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CAPÍTULO: 15

LUKÁS

Me considero diferente.

No soy el prototipo de chico que todo el mundo espera que sea, ha sido así desde que era tan solo un niño. Por ejemplo, a diferencia de todos los niños con los que iba al colegio, a mí nunca me ha gustado el fútbol. Sinceramente, no logro entenderlo. Yo prefería encerrarme en el aula de música y tocar la guitarra. Sin embargo, le dediqué cinco años de mi vida escolar al fútbol y ninguno a que nadie me enseñase a tocar. A mi padre no le parecía una buena elección para mí. Así que decidí ser autodidacta.

En el instituto, el baloncesto se hizo un hueco en mi rutina, compaginándolo con las clases optativas de economía aplicada de los miércoles por la tarde. Reconozco que los entrenamientos de fútbol eran mucho peor pero, esto no dejó de ser otra decisión por parte de mi padre. A penas duré tres meses practicando el deporte.

—Tienes que labrarte un buen futuro, Lukás. No seas un perdedor más como todos esos artistas que se alimentan del aire. Has nacido para ser un hombre de provecho, formar una familia de bien.

Cada vez que abandonaba cualquiera de todas esas actividades, él lo consideraba un fracaso. Para mí, era una liberación. Una oportunidad de hacerle ver que mi mundo era el de esos fracasados que él desprestigiaba. Vislumbraba mi futuro entre guiones y novelas, o puede que entre cinceles y paletas repletas de pinturas. O, tal vez, con mi guitarra entre las manos. Igual que cuando mi madre me permitía ensayar hasta la hora en la que mi padre regresaba de su trabajo. Ese era mi momento favorito del día.

Todo fue diferente, mucho más complicado, especialmente en la Universidad, durante mi primer contacto cursando el grado de Administración y Negocios Internacionales. La carrera universitaria favorita de mi padre, donde él fue uno de los mejores de su promoción. Yo, en cambio, no permanecí en aquella rama ni siquiera dos meses. Fue después de miles de intentos para tratar de hacerle ver a mi padre cuáles eran mis auténticas metas en la vida, cuando tuvimos nuestra primera y última pelea.

Exploté. Tras dejarme muy claro mi poca valía y considerarme un auténtico fracaso, decidí marcharme de casa. Pero mi marcha trajo consigo un profundo dolor en el pecho que llevaba el nombre de mi madre. Su aroma, el sabor de sus besos reconfortantes cada vez que me topaba con la ruda figura de mi padre, su forma de arroparme incluso cuando ya no era tan niño. No hubo ni una sola noche donde mi madre y yo nos saltásemos nuestra cita telefónica para saber cómo había transcurrido el día del otro. Jamás perdimos el contacto. Jamás le pregunté por mi padre.

Obtuve mi plaza en la Escuela de teatro de Viena y, al tiempo, conseguí un empleo a tiempo parcial que me permitía asistir a todas mis clases y, a su vez, pagar el alquiler que compartía con dos estudiantes ingleses y una chica italiana. Por fin, disfrutaba de mi vida, sentía que yo era quien tenía las riendas de mi futuro. Saboreaba cada ocasión que la vida me presentaba para compartir mis inquietudes y objetivos con mis compañeros. Sentía que formaba parte de algo, al fin. Había encontrado mi vocación y me aferré a ella.

Tenemos una sola vida y es nuestro deber exprimir cada milésima de segundo. No hemos venido a este mundo para ser esclavos del conformismo, la infelicidad, la aplastante rutina. El arte se crea para traspasar fronteras, idiomas, generaciones, para dar vida. El arte es mi motor, funciono con él al mismo compás.

Mi padre nunca logró ver eso. Nunca consiguió verme a mí, a través de mí., de su propio hijo. No quiso escucharme. Y siento pena.

Pero, al igual que abandonar el fútbol y las clases de contabilidad, ser yo mismo también forma parte de mis liberaciones. Nada puede cambiar eso, tampoco mi grave pérdida de visión.

La vida es un salto al vacío y nosotros estamos hechos para volar.

Me he repetido esa frase a mí mismo durante toda la noche. He pensado mucho en mi madre, pero también en mi padre. Me he desvelado, soñando con Lola innumerables veces. He tomado entre mis manos el que se ha convertido en uno de mis fieles apoyos, en todos los sentidos. A pesar de negarme a su apoyo infinidad de veces, me toca recurrir a ese bastón de color verde. Lo estrecho entre las palmas de mis manos y la sensación de paz me llena por dentro. La experimenté por primera vez al aterrizar en aquel avión rumbo a España, sentí que estaba preparado para mi nueva vida. Ahora lo siento. Estoy dispuesto a reencontrarme con Lola, como es debido. Esta vez, no valen las escapatorias.

Verde es el color de mi nueva faceta, de mi nueva vida, de mi superación. El color de la esperanza. Con el verde, se identifica al grupo de personas que marcamos la diferencia de la baja visión.  







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