Historia VIII A
Sinopsis: Katsuki pasa un día en la playa recordando cosas que tal vez no debería recordar.
Número de Palabras: 2272
Advertencias: Contenido adulto. NSFW
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Hace calor.
Un calor insoportable que espesa el aire hasta convertirlo en algo irrespirable, haciendo que resulte imposible caminar descalzo sobre la arena caliente. Solo pocos se aventuran a recorrer la corta distancia que separa la línea de tumbonas de las olas tibias que lamen la orilla, el resto se ha refugiado bajo las sombras creadas por las sombrillas que, plantadas en la arena como ramas inestables, soportan los rayos del circulo amarillo que destaca en el cielo como una yema cocida.
Es el último verano antes de que tengan que salir al mundo a construirse un camino como recién estrenados adultos. El último verano que tal vez los reúna a todos ahí, en la playa, bajo el sol inmisericorde y la arena hirviente. Y es un verano tan seco que si miras al horizonte las formas se desdibujan como si se escondieran tras un vidrio empañado.
—¡Hace calor! —gruñe Ashido recostada en la toalla con su diminuto bikini negro que exhibe su cuerpo torneado y firme; a su lado, Uraraka gruñe con ella aunque permanece inmóvil como si la sola idea de levantar un brazo pudiera generar más calor del que puede soportar. Ella también viste un traje de baño de dos piezas con las piernas cubiertas de arena y el pelo enredado. Ambas han abandonado su partido de voleibol para refugiarse del tiránico sol.
El resto de sus compañeros yacen desperdigados por la zona que han delimitado como suya con sombrillas, toallas y una cubierta improvisada creada por mano de la siempre útil Yaoyorozu. Aquellos que han huido a la sombra ahora se apiñan en grupos para charlar, escuchar música o echar una partida de cartas, otros –como Katsuki– se ven adormecidos por el calor del día.
Sentado en la tumbona del hotel, bajo la inmensa sombrilla de color rojo –un rojo triste señal de que ha pasado mucho tiempo bajo el sol– Katsuki no lucha contra lo inevitable; está acostumbrado a dejar que el sudor lo cubra de pies a cabeza, la sensación pegajosa no lo incomoda ni tampoco lo irrita. Lo que le fastidia es no poder respirar, el sentir que cada bocanada que toma hace entrar arena y no aire. Para combatir el sofoco tiene una botella de agua a la mano con la que humedece una tolla para limpiarse la cara cada vez que necesita refrescarse, fuera de eso se limita a existir en esa tumbona, completamente quieto, dejando que el calor se le meta en los huesos y que el sudor se escurra por su piel.
—¡Me muero! —repite Ashido con su voz de niña malcriada enderezándose sobre su toalla para abanicarse con expresión irritada, entonces su rostro se ilumina como si acabara de llegar Navidad y tuviera frente a ella su regalo favorito—. ¡Kaminari! ¡Hanta! ¡Los amo!
El resto mira en la dirección que ella señala para ver al dúo con una hielera larga corriendo en la arena caliente en sandalias y bermudas mientras el sol cae sobre ellos a toda potencia. Dos figuras delgadas y atléticas que reciben gritos de deleite y palmaditas cuando arriban a la sombra con una hielera llena de postres fríos. Lo que antes era un grupo adormecido se convierte de pronto en un puñado de hormiguitas que rebuscan en la hielera algo para picar.
Katsuki no se mueve. En primera porque el calor existe dentro de él y ha convertido sus huesos en masilla inútil, y en segunda porque no soporta las cosas dulces. Le basta ver a sus compañeros desenvolviendo paletas heladas, emparedados fríos y bebidas con hielos en colores básicos para saber que no hay nada ahí que vaya a gustarle. Lo dulce no es para él.
—¿Estás dormido? —pregunta Denki salido de ninguna parte mientras se para junto a la tumbona en la que Katsuki reposa con sus lentes de sol y sus bermudas de color naranja.
—Sí —responde Katsuki absolutamente inmóvil agradecido de tener los lentes de sol que cubren sus ojos traidores y le permiten espiar sin riesgo la capa de sudor que rodea el pequeño ombligo en el estómago que tiene enfrente.
—Una lástima —dice Denki con esa sonrisa traviesa de ojos chispeantes, dorados como el sol e igualmente abrasadores—, entonces te dejo esto aquí. Sé que te gusta —añade antes de dar media vuelta para volver junto a la hielera.
Bajo sus lentes de sol Katsuki toma nota de la espalda esbelta admirando esos hombros redondos y ligeramente musculares. Siente curiosidad por la curva de esa espalda que acaba en una cintura delgada bajo la cual se asientan esos dos huequitos que parecen pedirle a Katsuki que ponga los dedos encima. Dos hoyuelos que brillan por la delgada capa de sudor que los cubre.
Y es que hace calor.
Un calor que le revuelve la sangre y encoge su estómago. El sol se le ha metido dentro y lo único que puede pensar es en que tiene la boca seca y las manos calientes, lo descubre cuando toma el vaso de plástico que Denki ha puesto sobre el reposabrazos de su tumbona. Un vaso que deja una marca circular sobre la base de madera y que tintinea cuando los cubitos de hielo en su interior se agitan entre sí.
A diferencia de las bebidas en colores llamativos que sus compañeros toman la suya es de un color café lechoso. Supone que es algo que incluye café y leche, y la idea lo hace fruncir la nariz porque el café no es, ni ha sido nunca, algo que se encuentre en su espectro de "gustar". Que Denki crea que puede gustarle un cappuccino frío hace que algo dentro de él se agite, algo parecido al desencanto y la desilusión, pero se niega a prestarle atención. Solo por confirmar sus sospechas mete el popote en su boca y sorbe.
Para su sorpresa no es café, es un Té Chai Latte frío. Lo cual es muchísimo mejor y entra sin duda en su categoría de gustar porque es una combinación de especias amargas y ligeramente picante entre las que distingue té negro, cardamomo, y canela. Se lo bebe con calma sin dejar de mirar el alboroto que se arma en torno a la hielera. El liquido frío se desliza por su boca caliente y refresca su garganta seca, puede sentirlo viajar por esófago hasta su estomago calmando el calor en su interior.
El brusco cambio de temperatura hace que su garganta proteste y lo obliga a bajar su bebida fría, el resto de su cuerpo permanece exactamente igual, lánguido y extendido sobre la tumbona de madera que empieza a enterrarse en sus hombros y trasero. Quiere moverse pero eso requiere más energía de la que tiene así que se mantiene igual, con el vaso en la mano, las piernas extendidas y los ojos fijos en la hielera que está justamente enfrente. Y por eso sus ojos se posan en las personas que la rodean y charlan, especialmente en Denki que se sienta con las piernas cruzadas mientras desenvuelve una paleta de nieve sin dejar de reírse con Hanta, Ashido y Uraraka.
Es una paleta de color verde –posiblemente lima, limón o tal vez kiwi– sujeta por un palito de madera diminuto que el rubio sostiene entre el índice y el pulgar. En lugar de metérsela a la boca, Denki la mueve al ritmo de sus ademanes: La alza cuando intenta enfatizar un punto, la usa para señalar, la agita cada vez que se ríe. De vez en cuando se la lleva a la boca para chuparla sorbiendo el líquido dulce que se desprende de ella.
Y es que hace calor.
Un calor denso que burbujea en la planta de sus pies y sube por sus piernas hasta asentarse en su estómago. Es un calor tan seco que provoca que el vaso de plástico que sujeta sude también así que se ve obligado a cambiarlo de mano y después se limpia la humedad contra su estómago desnudo. La sensación de piel fría contra piel caliente lo hace estremecer desvaneciendo la modorra dentro de él hasta despertarlo. Se remueve en su tumbona pero sigue mirando, oculto bajo sus lentes oscuros y lejos de la atención del resto.
Denki come su paleta como un niño. Un niño que no tiene reparos en batirse las manos, lamerse los dedos y ensuciarse la nariz. Es francamente repugnante. Tan repugnante que resulta imposible quitarle los ojos de encima. Su paleta se deshace pero él no tiene prisa, no parece tener prisa por acabársela. Algo sorprendente dado que Denki es la clase de persona que quiere terminar todo al primer momento, que quiere la recompensa inmediata, que quiere el aquí y el ahora, todo combinado en una satisfacción instantánea.
No hace eso con la maldita paleta.
No.
A la paleta se la chupa con una calma estudiada, lametones largos desde la base hasta la punta, para después cerrar los labios –esos labios rosados y mullidos– en torno al extremo superior para succionar el sabor. Todo mientras oye a los demás charlar, entonces se ríe y el gesto hace que la paleta vuelva a salir de su boca, vuelva a balancearse entre sus dedos mientras sus voces intercambian insultos e historias.
A veces la paleta amenaza con derretirse, su base gotea sobre los dedos de Denki, y él –el bastardo torturador– chupa la base hasta quitar el exceso, cambia el palillo de mano para lamerse los dedos pegajosos con una despreocupación que debería ser marcada como delito criminal porque se los mete a la boca, uno a uno, para limpiarlos con su lengua aterciopelada y fría creando esos sonidos de succión que parecen poner a prueba la paciencia de Katsuki. El hecho de que la paleta se esté derritiendo en sus manos tampoco le mete prisa a Denki. No. El bastardo sonríe, charla y sigue succionando esa paleta hasta que inevitablemente el hielo se resquebraja en su boca y el resto sucumbe ante el calor salpicándolo todo.
Y es que hace calor.
Un calor pegajoso que Katsuki siente en el cuello y en los hombros, que hace espirales dentro de él y lo hace pensar en cosas que no debería pensar. Cosas como unas duchas vacías llenas de vapor caliente, húmedas y resbalosas, tan resbalosas como el cuerpo de Denki cuando se frotaron juntos presionados contra los azulejos del baño. No debería pensar en cómo Denki sabía a sudor, en cómo cerro la boca en torno a sus dedos y succionó mientras ambos buscaban el encaje perfecto a riesgo de tropezar en el suelo mojado. No debería pensar en Denki y su lengua caracoleando dentro de su boca. O en Denki y sus manos mientras los masturbaba juntos.
Y ciertamente no debería pensar en lo que se sentiría tener a Denki entre sus piernas chupándolo como si fuera una paleta, lento y estudiado, sorbiendo cada gota de sudor que su cuerpo genere y lamiéndolo de la base a la punta en una sinfonía tortuosa. No debería pensar en que le gustaría succionar esa lengua –ahora teñida de verde– mientras posa las manos calientes en ese vientre plano para deslizarlas bajo las bermudas de color amarillo. Y tampoco debería pensar en cómo le gustaría recorrer los músculos de esa espalda que parece sedosa mientras se bebe el sudor de su cuello.
—¡Kacchan, a dónde vas! —pregunta Deku cuando le pasa encima a él y a Todoroki que comparten la misma toalla inmensa.
—¡Muérete! —le grita porque en ese momento tiene prisa por alejarse del sol.
El sol que se le ha metido en la sangre y bombea entre sus piernas haciendo difícil que su mente consiga centrarse. Le impide dejar de pensar en todas esas cosas en las que no debería pensar: Cosas que ocurrieron –que no han vuelto a ocurrir y que con toda probabilidad no volverán a ocurrir jamás– y cosas que no han ocurrido –y que posiblemente nunca ocurrirán–. Por eso Katsuki necesita alejarse del sol del verano, de la imagen de Denki sentado con el palito de madera en una mano y el pecho salpicado de los trozos de paleta destrozada. Tal vez de esa forma consiga ahogar el deseo de ser él quien lama los ríos de dulce que se deslizan perezosos hacia ese ombligo tentador y diminuto.
Porque, carajo, a Katsuki ni siquiera le gustan las paletas de hielo dulce. Para confirmárselo se bebe su latte sin pausa, saboreando la canela y la leche, el intenso sabor del té negro que deja un regusto amargo en su boca porque –y solo en ese momento lo nota– aunque tiene azúcar no sabe dulce. Para nada. Es perfecto. Justo como le gusta. Katsuki se lo acaba hasta que solo quedan los hielos tintineando en la base y tiene la garganta destrozada por el frío. Y ni aún así consigue calmar el calor.
Y es que hace calor.
Es un calor insoportable el de ese último verano en el que todos estarán juntos antes de que cada uno de ellos se marche para no volver nunca. Es un calor intolerable el que le ruge en la sangre y lo hace pensar en cosas en las que no debería pensar.
Arriba, en el cielo, el sol es un disco amarillo que avanza sin detenerse deleitándose con las calles vacías y el mundo aletargado. Allá, en la playa, la arena sisea de tan caliente que está mientras los incautos gruñen de dolor cuando tratan de cruzarla con los pies descalzos. Y ahí, paseando bajo la sombra de un edificio cualquiera, Katsuki mastica los hielos sobrantes de su latte mientras intenta no pensar en el calor que siente cada vez que Denki le sonríe con esa mueca picara y esos ojos tan brillantes como el sol.
Además no importa, porque es el último verano antes de que todos salgan a convertirse en adultos y él sabe perfectamente que la posibilidad de que vuelva a encontrarse con Denki es absolutamente nula. Lo sabe. Su encuentro en el baño ha sido único e irrepetible. Lo sabe.
[...]
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