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Romance prohibido en la Academia Nocturna de Landbridge.

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Irïme se encontraba perdida en sus pensamientos. No había espacio en ellos para nada más que una cosa: su profesor de música. Siempre hubo algo extrañamente atrayente en los maestros de música... o al menos a Irïme Le Rouge le parecía con el suyo. Nathaniel Barlow era un hombre maravilloso tanto en apariencia como en personalidad. Pero como la personalidad no es lo primero que ves en alguien, Irïme estaba bajo el hechizo visual que le ofrecía Nathaniel.

A la joven le parecía, cada vez que le miraba, que tenía la piel más tersa de todas, como la de un bebé albino. Y era verdad. Nathaniel tenía una nariz completamente recta y afilada, unos labios delgados y casi tan rojos como una fresa recién cogida de la cosecha. Y sus ojos... sus ojos eran grandes, entrañables y encantadoramente marrones, custodiados por pestañas espesas y oscuras sobre la cuales había un par de cejas perfectamente simétricas de igual tono que su cabello: castaño oscuro. Éste le caía, en mechones, hasta un poco más debajo de las orejas perfectamente proporcionadas con respecto a su rostro, ligeramente alargado, pero elegantemente simétrico.

Cada vez que Irïme debía pasar su tarea directamente, no perdía tiempo en detallar el resto de las cosas sobre su profesor. Había notado que, a pesar de ser un hombre que tocaba magistralmente el violín, sus manos eran extremadamente suaves y las puntas de sus dedos muy tersas. Lo sabía porque se había tomado el atrevimiento, una vez en clase, de pedir una explicación más profunda sobre algunos acordes que no lograba hacer sonar correctamente. Nathaniel le había tomado de las manos y ella se había dado cuenta de todo lo anterior. Irïme enrojecía cada vez que recordaba la escena y recordaba también que, después de disculparse torpemente, Nathaniel le había replicado con una sonrisa de marfil, que parecía hecha por manos divinas.

Y ni hablar de su manera de vestir... Todo en él era armonioso y perfecto. Cada cosa en su lugar. Su presencia contrastaba con la elegancia de la Academia Nocturna de Landbridge, que no era cualquier lugar si no el más costoso de todo el país.

Irïme casi perdía la razón cuando le tenía cerca. Se mareaba, se acaloraba, enrojecía y le temblaban las piernas. Había algo que inevitablemente la atraía hacía él. Pero había algo angustiaba siempre a la muchacha: la diferencia de edad entre ambos era abismal... Demasiados años de diferencia la separaban de su gran amor. Aun así, guardaba la esperanza y, se regalaba el perderse en los ojos castaños y brillantes de Nathaniel.

—Irïme Le Rouge, por favor, pase en frente y sustente la lección de la clase anterior —le llamó el amor de su vida y tomó su violín con firmeza.

Su voz sonaba como los propios violines, en su cabeza de adolescente enamorada.

Irïme hizo lo que se le indicó, todo bajo la mirada castaña de Nathaniel, y una vez acabada la sustentación él le pidió su cuaderno de apuntes. La chica se acercó intentando parecer firme, ya que no quería parecer nerviosa, aunque lo más seguro era que ya lo hubiera notado. Sus mejillas enrojecidas la delataban demasiado. Nathaniel lo había notado hace muchísimo y fuera de parecerle tierno, le parecía perfecto.

De todas sus alumnas, ella era la que más fuertemente se sentía atraída por él y estaba seguro de que era la ideal, la indicada. Poseía algo que muchas ya habían perdido: la inocencia. La pureza de la pubertad de la que gozaba Irïme era un tesoro invaluable que no estaba dispuesto a perder... No estaba dispuesto a que el tiempo, con sus garras, corrompiera ni su cuerpo ni su alma.

—¿Puedo ir a sentarme? —preguntó ella con voz aguda.

—Claro, en un momento te devuelvo tus apuntes, Irïme.

El plan era dejarle una nota, sencilla y corta, que la citaba en la plaza central, junto a la fuente principal, después de clases.

Nathaniel pudo darse cuenta de que la chica ya había leído la nota por el calor que le subió a las mejillas junto con una sonrisa nacida de la más pura emoción que se coló hasta su boca. Así que, al terminar la última clase, Nathaniel se dirigió hasta la plaza y se dispuso a esperar.

Irïme fue a los lavabos primero y se peinó un poco. Era una chica preciosa, pero estaba demasiado nerviosa y su piel lucía ese tono pálido desagradable. Miró por la pequeña ventana de la estancia. Ya había oscurecido por completo y el viento soplaba muy fuerte. Fuera se escuchaban las aves nocturnas que se refugiaban en el bosque aledaño. Cuando por fin se acercaba a la plaza, se acomodó un poco su uniforme, no tenía la intención de parecer desaliñada.

—Bue... buenas noches, señor... ¿Para que me necesitaba? —Preguntó tímidamente, abrazando su violín.

—Acércate —pidió él, extendiendo su mano con elegancia. Ella no dudó en tomarla de inmediato.

El tacto era perfecto, ambos se maravillaron casi simultáneamente. La mano de ella era tan pequeña y cálida; la mano de él tan suave y gélida.

Nathaniel no pudo evitar halarla contra sí. Era tan pequeña, y su aroma tan exquisito era magnificado por el sonido de un corazón que podía oír nítidamente. El cosquilleo que le producía la sangre de la chica corriendo ansiosamente por sus venas hasta llenar su cara. Podía sentir el calor de sus mejillas contra su pecho.

—¿Me quieres? —Preguntó Nathaniel, con tono bajo y suave, en armonía con el viento.

—¡Le quiero demasiado! —Respondió Irïme, al borde de las lágrimas.

Nathaniel tomó el rostro de la chica entre sus manos y lo levantó hacía el suyo. Sus ojos cristalizados reflejaban la luna llena por completo, como espejos.

—¡Iría con usted a donde fuera! ¡No me importa nada más! —volvió a exclamar la chica, completamente entregada.

Al oír esto, Nathaniel experimentó una gran alegría. Él no era quien para negarle tal deseo a su hermosa diosa terrenal. Así que tomando de la cintura a Irïme, la inclinó un poco hacia atrás, sosteniéndola por la cintura y la espalda, para seguidamente dirigir su cabeza hacia el tierno cuello de la muchacha y darle un beso, tanteando la vena principal. Sintió como su amada se conmovía por aquella caricia. Luego sintió como se estremecía, pero por el dolor que le hubo producido el que él perforara su cuello y su vena con sus afilados colmillos.

Irïme estaba completamente feliz. No se había equivocado: él era perfecto y ahora ambos lo serían para siempre.


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