CAPÍTULO: 16
LOLA
Los rayos del sol acarician con intensidad la piel de mi nuca hasta tal punto que empiezan a quemarme. Decido cambiar de zona y desplazarme a esperar bajo la enorme sombra de un longevo chopo, el cual encabeza lo que, ante mis ojos, parece un ejército completo de diversos tipos de árboles y arbustos que dibujaban la entrada al parque más conocido de la ciudad. No he dejado de imaginar durante toda la mañana cómo sería volver a ver a Lukás, verle de verdad, sabiendo que me toparía con él cara a cara, de nuevo. No he podido pensar en nada más. No desde que le vi entrar aquella mañana en la cafetería.
Un agudo cosquilleo asciende por las muñecas hasta mis muslos, recorriendo la superficie de mis brazos y toda mi espalda. La idea de cancelarlo todo, de salir corriendo, se me ha planteado intermitentemente entre las comandas de esta mañana en la cafetería. Sin embargo, la imagen de un Lukás sentado en la barra del Muse's, con un semblante desvalido, roto, incluso débil, se encarga de disolver ese pensamiento de mi cabeza y evocarme de nuevo ese familiar cosquilleo en el estómago. Ver al Lukás que conozco en su faceta más humana, me hizo trizas por dentro. Quise romper todas las barreras que nos separaban y abrazarle, susurrarle al oído que, pase lo que pase, nada ha cambiado entre nosotros. Pero no es así. Todo ha cambiado. Yo he cambiado y él también. Tomó su decisión al coger ese vuelo de regreso a su ciudad natal y desvanecerse, como el humo. Y con él, se fueron todos los recuerdos, los musicales y el calor que se colaba por debajo de la piel y las entrañas. Entonces, si todo es como yo creo que es, ¿por qué tengo las mismas ganas de refugiarme en sus brazos como en nuestro verano?
Han pasado más de quince minutos desde nuestra hora acordada para el encuentro y Lukás no aparece. Comienzo a ponerme nerviosa. Tal vez se haya arrepentido de venir.
Percibo como las palmas de mis manos se impregnan en una fina capa de sudor pegajoso, por lo que trato de limpiarlas sobe la tela de mi pantalón vaquero mientras intento tranquilizarme. Descarto rápidamente la idea de poder llamarle. Cuando desapareció sin dejar rastro, decidí que el primer paso para comenzar a olvidarme de su existencia fue eliminar cualquier tipo de contacto que nos pudiese unir. Así fue hasta que encontré aquella fotografía adherida a una de las paredes de mi habitación y decidí romper mi promesa con ese mensaje. Podría decirse que justo ese es mi punto de inflexión, el instante donde fui consciente de que, cabía la posibilidad de que la intención inicial de Lukás Gruber no fuese cortar de raíz el hilo rojo que nos mantuvo unidos.
Sin poder dejar de estirar los puños de mi fino jersey de rayas ocres y negras, me encamino de nuevo bajo el sol, dejando atrás aquel viejo árbol, para aproximarme a la maciza puerta de hierro oxidado que da entrada al recinto natural. Justo entonces todo se detiene. Mis pies no son capaces de dar ni un solo paso más, sin despegar la vista del apuesto y rubio joven que acaba de atravesar el umbral. Desde la lejanía, me capto de lo alto que Lukás resulta al lado de cualquier persona de estatura media. Tiene el pelo más largo, mucho más largo, y está comenzando a dejarse barba. Viste con las mismas gafas de sol que lucía en la cafetería, una camisa de color crema a juego con sus zapatillas de tela con cordoner, y unos pantalones negros ceñidos a sus piernas y cadera. No he sido capaz de percatarme de que porta un bastón de color verde entre sus manos hasta que nuestra distancia se reduce a menos de un metro de separación.
Siento como mi corazón se hiela. No puedo pensar. Ni siquiera cuando mi boca decide tomar las riendas y pronunciar su nombre en voz alta para que se percate de mi posición.
—Lukás...
Escucho como su respiración se vuelve más brusca al escucharme. Siguiendo la dirección del sonido de mi voz, el chico se coloca delante de mí. Una leve sonrisa asoma entre sus labios mientras, con su mano, recoge detrás de su oreja unos mechones de cabello que el viento despeina sobre su mentón.
—Siempre te gustó este árbol —afirma refiriéndose al viejo chopo que resguarda la entrada.
Observo cómo, tranquilo, inspira despacio, controlando su respiración. En cuestión de una fracción de segundo, el amigo que nació para irradiar vida, pasión y verano, ha vuelto a presentarse ante mí. Resulta tan abismal la diferencia que percibo al comparar las dos facetas de Lukás que he tenido la oportunidad de descubrir, que me asusta. Reconozco que ese es uno de los motivos por los que mi intelecto suelta de nuevo las riendas de mi ser y, cuando abro los ojos, los brazos de Lukás rodean mi cuerpo, estrechándolo junto al suyo, encajando a la perfección. Como esa amistad que logramos forjar. Esa conexión que tan solo él y yo entendemos. Me tenso ante su contacto, pero el timbre de su voz hace que me relaje.
—¿Te apetece que demos un paseo?
Me limito a aceptar y me coloco a su lado. ¿Qué se supone que debo hacer ahora? Es como si, al romper el efecto de nuestro abrazo, volviese a enfrentarme a ese Lukas desconocido. Sin pensar, le pregunto la primera cosa absurda que acude a mi mente.
—¿Cómo sabías que estaba aquí? —le pregunto, siendo consciente al momento de la que puede haber sido mi primera gran metedura de pata de la tarde. Trato de arreglarlo como puedo, sin éxito—. Perdona, no he querido insinuar nada, yo solo... Lo siento, de verdad que yo no...
—Está bien, Lola. No te preocupes —bajo mi asombro, observo como el joven desencadena una carcajada suave, dejando escapar el aire contenido de entre sus dientes—. No he perdido cierta intuición.
Todavía puedo discernir el tacto de sus brazos abrazando mi cuerpo sobre la fila tela del jersey de rayas, lo que me hace cerrar los ojos con fuerza, sin distinguir con exactitud cómo me siento. Tengo miedo y una inmensa felicidad a la vez, modelando una presión en mi estómago, lo que hace que no me ande más con rodeos.
—¿Cómo has estado este tiempo? —se adelanta a preguntar.
—Sin muchas novedades —confieso—. Mi vida sigue completamente igual, creo.
—¿Sigues haciendo tantas fotografías?
No me apetece contestar, no me apetece fingir que nuestra relación se mantiene intacta. No me apetece admitir que, a pesar de querer odiarle profundamente, nunca lo conseguí. No quiero admitir que me moría de ganas por volverle a ver.
—Desapareciste... —susurro de forma casi inaudible—. Te marchaste sin dejar rastro durante años y, durante todo ese tiempo, supuse que nuestra amistad, aquello que habíamos construido, estaba roto. En cuestión de dos semanas, descubro una fotografía con tu puño y letra y todos mis esquemas dejan de tener sentido. Si lo analizas, incluso podría ser una especie de acoso.
Él no dice nada, continua caminando con paso firme sobre el asfalto decorado con rosales y arbustos que simulan figuras de cisnes y cubos de rompecabezas.
—Subamos a la fuente —propone, absorto en sus pensamientos.
—De acuerdo —mi tono es firme, tajante. Necesito que me de todas las respuestas o mi cabeza terminará por estallar de un momento a otro. Pero no parece partidario a colaborar.
Al final del parque, dos enormes tramos de escaleras de piedra robusta y blanquecina se abre paso sobre una pendiente colina forrada de hierba y bajos arbustos. Separando ambas escalinatas, una larga cascada de agua cae con ímpetu, rebotando en los desniveles marcados en la misma piedra. En la cumbre, la figura de un antiguo soldado, esculpido en caliza de color gris, contempla el área del parque a sus pies. Decidida me dispongo a subir los desgastados tramos, hasta que la mano de Lukás se cierne sobre mi hombro, sintiendo como la calidez que sus dedos irradian se extiende por mi piel ante nuestro contacto. No es normal que con un simple gesto sienta el corazón palpitar en mis oídos.
—Voy a necesitar un poco de ayuda —confiesa tímido—. Si no recuerdo mal, estos escalones no están en sus mejores condiciones.
Bajo la vista al suelo y analizo el aspecto del material bajo las suelas de mis zapatos. Definitivamente, la estructura de la fuente no está en su mejor momento. Le hace falta un buen lavado de cara.
—Agárrate de mi brazo —le sugiero.
Juntos, subimos despacio cada peldaño. Con suficiente antelación, le indico a Lukás las zonas donde las piedras están más sueltas o la altura de los escalones cambia de forma brusca. Con cada paso, recuerdo lo mucho que me gusta disfrutar de aquel rincón de la ciudad. Fue el primero que le enseñé a él en su estancia aquí. Le mostré mis lugares preferidos, donde mi madre y yo solíamos jugar cuando yo era pequeña antes de que ella empeorase su enfermedad. Es cuestión de tiempo que mi acompañante formule la pregunta que me haga cuestionarme su capacidad para leerme la mente.
—¿Cómo se encuentra tu madre?
Rememoro fugazmente como fue el día en el que Lukás descubrió toda la verdad sobre América. Mi piel rememora en segundos la misma sensación de temor que experimenté en este mismo lugar, subiendo los mismos tramos de escalinatas. Casi puedo notar el sabor salado de las lágrimas que resbalaban por mis mejillas en aquel momento. Incluso ahora hacen mención de repetirse. Pero consigo contenerme, buscando pequeños resquicios de fortaleza que mantengan a raya el tono de mi voz.
—Depende el día, estamos a la espera de la próxima revisión en un par de días.
No me pregunta más sobre el tema y yo se lo agradezco, en silencio. Mi madre es mi talón de Aquiles y Lukás lo sabe. Lo sabe todo. Y nunca, en ningún momento, cayó en la trampa de cometer un comentario absurdo, repugnante o nocivo para ella. Ni tampoco para mí. Las veces que hablé de mi madre aquel verano, él se limitaba a escuchar atentamente, sin perderse un mínimo detalle, concluyendo siempre con su afán intrigado por conocer un poco más sobre ella.
Alcanzamos la cima de las escalinatas. Con cierto sobrealiento, observo como Lukás, ayudado por su bastón de color verde, se aproxima hasta una gruesa barandilla compuesta por el mismo material blanquecino de las escaleras. Allí deja descansar a su bastón. Antes de acercarme a él, visualizo la enorme estatua que vigila el parque, sintiéndome insignificantemente pequeña bajo su sombra proyectada en el suelo. Mi mirada de nuevo se centra en Lukás, quien retira su cabello con los dedos de sus manos, hacia atrás, antes de dejar caer su peso sobre los codos encima de la baranda. Con pasos cautelosos, me mantengo quieta a su lado, esperando a que alguno de los dos rompa con el cómodo silencio. Porque así lo siento. Nunca, ningún silencio fue molesto con él. Al contrario. Siempre fueron lo más parecido a la impresión que recorre tu cuerpo al contemplar el mar en calma.
—Tuve un accidente de coche —me informa, sin previo aviso—. El día de mi graduación, con el diploma entre mis manos, un coche se saltó el semáforo en rojo e impactó sobre mí, poco antes de pasar por encima de mi cuerpo. Me llevaron en ambulancia al hospital donde me diagnosticaron fractura de segundo grado de tibia y peroné, luxación en el hombro derecho, varias quemaduras y heridas de carácter superficial y, lo más grave, traumatismo craneoencefálico. La fractura de hueso pudo intervenirse de urgencia en quirófano donde me insertaron placas de metal con el fin de soldar el hueso y frenar la hemorragia.
Sus nudillos adquieren un color lechoso al aferrarse con fuerza a la barandilla de piedra donde mantiene fijados sus brazos, rígidos. Los músculos de su espalda reflejan la tensión a la que se somete con cada frase que sale de su boca. Como si de un acto reflejo se tratase, una de mis manos rodea su antebrazo izquierdo mientras que la que permanece libre, se posa sobre el dorso de su mano, repasando con la yema de mis dedos cada línea de su piel.
—Al cabo de un par de días, mi cuerpo reaccionó. Me desperté. Jamás había sentido tantos grados de dolor al mismo tiempo, te lo aseguro —escucho como se detiene antes de tragar saliva con dificultad. A pesar de ello, su voz se mantiene íntegra, neutral—. Lo peor vino después. Mi cabeza impactó contra el pavimento en el impacto, de modo que el traumatismo derivó en lo que se conoce clínicamente como una perforación ocular abierta, evolucionando en una ceguera de grado 20/200. Nadie se esperaba que, aquella escena del accidente, fuese lo último que mis ojos percibiesen con total claridad.
Tratando de reprimir mis ganas de volver a abrazarle, me abro hueco entre su cuerpo y la estructura de piedra donde permanece apoyado.
—¿Perdiste por completo la visión? —pregunto con un amasijo de emociones encontradas en mi interior—. ¿No puedes ver los árboles? ¿El agua? ¿A mí?
Mi mano continúa unida a la de Lukás, quien comienza a separarlas para emprender el trayecto de un contacto suave, casi electrizante, sobre la tela de mi jersey que me cubre mi brazo, hasta terminar acunando mi mejilla con la palma de su mano. Su dedo pulgar masajea lentamente la zona de mi pómulo, dibujando pequeños círculos. Sé que no está bien. Que me toque con esa ternura no está bien. Pero, por este instante, siento que Lukás nunca se ha ido.
—Digamos que lo que tú puedes observar a doscientos metros de distancia, mis ojos sólo intuyen sombras y luces a veinte metros —un suspiro escapa de mis pulmones—. Cuando me dieron el alta del hospital, yo sentí que había nacido por segunda vez. Pero, aún así, comprendí que todo mi mundo iba a ser muy diferente. Tenía que encontrar una nueva forma de adaptarme a él. No sabía cómo, pero tan solo tenía claro que no iba a renunciar a mis planes de futuro. No podía hacerlo.
Me siento abrumada y saturada de información. Aunque necesito saber más. Quiero conocerlo todo. Lukás ha regresado, pero algo dentro de mí me dice que nunca antes los había sentido tan lejos. El muchacho empieza a relatarme como fue su tremenda lucha por llevarse de manera cordial con su desconocido bastón, las múltiples de opciones que se han desarrollado en tecnología como ventajas para personas con discapacidad visual, lo fácil que le resultó aprender a leer en braille. Lo complicada que terminó siendo la relación con su padre después del accidente.
—¿Y el conductor del coche?
Una mueca de resignación y cansancio se difumina sobre el rostro de Lukás. Antes de que responda, reanudamos de nuevo nuestra marcha, siguiendo los senderos de la zona alta del parque trazados por innumerables cipreses y árboles perennes.
—Se dio a la fuga. La policía mantuvo la idea de que se trataba de un hombre de mediana edad, con varios delitos cometidos por robos anteriores y antecedentes de consumo de drogas. No era la primera vez que se encontraban con un acontecimiento así y, en anteriores ocasiones, el susodicho resultó culpable —mantiene su serenidad en todo momento y yo tan solo quiero gritar de rabia e impotencia—. Estuvieron varios días interrogándome cuando me desperté, pero yo no recordaba prácticamente nada. Todo ocurrió demasiado rápido.
Maldigo en voz baja con la esperanza de que Lukás no logre escucharme. En su lugar, una delicada sonrisa se hace paso de nuevo en sus labios.
—Cuando pierdes uno de tus sentidos, todos los demás se desarrollan de forma casi indescriptible. Aunque eso no explica que supiese que me esperarías bajo en chopo de la entrada. Si mi memoria e intuición no fallan, te sientes bien bajo sus ramas —me explica, replicando a la perfección la explicación que en su día le di. Cuándo me preguntó por qué ese árbol, con la cantidad de distintas especies que habitaban en el parque, le respondí que solo aquel me trasmitía entereza bajo sus densas ramas—. En el fondo, me siento bien. Mi madre no lo encajó tan pronto como yo lo hice, pero con mi padre todo resulta siempre más complicado.
—Lukás, lo siento —le corto con brusquedad, pero ya no lo soporto más—. Me comporté como una idiota la otra mañana en la cafetería. Te avasallé a preguntas y no fui capaz ni de fijarme en que llevabas el bastón. Pero me cabeza es un torbellino de ideas que no puede frenar. Me quedé bloqueada, estaba enfadada y hablaba sin pensar
—¿De verdad te culpas por eso? Lola, guardé el bastón al entrar en la cafetería. Además, hasta yo pude darme cuenta del ajetreo que teníais entre manos aquel día y entiendo también que te sintieses así —su risa se funde con el sonido del viento al mecer las hojas de los árbole—. A todo eso, súmale que también quise ocultarlo.
—¿Por qué?
—Nunca más volveré a recuperar mi visión pero, puedo notar como la gente me mira con pena. Como si quisiesen salvarme de mi vida. Yo no quiero eso, no quería que eso me ocurriese contigo, Lola. Nadie me ha entendido como tú lo has hecho, ni me ha valorado como me enseñaste a hacerlo. No quería que los ojos que en su día pudieron ver verdad, ahora solo viesen tristeza —escuchar como su voz pinta mi nombre hace que todos los recuerdos acudan a mi memoria, imparables—. Sé que lo hice mal, tú no eres la que se tiene que disculpar conmigo.
—No digas eso.
—Fui un completo imbécil que consideraba que hacía lo correcto cogiendo ese avión de vuelta a Viena. El día del accidente, fuiste mi último pensamiento antes de despertarme en aquella fría habitación de hospital. Mi hizo falta perder una parte de mi para ser consciente de lo que necesitaba volver aquí.
—¿Por qué has vuelto, Lukas?
El muchacho toma aire, llevando su mirada ligeramente hacia el cielo. Por primera vez, siento a Lukás cerca de nuevo. Siento como ese hilo rojo que nos envuelve se cierne bajo mis costillas, impidiéndome respirar con normalidad. Los rayos tenues del sol inciden de nuevo sobre mí, trasladándome en el tiempo, volviendo a levantar los cimientos de aquel verano bajo nuestros pies.
—Quiero continuar aquí mis estudios y estoy buscando empleo en varias compañías de teatro, también he pensado en probar suerte con alguna editorial.
De pronto, se detiene y apoya sus manos sobre mis hombros, propiciándome un ligero apretón en ellos, como si fuera consciente de que esa no era la respuesta completa que llenaba el cajón de mis incertidumbres en ese momento.
—Nuestra amistad no acabó con ese viaje de avión, ni la hemos vuelto a retomar con la fotografía de tu dormitorio. Nunca se rompió, me niego a pensarlo. Y sé que tu también. Déjame mostrarte que he cambiado, que he aprendido la lección. Déjame demostrarte por qué decidiste darte la oportunidad de conocerme en esa sala de cine. Empecemos de cero, Lola.
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