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Parte IX

Julian estaba acostado en su cama, en la habitación en la que había crecido. Sus cortinas y acolchados de cohetes habían desaparecidos para ser reemplazados por unos de tela azul lisa. Amy estaba a su lado, las piernas de ambos entrelazadas.

— ¿Qué crees que no les gustó de mi?—preguntó la pelirroja, mirando el techo. Allí había pegatinas de las que brillaban en la oscuridad, con motivos de estrellas y planetas.

Julian suspiró, preguntándose, no por primera vez en la noche/día, qué tipo de seguridad le causaba a la gente las preguntas con respuestas difíciles. Su brazo rozaba el de su novia, y le costaba retener las ganas que sentía de tocarla, de tomarla entre sus brazos y protegerla del mundo.

—Creo que si te hubieran conocido en otro contexto no te hubieran repelido como lo hicieron—Amy lo recriminó con la mirada, exigiéndole que respondiera a lo que ella había preguntado. Él sonrió en disculpas—. Probablemente porque eres diferente, con tu cabello rojo, tu adorable acento y tu belleza exótica—ella, sonrojada, le dio un pequeño codazo, aún sin acostumbrase a sus halagos. Jules rió ante su reacción—. Pero lo que seguramente causó su previo desdén fue que tu presencia les hizo darse cuenta de que estaban, definitivamente, perdiendo a un hijo.

Los ojos de Amy se opacaron. Julian tomó su mano, mostrándole su apoyo.

—No todos tenemos la misma suerte—le susurró él, al oído—. Sé que puede sonar demasiado hipócrita, y vas a querer asesinarme apenas lo diga pero, si no te hubieras peleado con tus padres, yo nunca te hubiera conocido.

—Oye—exclamó ella, al advertir el tono de burla en la voz del chico. Él, riendo, se paró en la cama, le sacó la lengua, y salió corriendo.

La pelirroja le lanzó un almohadón al lugar donde había estado medio segundo antes.

Amy se paró, con el sentimiento de venganza rugiendo en su sangre y lo persiguió, tomándose un pequeño momento para tomar el almohadón del suelo.

Julian bajó las escaleras, pasando por el living, apuntando hacia la cocina. Amelia, que tenía los pies ligeros, lo alcanzó antes de que llegara al comedor, lanzando certeramente el cojín a la cabeza del rubio, causando que se desequilibrara y cayera. Ella rió, a dos metros de distancia del joven caído, sintiéndose verdaderamente feliz de tener esos pequeños momentos con la persona que amaba.

Jules se piso de pie y caminó hacia ella, alzándola por la cintura. La pelirroja tuvo que agarrarse de su cuello cuando él empezó a girar. Los gritos y las risas se confundían, hasta que finalmente unieron sus labios en un beso.

Un aclarado de garganta los interrumpió.

Los jóvenes se separaron rápidamente, quedando a un metro de distancia, mientras miraban a los que entraban.

La Señora Marlowe los miraba de manera estricta, mientras que tanto Jude como su padre tenían esa sonrisita tonta de cuando saben algo que otros no.

Amy y Julian, ambos completamente rojos, miraban el suelo como si allí estuvieran las respuestas para el examen de matemáticas para el que no estudiaron.

Luego algo aún más extraño sucedió.

La Señora Marlowe quebró su fachada de mujer recta y se adelantó, abrazando a Amy. La joven, sorprendida, se quedó estática por unos momentos, sin saber bien qué hacer. Procedió a darle torpes golpecitos en la espalda, esperando que no lo tomara como un atrevimiento.

Pasados unos segundos, la mujer se separó de ella, con los ojos húmedos.

—Niña—comenzó la madre de su prometido—, nada me haría más feliz en este momento a que tú te casaras con mi hijo.

Y rompió a llorar.

Amy, consternada, tampoco supo cuando fue que las lágrimas comenzaron a salir de sus ojos, pro se sentía tan feliz que poco le importaba.

El Señor Marlowe, acompañado por su hija, caminó hacia la cocina y adhirió con un imán el dibujo de Amy a la heladera. Ambos miraron sonrientes la nueva adquisición.

La inscripción, al final de la hoja, decía "Mamá", en la letra cursiva de Jude.

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