CAPÍTULO: 11
LUKÁS
El agudo sonido del microondas hace que, tras una intensa mañana de trabajo delante del ordenador, me levante y me encamine hacia la cocina. He puesto a calentar durante unos minutos mi segundo café del día. Con todo el papeleo que, por fin, he conseguido acabar, había olvidado por completo que me había dejado preparada una taza rebosante de intenso café solo. Cuando me acuerdo de el, ya está tan frío como recién salido de la nevera.
Durante la mañana, he contactado con varias compañías de teatro de la cuidad, enviándoles mi currículum, con la esperanza de que alguna se digne a enviarme una respuesta. Con un par de ellas he podido hablar por teléfono y, a pesar de que el mundo del teatro es algo inaccesible, se han mostrado interesadas por mis estudios. Incluso una de ellas me ha preguntado a cerca de la posible existencia de proyectos que tuviese entre manos. Concretamente, una obra de teatro de temática a medio terminar y una novela de la misma vertiente que me está matando la cabeza. Sin exagerar, ya son dos malditas semanas las que paso luchando enfrente de la misma hoja en blanco. Es exasperante.
Llevo la taza de humeante café hacia mis labios entreabiertos y tomo un largo sorbo, percibiendo como baja por mi garganta, dejando una sensación de quemazón hasta mi estómago. Soy consciente de que mi vida a partir de ahora va a ser más complicada de lo que estaba planeado. Mucho más después de aquel accidentes, pero no puedo rendirme. No hay opción de permitírmelo.
Pero ahora, por más que trato de pensar en cómo avanzar en mi obra, más estancando me encuentro.
Una fuerte ráfaga de viento golpeando los cristales de la ventana hace que me sobresalte de tal forma que parte del contenido de mi taza cae derramado por mi camiseta, dibujando una extensa mancha de color café oscuro.
—Joder.
Maldigo en voz baja al notar como el calor del líquido traspasa la tela hasta llegar a mi piel. Deposito la taza sobe la encimera de mármol granate y, con torpeza, me quito la camiseta por la cabeza, arrojándola al suelo.
Cabreado conmigo mismo, con la novela, con mi falta de inspiración, con el teatro, dejo caer los brazos encima de la mesa de la cocina, aguantando mi peso sobre ellos. Necesito salir a tomar el aire. Desde que llegué, no he tenido ni un solo momento de desconexión. Bueno, a decir verdad, hace unos días decidí deleitarme a mí mismo y a todo aquel que se parase a escucharme, cantando en la calle la primera canción en español que aprendí a tocar con la guitarra, haciéndola mía. Recuerdo lo mucho que me costó, al cantidad de tiempo que invertí en que el resultado fuese perfecto, como siempre. El sentimiento que me llena al interpretarla es indescriptible.
Ahora es diferente. Tan solo necesito pasear. Reencontrarme de nuevo con las calles, la gente, el ambiente.
En el bolsillo izquierdo de mi pantalón vaquero, percibo la vibración de mi teléfono móvil. Lo saco y presiono sobre uno de los botones del lateral. Una voz metálica me informa de que tengo un mensaje nuevo. En voz alta, le pido que lea el contenido del mensaje.
Escucho atentamente y un escalofrío recorre el perímetro de mi espalda, haciendo que me estremezca. Le pido que lea el mensaje por segunda vez, incrédulo. Lola ha encontrado la fotografía. Siento el latir de mi corazón palpitando a la altura del cuello y la mezcla de incertidumbre y excitación inunda cada rincón de mi cuerpo.
Guardo el Smartphone dentro del bolsillo y, todo lo rápido que mis piernas me permiten, entro en mi habitación, alcanzo una camiseta limpia del segundo cajón a la derecha, dentro del armario. Me enfundo en ella, cojo mis gafas oscuras y salgo del piso, inspirando profundamente por la nariz y expulsando por la boca. Repetidas veces. Pierdo la cuenta. Mi mente solo se centra en la necesidad de sentirla de nuevo.
Incluso con una venda en los ojos, mi cuerpo llegaría hasta el Muse's, hasta ella, desde el lugar más recóndito de la ciudad. Según una teoría japonesa, todas las personas predestinadas a conocerse están unidas por un fino hilo de color rojo unido a cada extremo de sus dedos. Nosotros somos el claro ejemplo que da vida a esa antigua leyendo. Porque, por muchos baches en nuestros caminos, por mucho que Lola no quiera saber de mí, nuestro nexo de unión permanecía inquebrantable.
En el fondo, los dos lo sabemos. Conozco a Lola, más de lo que ella cree.
La ya conocida voz de mi teléfono móvil me alerta de que he llegado a la cafetería. De nuevo, ese inolvidable olor... Me detengo unos instantes para integrarlo en mi mente. Siento como mi mano tiembla al aferrarse al pomo metálico de la puerta. Mis piernas reaccionan guiándome hasta el interior del local, armándome del valor que no tuve y me condenó justamente hace dos años. Cinco pasos más y alcanzo la larga barra de la cafetería. Ajusto mis gafas de cristales oscuros en el puente de mi nariz. Recuerdo el mostrador de la cafetería repleto de diversas clases de dulces tras una reluciente mampara de cristal, salvaguardando en primera línea a las enormes máquinas de café y cristalería. Palpo una de las altas banquetas libres a mi derecha para sentarme cuando la voz Lola activa mis sentidos.
—Buenos días, ¿qué desea...?
Su voz se interrumpe en seco al reconocerme y yo anhelo con encontrar una pizca de la valentía que me ha hecho entrar en la cafetería. He imaginado este momento en mi cabeza tantas veces, cómo la sorprendería, su cara al verme. Ahora ni siquiera sé cómo reaccionar.
—Lukás...
Nadie pronuncia mi nombre como ella. Maldita sea. Vamos, di algo. Que has vuelto para quedarte, que la has echado tanto de menos que te duele recordarlo. Que lo siento con toda mi alma. Que fuiste un absoluto imbécil.
—No me lo puedo creer —siento el estupor a través del timbre de su voz, incluso está asustada. Ojalá tuviese la valentía de cruzar esa barra y abrazar su cuerpo entre mis brazos. Como otras tantas veces—. Creí haberte visto ayer, tocando en la calle pero, cómo tienes la cara de presentarte aquí como si nada.
Está enfada, lo sé. Me sorprendería que no lo estuviera. Le di toda una maraña de falsas esperanzas que yo mismo me encargué de romper en añicos sin ninguna clase de escrúpulos.
—¿Recibiste mi correo? ¿Cómo se te ocurre dejarme solo una foto? Yo... necesito sentarme un segundo.
—Me pones un café solo, por favor.
Ni siquiera soy consciente de en qué momento esas absurdas palabras salieron de mi boca.
—Me alegro de volver a verte, Lola. No sabes cuánto.
—No puedo creerlo...
Acto seguido, escucho como maldice en voz baja y se aleja. El chirriante ruido de la antigua máquina de café aborda mis oídos. Sin embargo, yo no puedo oír nada más allá de mi nombre saliendo de sus labios. Está más que enfadada. Y es normal. Normal y completamente lógico. Me comporté como un auténtico imbécil. Un cobarde. Pero no he vuelto a España solo por mi carrera. Y ella tiene que saberlo.
—Aquí tienes —anuncia la chica con tono seco, tajante.
Deja la pequeña taza de café sobre un plato de cerámica, haciendo que impacte contra la barra del local. Escucho sin dificultad el sonido de la cucharilla golpeando la superficie del plato, lo que me permite capturarla entre mis manos al primer intento. No obstante, no ocurre lo mismo con el sobre de azúcar, el cual, se cae al suelo al coger la cucharilla con dedos torpes.
Ahora no, joder. Ahora no.
—Mierda...
—¿Necesitas algo más? —me pregunta Lola delante de mí.
—Yo, bueno, necesito un sobre de azúcar, por favor.
—El suelo está limpio de hace menos de dos horas, Lukás —espeta exasperada—. No creo que vayas a contagiarte de salmonella si lo recoges del suelo. Mira, a tu derecha, está justo ahí.
De nuevo, ese característico temblor se adueña de mi, igual que hace ya casi cuatro meses. Esa inseguridad me acompañó desde antes de abandonar el hospital, por culpa de ese accidente. Eso jodido accidente que destrozó una parte de mí, de mi vida. Para siempre.
Me agacho hasta el suelo, pero mi mano no logra alcanzar el sobre de azúcar. Incluso me veo obligado a disculparme con un nuevo cliente que pasa por mi lado, a quien le propicio un golpe con mi mano sobre su pierna al caminar. Me incorporo, con los puños cerrados sobre mis caderas.
—No... No puedo. Lola, no puedo verlo— mi voz se entrecorta. No puedo, no con ella. No es el momento. Nunca tendría que por qué existir este momento—. ¡Joder!
Frustrado, decepcionado, cabreado conmigo mismo abandono la cafetería. Seguramente, bajo la atenta mirada del resto de personas que gozaban tranquilas de una mañana normal en sus vidas.
Nunca ha estado entre mis planes decirle a Lola que tuve un accidente el día que vi como mis sueños podían cumplirse.
Que, con el diploma en la mano, un coche impactó contra mi cuerpo, precipitándome contra el asfalto.
Que el conductor de aquel vehículo se dio a la fuga. Dejándome ahí tirado, inconsciente.
Que los médicos me trataron las luxaciones y fracturas que mi cuerpo sufrió a causa del impacto.
Las lágrimas de mi madre al encontrarme despierto en aquella fría habitación de hospital.
Mis lágrimas al abrir los ojos.
Nunca ha estado entre mis planes contarle a Lola como perdí la vista en ese accidente. Para siempre.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro