CAPÍTULO: 10
LOLA
Después de ver a Lukás, los padres de Abril le llamaron para asegurarse que de que volvía a casa para la hora de la cena con el tiempo suficiente y yo decidí acompañarla hasta la parada de tranvía más cercana. De eso, ya han pasado dos horas o incluso más, he perdido la noción del tiempo. Parece como si mi mente se hubiese quedado alojada en aquella melodía de guitarra, en la voz de Lukás. No puedo sacármelo de la cabeza. No después de verle en plena calle. No puedo pero, por otro lado, tampoco quiero. Mentirme a mí misma una vez más no me sirve de nada. Una parte de mi quiere olvidarlo, hacer como si esta tarde nuestros caminos no se hubiesen cruzado de nuevo. Y, otra parte de mi, quiere buscar respuestas para poder avanzar y cerrar esa fisura que era Lukás.
Verle tan suelto, sumergido en aquella canción, ha sido como estar de nuevo en aquella sala de cine. Fue la primera vez que tuve esa extraña sensación de congeniar a la perfección con tu mejor amigo de la infancia, a pesar de acabar de conocer a esa persona. He sentido de nuevo toda esa curiosidad que me generó coincidir con él por primera vez. Porque nunca antes había experimentado algo así, jamás me había quedado sin palabras. Con él no hacían falta. Reencontrarme con Lukás de nuevo me ha hecho pensar por un instante que nunca llegó a irse, que continuaba siendo mi mayor punto de apoyo. Que me dedicaba cada una de sus canciones.
Con viveza, froto mis ojos con las palmas de las manos. Heart on fire de Jonathan Clay suena de fondo en mi lista de reproducción. Mi cabeza no para de girar, esquivando pensamientos que me hagan chocarme de bruces con la cruda verdad. Las yemas de mis dedos tamborilean al ritmo de la canción. Al llegar el segundo estribillo, mis ojos se desvían a aquella fotografía, ahora hecha una bola de papel arrugado, sobre mi escritorio. A pesar de su estado, la dirección de correo electrónico escrita a bolígrafo se intuye en una de sus caras, intacta. Puede que sea la idea más descabellada que mi mente ha podido maquinar, pero el corazón está a punto de salirse de mi pecho. Suplicándome a gritos lo que mi cabeza ha intentado evadir durante estos años.
Cierro los ojos con fuerza y alcanzo mi ordenador portátil viejo. El tiempo que tarda en encenderse el sistema operativo, atrapo de nuevo aquella imagen entre mis manos y la desdoblo. Acaricio los bordes de mi silueta capturada en ella, perfilando sus bordes arrugados y desgastados. Tal vez este sea el mayor error de mi vida. Pero necesito conocer todas las respuestas para poder avanzar. Para poder recuperar esa parte de mí atrapada en aquel verano de película.
Accedo a mi cuenta de correo electrónico e, igual que narra la canción, con el corazón ardiendo y el miedo recorriendo cada poro de mi cuerpo, escribo con manos temblorosas la dirección que aparece anotada en el extremo de la fotografía. Tengo muy claro cuál va a ser el cuerpo de mi mensaje. Algo que solo Lukás y yo sabemos. El comienzo de la frase que nos marcó a ambos.
Asunto: Sin asunto.
La vida es un salto al vacío...
Y el final, solo puede completarlo él.
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