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Perrito

Mia acabó de organizar en el vestidor de Erick las pocas cosas que tenía, tras rescatarlas del hotel en el que estuvo viviendo durante los días en los que pareció habérsela tragado la tierra. No había pasado tanto tiempo, pero sí muchas cosas que hacían que la medida real de cada minuto pudiera cuestionarse, como un chicle que empieza bien, colorido, sabroso, definido, y acaba despintado, amargo y deforme.

Intentó colocarlo todo en un único cajón, todavía sin saber si la actitud de Erick aquella mañana tenía que ver con ella, como creía, o solo con el estrés de los últimos eventos que rodeaban la campaña, como le había asegurado él. Hizo un tetris de ropa y productos de cuidado personal en el cajón más cercano al suelo, como si intentara no molestar, que se notara al mínimo su presencia.

Hurgó en el botiquín del baño principal hasta encontrar la crema que sabía que Erick nunca dejaba de tener en casa: la de las magulladuras para los golpes de los entrenos de boxeo y muay thai. Se sentó en el inodoro cerrado y aplicó una porción generosa en el brazo, sobre el hematoma que resultó del momento en el que, aquella mañana, su ex la apartó de su camino, haciendo que se golpease con el perchero del recibidor.

Entonces tuvo la idea de hurgar los cajones del baño, uno a uno, minuciosamente. Empezó por los más predecibles, los que albergarían productos de limpieza facial, gel para fijar el pelo, aceite para peinar la barba, herramientas básicas de manicura.

Siguió por el que guardaba medicinas, vitaminas y cosas tales como muestras de producto destinadas a enranciar sin ser probadas, pequeños botes de viaje, o aceites esenciales. Continuó hasta llegar a los dominios de la asistenta que limpiaba casi a diario el piso. Nada fuera de lo normal, excepto por el hecho de que Mia no encontraba lo que quería encontrar: preservativos.

Decidió que la búsqueda podría extenderse a la habitación principal, al vestidor, al cuarto de invitados, a la cocina, al tendedero... nada. Cogió el móvil y pulsó el icono del micrófono para enviarle un audio:

Lo de estar matándote a pajas todos los días en la oficina, no te lo crees ni tú. He mirado en tu casa y no tienes condones, ni uno, ¡eres un guarro y un mentiroso de mierda! Lo único que me confirma esto es que te estás tirando a Paula, ¡y que quieres hacerle...

Volvió a pulsar:

Se me ha cortado esto... ¡Que le quieres hacer un hijo a esa mosca muerta! Por eso esa pose de mártir tan absurda, diciendo que yo había incendiado el colegio. Para que la vieras como la madre ejemplar... qué falsa y mala. Y tú, por eso no te atreves a tocarme. Si estás con ella, Er...

Pulsó por tercera vez:

¡La mierda esta! Erick, si estás con ella, ¿qué pinto yo aquí? ¿Y todo lo que me dijiste anoche era mentira? ¿Iba a un saco roto? ¿En qué momento aprendiste a jugar así con las personas? ¡No te reconozco!


Erick intentaba esquivar la mirada de Ruth, en un esfuerzo -destinado al fracaso- por evitar que Paula intuyera algo de lo que estaba pasando entre ellos. Aquella maniobra, juvenil y estúpida, y no los jugueteos descarados de el candidato frotando con el pie la entrepierna de su asesor por debajo de la mesa, sería, justamente, lo que destruiría su tapadera.

-Tenemos los mejores datos que hayamos podido soñar. Erick, Ruth, resulta que Don Leo acaba de rebasar su propia cota de popularidad, comparando los números que consiguió en sus mejores épocas como Diputado, Ministro de Educación y Presidente de la Comunidad de Madrid.

-¿Lo ves, Matallanas? Solo teníamos que ver tu carne dura, durísima, para arreglar esto -le dijo, mientras hincaba el pie sobre la tela de sus pantalones.

-Ehh... no exactamente, Ruth -intervino Paula-. Fingir la muerte de Erick fue un golpe de efecto, sin ninguna duda, pero todo lo que ocasionó: los disturbios, la confusión sobre mantener o aplazar las elecciones, el cuestionamiento sobre el extravío del cuerpo... eso nos perjudicó muchísimo.

-Paula, ¿nos ayudó o nos perjudicó? Me estás volviendo loco con tanto histórico y tanto dato, ¿vamos a ganar o nos vamos a la mierda?

-Simplificando mucho los datos, se supone que ganaremos; es decir, si las elecciones fueran hoy, las ganaríamos, pero estos datos en sí mismos no gozan de buena salud. En realidad son un milagro, producto de la cagada que se marcó Alicia Suárez yendo a destrozar a tu madre.

-Así que, si Suárez da una explicación convincente... nos volvemos a la cola de las encuestas -Erick mantenía los ojos en los papeles que descansaban sobre la mesa, esquivando descaradamente a Ruth-. Es así, ¿no, Paula?

-Si Suárez da una explicación, no hace falta ni que sea convincente, con que sea medianamente decente, y activa la búsqueda de pactos, sí, efectivamente, nos podemos ir a la cola de las encuestas.

-¿Sabemos qué pactos buscaría? ¿O qué cartas fuertes para jugar tiene? -Increpó Ruth.

-Creemos que tiene a Mary Mantilla -contestó Erick-. Su periódico es una mierda, pero su agenda de contactos es oro puro y es una mujer muy retorcida, mala, como un dolor de muelas.

-Si tiene a Mary Mantilla -le siguió Paula-, también tiene a Pedro Yánez, su exmarido, el periodista al que le dieron una paliza los Latin Boys por destapar que Erick estaba vivo.

-Y eso arrastra a su terreno a cualquiera que le tenga asco a los panchitos y a casi cualquier cromañón del IBEX 35, que están cabreados como monas porque los disturbios les perjudicaron en la bolsa -añadió Ruth-, ¿o me equivoco?

-¿Qué has dicho? -Erick saltó de la silla y empezó a deambular por el despacho, dibujando ochos o infinitos, con su trayectoria en el suelo-. Ruth, ¿has hablado con esa gente? ¿La cámara de empresarios? ¿Cámara de comercio? ¿Alguien? ¿Sabemos algo de los CEOs?

-Erick, ni se te ocurra -intervino Paula-. Sé por dónde quieres tirar... y es un suicidio.


El timbre sonó una vez más, la primera que Mia consiguió oír en medio de su propio llanto y los efluvios de la botella de champán que estaba a punto de acabarse. Avanzó como pudo, entre el reguero de ropa y objetos de Erick que pululaba por el suelo, hasta quedarse justo detrás de la puerta.

-¿María Inés Ballesteros?

-Nadie me llama así, váyase a la mierda -dijo. El timbre sonó nuevamente.

-¿Señora...

-Mia, me llamo Mia -gritó, a través de la puerta-. ¿Qué quiere?

-Entregarle un paquete.

-Yo no vivo aquí -dijo, viendo al hombre a través del ojo mágico de la puerta.

-Pero está su nombre y su dirección en el albarán y es una entrega urgente, en mano -el mensajero enarcó las cejas, con cierta angustia-. Verá, si no lo quiere, lo puede devolver después, pero yo estoy obligado a entregárselo.

Mia apartó con los pies algunos objetos que, tirados por el suelo, le impedían abrir la puerta, la abrió justo lo necesario y observó al mensajero, de arriba a abajo, como juzgándolo antes de que él la juzgara a ella.

-¿Quién es el remitente?

-Ha cubierto el nombre en la etiqueta.

-¿Y qué es?

-Pues... no quiero estropearle la sorpresa, pero creo saber lo que es -dijo, con una expresión tierna, y le acercó la caja-. Cójalo con cuidado, con las dos manos, señora.

Mia abrió del todo, cogió la caja y confirmó sus datos al mensajero para dar por acabada la entrega.

La puso sobre la mesa del comedor y levantó las solapas siguiendo la dirección de las flechas impresas en el cartón.

Era redondo, esponjoso, con los ojos vivaces y pesaría, quizás, menos de medio kilo. Mia se apresuró a cogerlo y ponerlo contra su pecho, dándose cuenta de que, en realidad, era un poco más grande de lo que parecía dentro de la caja, avanzó entre el desorden hasta el sofá y se dejó caer con él en brazos, llorando y riendo al mismo tiempo.

Recordó que una noche, en su piso de estudiantes, sus compañeras se habían ido de fiesta y ella tuvo que quedarse, víctima de una gastroenteritis, así que Erick fue a hacerle compañía y, tumbado con ella, en el sofá, le hizo una promesa:

-Cuando cobre mi primer sueldo, el de verdad, no la mierda que me pagan ahora en el burger... ese día, te voy a comprar un perrito.

-¿A mí? ¿Un perrito? ¿Por qué?

-Porque nunca has tenido uno y creo que te haría muy feliz. No sé... te pega tener un perrito.

-¡No jodas, hombre! Y recogerle la mierda al perrito...

-¡Va! ¡Trato hecho! Cuando cobre mi primer sueldo, te voy a comprar un perrito y lo paseo yo.

-¡Ni de coña! ¡Yo quiero que me vean en la calle y se me acerquen los niños a jugar con el perrito!

-Dioooooossssss... Tía, es muy difícil complacerte.

-Bueno... no tanto... tú me compras el perrito...

-¡Bieeeeen! Sí, joder, es lo que quiero hacer... ¡Llevo media hora intentando prometerte esto!

-Guay... yo lo paseo.

-Vale...

-Os paseo a los dos...

-Ooooookey, creo que sé lo que quieres de mí...

-Estás más cerca del suelo, lo vas a tener muy fácil... 

-Vale, que me agacho yo a recoger la mierda del perrito...

-¿Trato?

-Hecho. ¿Y cómo se va a llamar?

-Qué pregunta tan estúpida -rió ella-. Se va a llamar 'Erick' y así, cuando yo diga ese nombre, vendréis corriendo los dos.


Erick se sorprendió por el desorden y, al mismo tiempo, por el silencio. Pero, lo que más le sorprendió, fue no percibir el olor a quemado con el que esperaba encontrarse. Había escuchado los audios de Mia tras la reunión con Paula y Ruth, y se había excusado con ellas para volver cuanto antes a su piso e impedir que Mia pudiera hacer cualquier locura.

La vio durmiendo plácidamente en el sofá y se acercó intentando hacer el menor ruido posible entre la jincana de ropa, papeles, botes y objetos en general desperdigados por el suelo. Entonces la pequeña bola de pelos giró la cabeza y lo miró poniendo una expresión alegre.

-¡Coño! ¿Un perro?

-¡Erick! -Mia despertó en el acto y corrió hacia él, dejando al cachorro en el sofá-. ¡Gracias! 

-¿Por qué?

Ella se acercó, le besó las manos, el cuello, las mejillas, los ojos, y se colgó de él en un abrazo efusivo, casi infantil.

-¡Por eso estabas tan estresado esta mañana! Y por eso tanto misterio con el ordenador -Mia lloró intercalando el llanto con besos en los labios entreabiertos, anonadados, de Erick-. Cumpliste tu promesa... lo que me prometiste en la uni, cuando me puse malísima... que ibas a comprarme un perro...

-Nena... yo...

-Eres la única persona del mundo que siempre ha cumplido sus promesas. Incluso esta, que se me había olvidado ya...

-¿Venía en esa caja?

-Sí, el repartidor... pobre hombre yo...

-Mia... necesito un par de minutos para comprobar que todo el pedido esté bien, ¿de acuerdo?

-Pero yo ya me quiero quedar con este perro... Erick, si el pedido está mal...

-Mia, cariño, ¿crees que puedas irte al sofá con el perro dos minutos o tres?

Ella obedeció, diligentemente, como una niña pequeña.

Erick fue hacia la mesa y hurgó hasta encontrar una pequeña caja, un estuche de joyería burdeos, que se ocultaba entre la manta, el serrín y la página de periódico que le servían de lecho al perro dentro de la caja de cartón. Se fijó en el periódico: una primera plana de 'El Observador de Córdoba' con titulares sobre su reciente resurrección.

Revisó una vez más el exterior de la caja en busca de algún dato del remitente y temió lo peor al constatar que las etiquetas indicaban que la destinataria era Mia. Respiró, intentando recomponer el ritmo normal de su pulso, y abrió el estuche dando por hecho lo que habría dentro.

Era una placa de identificación para el perro, con el nombre que ese alguien misterioso que lo había enviado, le había puesto:

NERÓN.






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