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CAPÍTULO: 1

LOLA.

A las personas nos construyen las vivencias, las mismas que nos acaban destruyendo. Somos la mezcla imperfecta de las risas que te hacen llorar y lágrimas que todavía abren heridas, desamores, esos que luego terminan en el olvido, hechos cenizas, por amores nuevos. O viejos. Somos amor propio, a veces en poca cantidad. Demasiada poca cantidad. Somos el resultado de juntar los más altos sueños con las caídas desde las nubes, de los pies en la tierra y el corazón en llamas, amistades amargas y besos dulces, familias unidas y, otras, que ya ni siquiera la magia de la Navidad consigue juntar. La sociedad, la cultura y religión impuestas o elegidas, posiblemente, igual que tus estudios. O no. Esas conversaciones incómodas, los silencios placenteros, las noches descontroladas y sus mañanas de resacas terribles que parecen no tener fin. Como las luchas eternas de amor entre sábanas enredadas y sudor. El abrazo de un hermano y el calor de una madre. El sabor ácido de las despedidas. O los encuentros amargos y los que te dejan con la miel en los labios.

Todas estas y miles de cosas más, son las que hacen que los seres humanos seamos como somos, estemos hechos cada uno de su pasta, de su padre y de su madre como quien dice. Te convierten en quien eres, te moldean como una figura de arcilla, esperando a que todos sepamos para qué nacimos, a dónde vamos y por qué. Por qué no tienes más amigos. Por qué te comportas como un chico si eres una niña. Por qué no estudias lo mismo que tus padres. Por qué te casaste tan joven. Por qué nunca lo has hecho. Por qué quieres dejarlo todo.

No es mi caso. Yo no lo sé. No tengo ni la más remota idea.

Mi nombre es Lola. Lola a secas. Junto al apellido de mi madre. Todos los demás me sobran. No necesito ninguno más, tampoco los conozco, ni creo que los quiera conocer. Por mucha curiosidad que despierten en mí cada noche las raíces que nunca conocí, me deshago de ella cada mañana al despertar. No es algo relevante en mí a día de hoy.

No conocí a mis abuelos, murieron cuando mi madre era muy pequeña, en uno de los multitudinarios atentados terroristas que sufrió el país hace unos cuantos años. Eso era lo que mi madre me contaba siempre cuando era una niña. Ahora tengo veinte años y la palabra "morir" creo que no es la más indicada para describir lo que les ocurrió. Es cierto que todos vamos a hacerlo, es ley de vida, pero a mis abuelos les arrebataron la vida. Ellos no habían decidido morir.

Tengo un hermano mellizo, Bruno. Él tampoco conoce a nuestro padre y, prácticamente, tampoco me conoce a mí. Ninguno sabemos nada el uno de otro. Seguramente, si le viese por la calle no le reconocería. Tal solo guardo una foto vieja donde salimos ambos, el día de nuestro primer cumpleaños, sentados sobre el regazo de nuestra madre.

Ella fue prostituta. Mi madre. Y, al igual que mis abuelos no decidieron morir, el sueño de mi madre no dedicarse a esa profesión. Fue su última baza antes de que la propia vida le ganase la partida. Su sueño siempre había sido abrir su propia cafetería, una llena de libros y rebosante de poder feminista. Un lugar donde ninguna conversación fuese censurada siempre que se acompañase con una buena taza de café, donde la gente que entrase se sintiese como en casa, donde las mujeres fuésemos las protagonistas de charlas y coloquios. Mi madre quería hacer de su cafetería un refugio. Y sí, fue una prostituta. Antes de dedicarse a ello, trabajó en infinidad de oficios, unos mejor pagados que otros y todos ellos, sin duda, mucho mejor vistos que este. No disponía de ningún tipo de estudio superior y, tras la muerte de sus padres, tuvo que sobrevivir hasta que, con todo el esfuerzo que ella y su alma pusieron, sacó adelante su soñada y anhelada cafetería y a dos hijos. Sola.

Ahí fue cuando mi madre dejó de sobrevivir para empezar a vivir.

Durante mi primer año en el mundo, me crié junto a mi hermano y mi madre. Yo era muy pequeña así que solo recuerdo aquello que mi madre me contaba, por ejemplo, lo mucho que me gustaba disfrutar jugando con mi hermano o lo mucho que el amaba divertirse en el campo. Pero luego, todo se torció con la enorme crisis que difuminó al país. Despidieron a mi madre de su trabajo como limpiadora y ella se vio desbordada. Estaba sola, con sus dos hijos pequeños. Me contaba que tuvo días donde rozaba el límite de, incluso, plantearse volver a la prostitución y conseguir dinero fácil y suficiente como para mantenernos los tres. Ante la idea, mi tía, la única hermana de mi madre, y su marido respondieron haciéndose responsables de cuidar a mi hermano todo el tiempo que fuese suficiente. Ella no tuvo otra opción que aceptar.

Puedo asegurar que así fue, nadie conoce a mi madre mejor que yo.

Bruno se marchó a vivir con nuestros tíos lejos de la ciudad, ni siquiera recuerdo a dónde. Ni el timbre de su voz. Ni al él.

Todo lo que sucedió años después tampoco fue decisión propia de mi madre, pero la vida le estaba jugando un nuevo pulso, este incluso más difícil de ganar.

La situación económica y social del país volvió a la normalidad dentro de sus límites y, de nuevo, mi madre retomó la cafetería. Desde donde alcanza mi memoria hasta hoy, solo guardo recuerdos de mi madre sacando adelante el negocio. Parte del dinero que ganaba se lo enviaba a mis tíos, para que a Bruno no le faltase de nada por parte de su madre. Ella siempre nos tenía presentes a ambos, a pesar de las adversidades.

Yo tenía una vida normal dentro de lo que se considera habitual para una niña de mi edad. Iba al colegio, tenía mi grupo de amigas y, en mis ratos libres, me encantaba dibujar y ver las diferentes fotos que mi madre tenía colgadas en las paredes de la cafetería. Una vida normal, cotidiana a mis ojos, pero nunca en los de los demás. Para mí, mi madre era una madre común, tan solo me llamaba la atención su pelo, siempre de un color rojizo encendido e intenso. Esa era la única diferencia que mí. Mi pasado de siete años no comprendía esas miradas de desprecio y prejuicios que recaían sobre mi madre, todas de desconocidos por supuesto. Nadie que llegase a conocerla a fondo era capaz de infravalorarla por su pasado, nadie.

Ella era y es mi mayor referente, en todo, digan lo que digan de ella quienes no la conocen lo suficiente. Ella era mi espejo.

Tendré dudas sobre quién soy, pero sé que mi madre fue hija, luchadora, valiente, mujer, humana y la mejor madre del mundo. Detrás de todo eso, mi madre es seropositiva. Por puta. O eso dicen las lenguas envenenadas. Incluso desde antes de ella misma saber que padecía la enfermedad. Juzgar sin saber ni conocer, pasen los años que pasen, seguirá a la orden del día.

Mi referente colgó el delantal, manchado todas las mañanas por restos de masa de galletas y salpicaduras de café, para sustituirlo por una alta carga viral de VIH. Un nuevo peso a sus espaldas que llegó a ella de manera silente. Desde hace ya más de tres años, me ato con una doble lazada ese mismo delantal al cuello y atiendo el sueño de mi madre y, al llegar a casa, cuelgo el delantal para cuidar de ella. Orgullosa.

Todos los días. Todas las semanas de los doce meses del año. Por ello, hoy no iba a ser un día diferente. Nunca lo son, ya me he concienciado de ello. Y no me importa.

Me despierto diez minutos antes de que suene la alarma insoportable de mi despertador. Sin mirar, pues ya me resulta automático, alargo el brazo hasta palpar la mesilla de noche y alcanzo con mi mano un teléfono móvil antiguo de mi madre y unos auriculares ya conectados al mismo desde la noche anterior. Los introduzco en mis oídos y pulso el play de la última canción que había quedado reflejada en la pantalla. La letra y melodía de Riptide de Vance Joy inunda todos mis pensamientos, impidiendo que en mi mente haya sitio para nada más. Dejo que suene en bucle el tiempo suficiente como para permitirme cerrar los ojos y evadirme durante los minutos que dure la canción. Siento como mi cuerpo se relaja mientras mis dedos juguetean con el colchón al ritmo de la música.

El estruendoso ruido del despertador amenaza de nuevo con romper la paz como cada mañana. Suspiro resignada, apago la música y dejo el móvil enchufado mientras se carga la batería. Comienza un nuevo día, otro más.

Me dirijo al baño a lavarme los dientes cuando, desconcertada, escucho el ruido de la cafetera. Otra vez.

Camino arrastrando mis pies perezosos por el pasillo hasta toparme con la intensa luz amarillenta de la cocina. Mi madre, con cara de sorpresa, me contempla con una taza con un logo de propaganda vacía entre sus manos.

—Mamá... ¿Qué te dijeron los médicos? —me aproximo hasta ella y deposito un suave beso en la frente de mi madre—. Cuanto más tiempo estés descansando, mejor. ¿Recuerdas?

Con un gesto amable, recoloco la gruesa tela de la bata de mi madre sobre sus hombros y la reconduzco hasta su dormitorio.

—Hija, me siento inútil en esa cama, ya lo sabes. No soy una anciana.

Claro que lo sé. A sus cuarenta años, veo como la vitalidad de mi madre se marchita cada día un poco más. Hasta que se debilite del todo, y soy consciente de ello. Y no, no tengo miedo. Creo.

—Venga, voy a prepararte el desayuno como a ti te gusta.

Acompaño a mi madre de nuevo a su cama y le arropo, igual que ella hacía conmigo, antes de que nuestros roles se invirtiesen. Dejo el café preparándose, unto una rebanada de pan con aceite y una loncha de pavo encima y exprimo un par de naranjas para hacer zumo. Coloco el desayuno en una bandeja pequeña y lo llevo todo a la cama de mi madre. Cuando llego, ella ya se encuentra plácidamente dormida, incluso diría que hasta sonríe. Para no despertarla, dejo el desayuno recién hecho sobre su mesilla de noche y, durante unos segundos, permanezco inmóvil, observándola, grabando en mi memoria todos los detalles de esa imagen. Sus arrugas del paso de los años, llenas de vida, su llamativo cabello, su nariz ligeramente respingona, sus finos labios y la constelación de pecas que decoran nuestra nariz y mejillas.

No es justo. A ella no.

Resignada y con pasos cautelosos, me dirijo al baño para terminar de asearme. Dejo que corra el agua fría del grifo durante unos instantes y, con mis manos, me lavo la cara un par de veces. Por primera vez en la mañana, observo mi rostro en el espejo del baño. Definitivamente, me faltan horas de sueño. Trato de peinarme con los dedos mi cabello oscuro, corto. No el típico corte de melena por encima de los hombros no, corto. El señor Collins, un cliente habitual en la cafetería, siempre me dice que, como lo corte más, el siguiente paso es alistarme en el ejército. Pero para mí, esta es la largura perfecta. Con un poco de agua, coloco dos mechones por detrás de mis orejas, dejando a la vista los pendientes que las adornan. Finalmente, aplico un poco de máscara de pestañas para que, al menos, pueda resaltarlas un poco y abandono el cuarto de baño. Cojo las llaves, un poco de dinero y salgo del piso. Tan solo tengo que bajar a la planta calle y cruzar la misma para llegar hasta a Muse's, la cafetería de América, mi madre.

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