Parte VII
Eran las seis en punto de la mañana cuando una enfermera rubia y curvilínea entró a la habitación. Jude vigiló cada uno de sus movimientos mientras inspeccionaba a su madre. La mujer, terminó por salir apurada de allí, feliz de alejarse de la amenaza presente en esos ojos ámbar.
El Señor Malowe había despertado, y miraba obsesivamente a su esposa, como si se estuviera comunicando con ella telepáticamente, lo que le recordó a su hija cuando realmente creía que era así al ser más pequeña.
Jules suspiraba en cada exhalación, un reemplazo agradable del ronquido hereditario de los Marlowe.
Amy despertó cuando la luz en la habitación fue demasiada. Su cabello estaba despeinado, nada que ver a cuando la había conocido, unas ondas naturales formándose en las puntas. Lucía impoluta en su desprolijidad, incluso el brillo de su piel semi-oleosa le daba una magnificencia difícil de explicar.
— ¿Qué hora...?—comenzó a preguntar, cuando la enfermera volvió a entrar a la habitación, esta vez con una bandeja. Traía el desayuno, que dejó en la mesita de luz al apreciar que la enferma seguía dormida. Hizo un amague de despertarla, pero recibió a cambio las miradas amenazantes de los dos Marlowe presentes y despiertos. Ella se alejó, dando pequeños pasos en reversa, hacia la puerta. Cerró rápidamente la puerta, temiendo que le saltaran encima.
Jude rió levemente, recibiendo la aprobación de su padre.
—Seis y diez de la mañana—respondió a la pregunta no completamente pronunciada. Amy asintió y se paró a continuación.
— ¿Quieren que les traiga algo de desayunar?—ofreció. El Señor Marlowe negó, excusándose con que iba a comer lo que le trajeron a su esposa, pero, luego de ver el contenido de la bandeja, cambió de opinión y pidió un café con leche sin azúcar. Jude le pidió un café negro con muchos sobrecitos de azúcar.
Una vez que la pelirroja salió de la habitación, su padre le recrimino:
—Tú no tomas café.
—Papá, ya nunca desayuno o meriendo en casa, ¿cómo sabes que no cambié de opinión?—replicó Jude.
—Porque me habrías hecho comprar café instantáneo para todas esas veces en que sí desayunas o meriendas en casa—su hija sonrió, demostrando que él tenía razón—. Tu eres una chica de leche chocolatada—mencionó con cariño.
Ella hizo puchero.
—Papá, ya tengo veintiuno, no puedo seguir pidiendo leche con chocolate.
Él rió.
—Tu madre casi te dobla la edad y sigue enamorada de los caramelos ácidos; Jules tiene veintiséis y cada vez que pasa por un kiosco compra ositos de gomitas. No creo que tu edad debería restringir tus gustos.
Jude asintió.
— ¿Dormiste bien?—preguntó.
El hombre miró a la puerta incómodo.
—No dormí nada—confesó.
La chica se irguió en su asiento, indignada.
— ¿Es decir que escuchaste todo?—inquirió.
La puerta volvió a abrirse antes de que el hombre pudiera responder.
Amy tenía tres vasos llenos de café. Cerró con el pie la puerta a sus espaldas. Entregó a cada uno su brebaje correspondiente y se dejó caer al lado de Jude, quien llenó su líquido de azúcar, para poder disipar el sabor amargo.
— ¿Cuánto te debemos?—preguntó el Señor Marlowe, sacando su billetera del bolsillo trasero.
La pelirroja negó.
—No hace falta, considérenlo un detalle—él hombre parecía dispuesto a protestar, pero una advertencia en la mirada de su hija lo hizo callar.
—Gracias, Amelia—dijo en cambio. Ella asintió, aunque Jude podía decir que estaba emocionada por esa simple respuesta.
Un silencio se interpuso entre los conscientes, causando la duda de qué debían decir a continuación.
Jude ya estaba lista para la ocasión.
—Bueno, queda la pregunta más importante—comentó ella. Los otros dos la miraron confundida—; ¿cómo se te propuso?
Amy se tensionó de pies a cabeza, mirando incómoda, primero a Jude y luego al padre de ésta. Había una duda latente en su mirada, que se fue disipando ante la confianza de la castaña.
—Mientras no sea como en "American Pie, la Boda", o algo parecido, creo que estará bien—agregó Jude.
Amy rió levemente y asintió.
—Bueno, fue hace un mes—comenzó la pelirroja, lanzando vistazos inseguros al hombre que la contemplaba interesado—. Yo estaba enfocándome en el retrato de un niño que vivía en mi misma calle, Pablo. Pintaba en las escalinatas de su casa, para que su madre pudiera supervisar a su hijo. Entonces el niño comenzó a sonreír ampliamente, lo que le daba una imagen completamente diferente a la que ya estaba haciendo. Lo reté, le pedí que dejara de sonreír, pero él dijo: "no puedo parar, y tu tampoco podrás". No lo entendí, y comenzaba a sacarme de quicio.
Confesó eso último, llevándose una mano a la frente, sonriendo con culpa. Jude miró a su padre, que sonreía por inercia, sin darse cuenta.
—Me harté—exclamó, recordando exactamente lo que había sentido—. Me paré y comencé a bajar, pero entonces Pablo me llamó por mi nombre. Me di vuelta, y allí, en las escalinatas, detrás a donde yo había estado previamente, Jules se encontraba con un cartel que tenía una carita feliz dibujada. Me acuerdo que estaba confundida, sin saber exactamente qué decir, no entendía lo que pasaba. Él se acercó a mí, le dejó el cartel a Pablo, y se arrodilló. Fue cuando me lo preguntó.
Dejó que un silencio interrumpiera su narración, momento que se tomó para observar con amor al rubio.
—Me quedé muda, por mi mente no pasaba ninguna supuesta respuesta. Entonces miré alrededor, deteniéndome en Pablo, que sostenía el cartel con su mano izquierda, señalándolo con su mano derecha.
Amy bajó la mirada, avergonzada. Al levantarla estaba sonriendo, justo como indicaba el cartel.
—Le dije que sí.
Risueños, dejaron que el recuerdo se desvaneciera entre ellos.
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