha dicho ni una sola palabra durante todo el camino hasta aquí.

Bruno arquea las cejas, manteniéndose a la espera de más información, al igual que yo. No obstante, Gala cambia de tema y me pide dos cafés cortados con muy poca leche. Uno para ella y otro para Bruno. El chico se niega pero acaba cediendo ante la insistente súplica de Gala de pagar ambos cafés por las molestias ocasionadas. Por eso y por su notable en el examen de farmacología. Feliz por su noticia, me doy la vuelta para prepararlos, dándoles la espalda, sin dejar de prestar atención a su conversación. Mi amiga le pregunta con todo lujo de detalles como ocurrió nuestro inesperado y, a la vez, tan buscado reencuentro. Bruno termina por contárselo de forma resumida cuando yo les hago entrega de sus dos tazas de café. La imagen de un Lukás desconcertado entrando a la cafetería acude de manera fugaz a mi memoria al colocar un sobrecito de azúcar en cada plato que acompaña a los pequeños recipientes de cristal. Un nudo se forma en la boca de mi estómago. O tal vez se trate de millones de mariposas danzando a la altura de mi ombligo, reclamando la libertad a gritos.

—¿Qué te parece si me termino este café y voy a buscar el coche para llevaros a ti y a tu madre a la clínica?

La propuesta de Gala me arranca un grave suspiro de mi garganta y, golpeándome de nuevo con la cruda realidad, me limito a asentir con la cabeza.

Abril y Nico se reincorporan de nuevo a la reunión. Esta vez, Abril porta entre sus manos un enorme vaso alargado con un contenido espumoso de color lila. Gala le regala una amplia sonrisa y pasa un brazo por la estrecha espalda de Abril, atrayendo sus cuerpos en un corto abrazo. Gala pronuncia las palabras "lo siento" de forma que solo ella pueda leerle los labios. En muestra de agradecimiento, Abril le ofrece un sorbo de su bebida de frutas.

—Nada que un buen batido de arándanos no pueda solucionar —concluye Nico, que no tarda en focalizar su mirada en el cuerpo de mi hermano, revisándolo de arriba debajo de forma descarada—. Una lástima.

—¿Qué es una lástima? —le pregunta Bruno.

—Eres la viva imagen de lo que yo catalogo como un "tío heterosexual alfa" —gesticula de forma excesiva con las manos—. Un verdadera pena para mí, desde luego. Aunque, si estás dispuesto, me ofrezco candidato para abrirte nuevos horizontes.

­—Me pensaré tu oferta.

La aguda y dulce risa de Abril hace que todos nos percatemos de su agradable presencia en la cafetería. Ella atrapa la pajita de colores entre sus finos dedos, sin aludirse de nuestras miradas, y le proporciona un nuevo y largo trago a su refrescante bebida.

—¡Por fin! Creíamos que nunca más volverías a sonreír —bromeo.

—Vamos a tener que recurrir a Bruno más a menudo —interviene de nuevo Nicolás, aportándole un matiz sensual a su voz. Por supuesto, sin apartar la mirada fija en Bruno, quien mantiene su mirada inmóvil sobre Abril.

La joven rubia se percata de la situación, incómoda.

—¡Parad! —exclama sonrojada de nuevo. Sobre todo cuando el muchacho de pelo negro como el azabache le dedica una seductora sonrisa —. Oye, no tengo nada en contra de intentar ligar en las discotecas, pero tengo novio, ¿sabes?

—Eso sí que es una verdadera lástima.

El comentario de Bruno consigue dejar fuera de juego a Abril, que vuelve a camuflarse entre sus cabellos dorados, terminando a una velocidad vertiginosa su batido de frutas.

El resto de la jornada transcurre de forma tranquila. Gala nos narra la exigencia de su examen ya superado mientras que Nico y yo atendemos a las nuevas tandas de clientes. Abril es la primera en marcharse para llegar a tiempo a su clase de Derecho Mercantil y, unos minutos después, Bruno se despidió de mí con un largo abrazo y un susurro reconfortante al oído. En cuanto salgamos de la clínica, me pondré en contacto con él. A pesar de mostrarse reticente en cuando a la hora de conocer a mamá, es justo que él también se conocedor de sus avances con la enfermedad.

Gala es quien permanece a mi lado, hasta que Nicolás vuelve de su descanso para comer, para poder ir a buscar su coche y llevarnos al hospital. No tengo mucha hambre, así que cojo una manzana de la cámara frigorífica y le doy unos cuantos bocados hasta que me adentro en el portal de casa. Subo las escaleras lo más deprisa que mis piernas me permiten y, con las llaves ya en la mano, temblorosa, abro la puerta de casa.

—¡Mamá!

—Vamos, Lola —mi madre sale del cuarto de baño, guardando un cuarteto de sombras de ojos en el interior de su bolso. Aparece vestida con un bonito jersey de color amarillo y unos pantalones blancos que se ajustan con elegancia a sus piernas—. Gala nos espera abajo, ha llamado al timbre hace unos cinco minutos.

Ambas nos regalamos una sonrisa y salimos del bloque. Gala permanece sentada en su asiente, sujetando el volante del coche con las dos manos. El viaje transcurre tranquilo. Mi madre le pregunta a la joven morena por su familia o los estudios de enfermería y ella responde de forma animada a cada una de sus preguntas.

—Me gusta mucho que Lola tenga amigas como tu, Gala. Eres muy buena chica —le alaga—. Al igual que esta jovencita rubia, Abril, me resulta muy dulce.

—Lo es —afirma Gala, quien me dedica una mueca graciosa por el espejo del retrovisor.

El resto del camino se vuelve silencioso hasta alcanzar la puerta del hospital más grande la cuidad. Un enorme edificio con innumerables planes y sectores, me causa escalofríos solo con pisar la calle al estacionar el vehículo.

—Me quedaré aquí esperando a que salgáis —nos comunica Gala.

Mi madre y yo nos despedimos de ella y, cogidas del brazo, subimos una larga rampa que nos dirige hasta las puertas automáticas del hospital.

Nunca me han gustado los hospitales, como a la gran mayoría del mundo, intuyo. Pero, en mi caso, los odios, no hay nada positivo que consiga sacar de ellos. Su peculiar olor me aterroriza hasta tal punto de querer huir cada vez que pongo un pie dentro de sus frías paredes e impecables suelos abrillantados. Es irónicamente ilógico que sea mi madre quien mantiene la calma en estos instantes. Su mano se aferra a mi antebrazo, transmitiéndome su especial calor antes de acercarse hasta el mostrador de admisión para preguntar por el número de consulta específico. América es la primera en avanzar para atravesar el eterno pasillo ante mis ojos. Su llamativo cabello, como el fuego en su mayor esplendor, resalta entre los tonos claros que pintan el interior del edificio. Me quedo rezagada, observando como la figura de mi madre se adentra en las entrañas del hospital, y siento miedo. Mucho miedo. Miedo de que estas semanas hayan sido las últimas oportunidades para disfrutar de mi madre en su versión más auténtica, más humana, más viva. Más América.

Cubriendo sus espaldas, me decido a caminar siguiendo los pasos de mi madre hasta sentarnos juntas, delante de la puerta de la consulta, en dos sillas de color naranja, haciendo que emitan un chirriante crujido bajo nuestro peso. En este preciso instante, me percato de lo mucho que ha cambiado el aspecto físico de mi madre. Sus pómulos se marcan mucho más bajo su piel, formando un hondo surco en sus mejillas, al igual que ocurre en las cuencas de sus exóticos ojos. Bajo su ropa, se aprecia que ha perdido peso en este tiempo y unas manchas rosadas e irregulares asoman en sus hombros.

—Vas a conseguir que me desgaste si me miras tanto, hija. ¿Tan mal me he arreglado el pelo hoy?

Una débil y triste sonrisa asoma en mis labios, pero ni siquiera tengo fuerzas como para mantenerla el tiempo suficiente para que ella la aprecie.

—Estás preciosa, mamá. Como siempre.

En un acto de querer mostrarle mi fortaleza, atrapo su delgada mano entre las mías y la acaricio suavemente, queriendo transmitirle la misma valentía que ella me enseñó. Para mí, ella es la mujer más fuerte que conozco. Mi madre suspira, cerrando los ojos, envolviéndose en su propia cúpula de paz que tantos años le ha llevado construir. Ha luchado miles de batallas, no solo contra el virus, si no contra ella misma y contra quienes quisieron atacarla por su profesión, aspecto o reputación. Una carga que ella siempre se ha permitido llevar a sus espaldas con la mayor dignidad, sin titubear cuando alguien se atrevía a dañar a su familia, a mí.

—Cielo, —me llama— no tengo miedo. La vida no le guarda sitio a quienes la viven con temor, ella no espera...

—América Nuñez, puede pasar a consulta.

Escuchar la voz de la enfermera hace que la boca se me seque y sienta un extraño hormigueo que asciende por las piernas hasta llegar a mi garganta. Ha llegado el momento y siento que de nada sirve haber recreado todas esas posibles proyecciones en mi cabeza. Tal vez emplearlo me resulte útil para la fotografía, pero esto es la vida real. Y mi realidad depende ahora mismo de un hombre robusto, no muy alto y vestido con una bata blanca que me resulta imponentemente espeluznante.

—Tomen asiento, por favor —nos pide el doctor cuyo nombre no consigo visualizar en la tarjeta de identificación que lleva colgada en uno de sus bolsillos.

Una veterana enfermera deposita una serie de papeles sobre su escritorio y, después, se aleja hacia una mesa alargada llena de estanterías con múltiples compartimentos rebosantes de pastillas y pequeñas ampollas de cristal de diferentes colores y tamaños.

—Tenemos los resultados de sus últimas pruebas, América —la voz del facultativo rebota en mi cabeza en forma, como un eco que no soy capaz de controlar. Puedo sentir el latido de mi corazón a la altura del cuello, rápido, extremadamente rápido. Entrelazo mis manos con fuerza sobre mi regazo repetidas veces—. Llevamos ya un tiempo con el tratamiento combinado de antirretrovirales y, para disponer de un control más certero, recuerdo que decidimos realizar una analítica de sangre, concretamente una PCR para conocer el estado de su carga viral.

El médico busca entre sus papeles el que muestra los resultados de la extracción sanguínea de mi madre. Analizo cada uno de sus gestos, sus facciones se tensan al repasar los intervalos de cada uno de los indicadores que aparecen reflejados en el documento. Desvío mi atención a mi madre. Su imagen refleja la máxima paz interior, incluso parece que sonríe. Eso, inexplicablemente, consigue ponerme mucho más histérica. Aunque no tanto como cuando el rostro de aquel médico palidece.

No estoy preparada. Necesito soluciones.

—¿Ha manifestado algún cambio en estos días? ¿Aftas bucales dolorosas, manchas por el cuerpo o dolor de garganta?

—Tiene como unas ronchas de color magenta en el hombro —ni siquiera sé como he sido capaz de pronunciarme. Me ahogo, escucho mi voz en la lejanía de la consulta, tengo la misma sensación que ocurre cuando te sumerges en una piscina y tratas de gritar. Nadie te oye, ni siquiera tu misma puedes percibirte con claridad.

—Echemos un vistazo rápido.

El médico se levanta señalándole a mi madre una camilla acolchada cubierta por una sábana azul cielo. Le pide que se despoje de su fino jersey y se gira de cara a la pared, no sin antes dedicarme una última mirada de afecto.

Como tratándose de un acto reflejo, tapo mi boca con la mano en el momento que visualizo la espalda de mi madre, plagada de ese mismo tipo de manchas que, en la sala de espera, he descubierto sobre sus hombros. Ella nunca me mencionó el cambio en su piel, ni tampoco me habló sobre las dolorosas úlceras que, por lo visto, han comenzado a colonizar la mucosa de su boca en silencio absoluto.

Algo dentro de mí se desgarra provocándome un ahogado sollozo. Cierro los ojos con fuerza, conteniéndome, luchando por no derramas las lágrimas que contienen mis ojos. No puedo derrumbarme aquí, no con ella.

Notando un intenso escozor en mis ojos, observo como mi madre termina de vestirse, sentada sobre la camilla, mientras que el doctor toma de nueva su posición en su mesa de escritorio, retirándose sus diminutas gafas antes de empezar a hablar.

—Quiero ser totalmente franco con vosotras, sobre todo contigo América, si me permites que te tutee —toma aire antes de continuar con su discurso—. La carga viral en sangre ha aumentado, a pesar del potente tratamiento, este no ha sido suficiente.

Nos muestra los resultados de la analítica de sangre sobre el papel. Sin embargo, yo no puedo ver más allá de una mezcolanza de números intercalados, sin sentido para mí. Ni siquiera visualizo el futuro inmediato que nos depara al salir de la consulta.

—Los números son claros y los marcadores extra que pedimos para cubrir más posibilidades de diagnóstico y tratamiento, también lo son. Incluyendo los tumorales. Dada la sintomatología que presentas y los resultados, América, padeces lo que se conoce como sarcoma de Kaposi. Es un tipo de cáncer que produce lesiones en la piel, de las mismas características que las tuyas, heridas bucales, nasales e inflamación ganglionar, de ahí el posible dolor de garganta que hayas podido experimentar.

—¿Y qué se supone qué podemos hacer, doctor? —cuestiona mi madre, entera. Incomprensiblemente sosegada.

—Este cáncer es muy típico en las personas que padecéis VIH y, el tratamiento puede basarse en cirugía en estados tempranos o, radioterapia y quimioterapia en casos puntuales y con expectativas de una próspera recuperación...

Sé que no debo. Por respeto a mi madre, al médico, enfermeras... Pero no puedo contenerme más. No después de escuchar las últimas palabras del doctor que se repiten en mi mente una y otra vez, sin darme un minuto de descanso, sin darle a mi madre una posible solución a su trágica situación. Siento impotencia, rabia y una profunda tristeza que me impulsa a abandonar la consulta, haciendo que mi silla caiga al suelo a causa del ímpetu con el que me levanto. Después, solo recuerdo un estridente portazo a mis espaldas.

"América, tu carga viral es realmente elevada. Mucho más que la vez anterior. Lo único que podemos hacer es esperar".

Corro por los interminables pasillos de aquel hospital, denegando la ayuda que me ofrecen las enfermeras que se cruzan en mi camino. Solo quiero respirar. Cuando quiero darme cuenta, el suave viento de la tarde acaricia mi rostro húmedo por las lágrimas, como una mano afable, indulgente, queriendo reemplazar la opresión de mi pecho por su benevolencia. Pero es en vano, todo lo es. Lo ha sido.

Junto a su coche aparcado en la puerta del hospital, la figura de Gala me contempla en silencio, inmóvil, comprendiendo que algo no ha ido bien, no como esperábamos. Nada lo ha hecho. Solo quiero salir corriendo. Mi amiga hace el amago de acercarse hacia mí pero yo niego con la cabeza, asustada, aterrada más bien, y corro de nuevo. Sin rumbo fijo, como de costumbre. Dejo que las lágrimas broten de mis castaños ojos, sin control, ya no tengo fuerzas para ocultarlas más. Me asombro incluso de que pueda correr tan rápido como lo hago. A penas logro percibir el vaivén de mis pies sobre la acera. Varias calles más abajo, el escandaloso pitido del claxon de un vehículo, junto con los insultos que el conductor me reprocha, hacen que me detenga en medio del asfalto. Perdida.

Mi vida es una calle sin salida y es una estupidez querer crear una puerta diferente cada día para que, al llegar la noche, se disuelva entre las tinieblas, empezando de nuevo. Mi vida es mi madre y se está desmoronando. Cada minuto que pasa ella se vuelve más pequeña y yo pierdo las esperanzas para saber quién es la auténtica Lola. Ahora ni siquiera sé a dónde voy, solo reinicio mi marcha y dejo que mis piernas me lleven todo los lejos que los pulmones me permitan, creyendo en la inesperada suerte de encontrar algún día la puerta correcta. Esa que me de las respuestas que necesito. Que me indique el camino para conocer a la verdadera Lola.

La puerta que consiga traer a mi madre de siempre de vuelta, sana y salva.






¡BONICOS! ❤ Como os he prometido, aquí os traigo el siguiente capítulo, yo creo que el más extenso hasta la fecha. Espero que os guste mucho, es uno de los más importantes de la trama y también, para mí, uno de los más complicados a la hora de escribir.

Y, como segunda noticia, prometí contaros quién sería la protagonista del segundo libro de esta saga y....será....ABRIL 😍😍 

Lo dicho, espero que disfrutéis mucho de este capítulo, contadme vuestras impresiones. Como siempre, mil gracias por todo ❤ 

María

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