CAPÍTULO: 13
Verano, hace aproximadamente dos años.
LUKÁS
Decidí llegar un poco antes de la hora prevista, no me gustaba hacer esperar a los demás. A la mañana siguiente de aquella improvisada tarde de cine, recibí un mensaje de Lola, tan solo para que guardase su número en contactos por si en algún momento quería repetir una nueva sesión cinematográfica.
¿Qué te parece si dejamos el cine para otro momento? ¿Te apetece cenar conmigo?
Yo escojo el sitio. Nos vemos a las 20:30 en el Muse's.
¿Dónde está ese sitio?
No llegues tarde, chico de la butaca trece.
No hacía mucho tiempo que había llegado a España y me venía bien conocer a gente nueva. Tan solo había salido a un par de sitios con Samuel, mi compañero de habitación en la residencia de estudiantes. Conseguimos congeniar desde el primer momento. Descubrimos que teníamos gustos muy similares, incluyendo nuestra afición por la literatura y el teatro; él para convertirse en actor y yo para crear mis propias obras. Apreciábamos el arte en todas sus disciplinas, lo compartíamos. No seguiríamos el mismo rumbo si no fuese así.
No obstante, yo también disfrutaba mucho del arte en soledad, guardándome algunos detalles para mi deleite propio. Tal vez fue por mi egoísmo artístico y cultural por lo que esa tarde me encontraba solo en la sesión de cine o por casualidades del destino, para quien crea en él. Mentiría si dijese que aquella muchacha morena no me había llamado la atención desde que la vi entrar por la puerta de la sala ocho. Su tez blanca, como esculpida en mármol, sus kilométricas pestañas teñidas de negro, su marcada mirada, sus labios cobrizos, exóticos en su aniñado rostro. Consiguió transmitirme confianza, curiosidad, calma, como si me topase a alguien conocido para mí al que no veían en mucho tiempo. Un motivo más que suficiente como para no perder la oportunidad de escribir mi número de teléfono en su vaso de refresco.
Casi veinticuatro horas más tarde y un largo paseo perdido por la ciudad, me encontraba delante de una pequeña y acogedora cafetería. Unas enormes cristaleras me permitían observar parte de su interior, decorado con grandes lámparas de araña, techos de madera y paredes lisas de color crema, adornadas con un sinfín de retratos y pinturas de motivos feministas, el arte moderno de Van Gogh y una pintura a mano de los famosos Relojes blandos de Dalí.
—¿Disfrutando de las vistas?
Exaltado, giré mi cuerpo en dirección a la voz de Lola, quien me contemplaba risueña, arqueando las cejas. Vestía con un mono largo de color negro, resaltando sobre su piel tan poco bronceada por el sol y acentuando cada curva de su juvenil figura. Sus labios teñidos de color rojo mate intenso tampoco pasaron desapercibidos ante mis ojos.
—Desde luego —bromeé. Lola, en cambio, con una sonrisa irónica, me propició un apacible golpe en el brazo. Ambos reímos—. Llegas puntal, ¿a dónde me vas a llevar?
—Es una sorpresa, pero vas a tener la inmensa suerte de cenar en mi restaurante favorito.
—Me muero de ganas.
Más risas, todo fue así de fácil. Caminamos bajo la débil iluminación natural que anunciaba el final de la tarde. Lola me contó que esa cafetería que había sido nuestro punto de encuentro era de su madre y ella le ayudaba con el trabajo varios días a la semana. Su mirada adquirió un brillo especial al hablar de su familia. Sentí cierta envidia por ello.
—¿Qué estudiaste? ¿Por qué has decidido venir desde tan lejos?
—Estudié teatro en la Escuela de Arte Dramático de Viena. Al terminar, decidí estudiar literatura allí. En concreto, la literatura española es algo que siempre ha llamado mucho mi atención. Incluso estudié cuatro años del idioma para poder entenderla mejor.
Lola me miraba perpleja, con atención, sin pasar por alto ni un mínimo detalle.
—Es increíble. ¿Eres uno de esos niños prodigio o algo así? ¿Cómo puede ser que a mi edad hayas podido dedicar tu tiempo a estudiar todo eso?
Una carcajada estalla en mi garganta, resonando por las paredes del estrecho callejón en el que nos encontrábamos.
—¿Qué?
—¿Cuántos años crees que tengo, Lola?
Mi pregunta le desconcertó a juzgar por la extraña mueca en su rostro.
—Como yo, veinte, ¿no? —sus ojos se abrieron de par en par—. Vamos, tampoco puedes tener muchos más. No eres tan mayor.
Con un hábil movimiento, me adelanté a sus pasos hasta colocarme justo delante de ella. Cara a cara. De cerca, percibí la diferencia de estatura que existía entre nosotros. A pesar del medio tacón ancho de sus sandalias, Lola no alcanzaba más allá de mi hombro. Mi boca se deslizó hacia un lado, dibujando una pequeña sonrisa.
—Tengo veintiocho años. —La cara de la joven de labios chillones se transformó en la viva imagen del puro asombro. Diría que sus mejillas adquirieron un leve tono rosado—. ¡Eh! Pero un alago nunca está de más, gracias. Uno ya empieza a notarse sus arruguitas.
Continúe nuestro camino, con una rezagada Lola a mis espaldas. Observarla me trajo esa misma dulzura y familiaridad que me atravesó en el cine.
—Cuéntame más cosas sobre ti —le pedí colocándome de nuevo a su lado en nuestro paseo.
Carraspeó antes de comenzar a hablar, como si no supiese muy bien qué podía decirme.
—Me gusta mucho la fotografía, ya lo sabes —lo recordaba a la perfección—. Pero no me dedico a ello profesionalmente, ojalá. Aunque bueno, no puedo permitirme pagar unos buenos estudios, son excesivamente caros y, aunque la cafetería funciona bien, no es suficiente.
Sus ojos se tornaron tristes. No quise ahondar mucho más, temiendo meter la pata con alguno de mis comentarios. Sin embargo, no olvidaré nunca esa faceta artística tan suya. Si con solo una tarde de cine, Lola había conseguido despertar en mí esas ganas de querer conocer más sobre ella, esta velada no iba a pasar con indiferencia.
—¿Y tu familia?
Una vez más, sus ojos adquirieron ese matiz anhelante. Temí haberme metido donde no me llamaban. Pero ella enseguida comenzó a relatarme.
—Bueno, no conozco a mi padre. Tengo un hermano mellizo, Bruno. Me acuerdo mucho de él, aunque no tengo muchos recuerdos. Por circunstancias de la vida, mi madre tuvo que separarse de él. Bruno se ha criado con mis tíos y yo nunca me he separado de mi madre. Es algo complicado de contar.
Observé como mi acompañante cruzaba sus brazos sobre el pecho, nerviosa. No fue capaz de mirarme a los ojos cuando me formuló la misma pregunta que ella acababa de responderme.
—Es complicado.
Nos bastó con eso. Ninguno hicimos más hincapié en conocer los entresijos de las respectivas familias. Anduvimos en silencio hasta llegar al restaurante. Un lugar acogedor, moderno, de paredes negras, decorado con conjuntos de mesas y sillas de vibrantes colores, al igual que sus lámparas, rodapiés y monturas. Sobre cada mesa reservada para cenar, había una vela encendida dentro de un pequeño candil junto a un jarrón de intenso color verde con una margarita en su interior. Era un sitio tranquilo, con varias parejas degustando los platos de la carta y un grupo de personas que simulaban lo más próximo a una cena de viejos compañeros del instituto. Lola se aproximó al metre del local y, en cuestión de minutos, nos acompañó a la que iba a ser nuestra mesa durante la noche. Una vez sentados, nos ofreció un par de cartas de menú forradas en cuero y una pequeña lista con las distintas clases de vino.
La mezcla de luz ambiental junto con la desprendida por la vela, dibujaban un rastro de sombras que resaltaban el rostro de la chica de media melena ondulada. Su mano derecha masajeaba su nuca de forma sutil, sin despegar los ojos de la gran variedad de platos a elegir, titubeante. Intenté memorizar cada rasgo, cada pequeño lunar que adornaba sus mejillas. Sin lugar a duda, despertaba en mí cierta intriga. Algo en mi interior me aseguraba que esa noche no iba a ser nuestro último encuentro.
Volví a centrar mi atención en la carta del menú. Cuando el camarero acudió a nuestra mesa a preguntarnos educadamente por lo que nos apetecía cenar, Lola se decantó por el risotto con queso de cabra y piñones. En mi caso, pedí un plato de salmón a la plancha con salsa de cítricos. Para beber, una botella de agua grande y dos copas de vino blanco con las que brindamos en silencio.
—Es extraño, ¿no crees? —me preguntó Lola con voz risueña.
—¿A qué te refieres?
—Hace una semana ni siquiera nos conocíamos y ahora estoy cenando con un desconocido con quien me senté en el cine ayer. Debería sentirme incómoda o algo así, pero es todo lo contrario —una risa aguda asomó entre sus labios a la vez que, con el dedo, perfilaba el contorno de su copa de cristal ya vacía—. Es curioso como el destino nos maneja a su antojo.
—El destino y yo tenemos una relación agridulce, no confío mucho en él. Para mí, todo lo que ocurre tiene un sentido, como estar en el instante idóneo. Quién sabe, tal vez tú y yo seamos una inevitable casualidad.
La sonrisa de Lola iluminó aquella sala mucho más que cualquier candil encendido.
—Brindemos de nuevo por eso -alzó su copa a la altura de sus ojos—. Aunque dicen que brindar con agua trae mala suerte.
—Tentemos a la suerte, entonces.
Chocamos nuestras copas, sin desviar nuestras miradas, como si alguno de los dos fuese a perder la partida si retiraba sus ojos del otro.
La cena transcurrió con naturalidad. En ningún momento nos vimos forzados a nada, a ningún tema de conversación, a ninguna sonrisa, carcajada o silencio. Tal vez, podría deberse a que los silencios con Lola nunca llegaban a serlo como tal. Estaban llenos de un aura especial. Confianza, familiaridad, cierta amistad me atreví a pensar.
—¿Qué opinas del amor? —Su pregunta me cogió completamente desprevenido, pero eso me gustó.
Antes de contestar, recordé una frase que mi madre me había repetido tantas veces; el amor es la fuerza más inquebrantable.
—Es otra forma de arte, una fuerza que nos sostiene a todos los seres humanos. Para mí, cualquier tipo de amor, es lo que mantiene al mundo en su lugar.
—Y, ¿compartes ese arte con alguien especial? —sus mejillas adquirieron, de nuevo, un color rojizo que me hizo sonreír—. Lo siento, creo que el vino está empezando a hablar por mí.
—No te disculpes, por nada. Me gustan tus preguntas —dejé los cubiertos de metal sobre el plato vacío antes de continuar—. Tuve una relación de casi cuatro años pero, como te he dicho antes, considero que todo pasa por algún motivo. Hay que saber estar en el lugar correcto, en el momento preciso y nosotros no lo estuvimos. No lo estuvimos durante mucho tiempo. Todo lo demás nunca ha sido nada serio, ya me entiendes. ¿Y qué hay de ti, chica de las fotografías?
—¡Un mote nuevo! —exclamó—. He pasado de ser la chica de la butaca once a la chica de las fotografías, es un bonito avance.
—Para mí siempre serás la chica de la butaca once, este es solo un añadido.
Lola terminó su bebida antes de proseguir. El rubor de sus mejillas ya permaneció instaurado en ellas durante toda la velada.
—En mi caso diría que el amor y yo aún no hemos encontrado un momento para sentarnos y dialogar. Ni yo le conozco a él ni él me conoce a mí.
—¿Por qué no le das una oportunidad? Eres interesante, inteligente, preciosa, si me permites decirlo, tienes que tener una fila de chicos dispuestos a conocerte.
—El problema es mío, en realidad. Vivo enfrascada en mi rutina, mi día a día no me lo permite.
—La pregunta es si tú misma te lo permites.
Lola suspiró de forma profunda. Intuí que su mente acababa de inundarse por un sinfín de recuerdos, obligaciones, deseos... Sin embargo, no me abrió paso esta vez.
—Es complicado, en mi vida todo lo es de algún modo.
Con un sutil gesto, Lola captó la atención del camarero y le pidió la cuenta.
—Ni se te ocurra —me amenazó en cuanto me vio sacar la cartera de mi bolsillo—. Ha sido mi idea venir aquí, así que pago yo.
El camarero trae una pequeña bandeja metálica donde Lola depositó el dinero exacto y un poco de propina.
—Así ya tienes una excusa para volverme a ver.
Lola se colgó su bolso sobre su hombro y anduvo hasta la puerta del restaurante, regalándome una furtiva mirada al pasar por mi lado. Me gustaba esa chica. Me gustó en aquella sala de cine y lo hizo en su faceta desinhibida durante la cena. La velada me supo a poco, pero la noche todavía no había llegado a su fin.
—¿Por qué no cambias eso?
Ya en la calle, alcanzo a la joven hasta situarme a su altura mientras caminábamos de vuelta a casa.
—¿Qué?
—En el restaurante has dicho que en tu vida todo es difícil. ¿Has probado a romper con esa rutina de la que hablas?
—No he encontrado la manera de hacerlo, no más allá de mi imaginación. A veces las cosas no son tan fáciles como aparentan, Lukás.
—Bueno —me hice con mi chaqueta y se la tendí a la muchacha de labios rojos para resguardarse de la brisa veraniega que nos esperaba en la calle—, tenemos todo el verano para averiguarlo.
Lola se limitó a aceptar mi chaqueta. Y yo me lo tomé como un sí.
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