Lotería de Navidad
No era un loquero, tampoco un psicólogo. Era una psicóloga. Erick había persuadido a Ruth, la hija del aspirante a Presidente, para que Lara Ayestarán, la psicóloga que mantenía -o, por lo menos, intentaba mantener- a raya a Don Leonardo, su padre, atendiera a Mia, pese a que el acuerdo inicial entre Ruth y Lara contemplaba la confidencialidad y la exclusividad más estrictas.
Mia entró como si conociera el lugar. Se descalzó y se sentó al revés en una silla, conteniendo el respaldo entre las musculosas piernas, y tiró del coletero que sujetaba la amplia mata de pelo en la coronilla. Solo después de acomodarse a su antojo, dirigió una mirada desdeñosa a su nueva terapeuta.
-Y bien, ¿cuándo cumples los quince? ¿Te van a hacer tus padres una fiesta? ¿Puesta de largo y todas esas idioteces?
-¿Cómo estás, Mia? Soy Lara Ay...
-...yestarán. ¿Tan mal me veo, que parece que no sé ni a dónde vengo?
-Lo importante no es cómo te ves, sino cómo te sientes. Mia, ¿cómo estás?
-He estado mejor, pero, ¿para qué nos vamos a quejar?
-Este es tu espacio. Puedes quejarte si quieres.
-¿Y usted? ¿De qué se quejaría usted?
Mia quiso marcar distancia con Lara, a pesar de lo novata que le parecía. Sabía, por psicólogos anteriores, que el vínculo terapéutico era una herramienta de trabajo fundamental y, si Lara Ayestarán no parecía inmutarse por las referencias a su juventud, entonces tendría que sentir que Mia era el Everest de los pacientes. Sin embargo, Lara, esa niña prodigio graduada con honores, premiada, reputada y cotizada al extremo de tener un contrato millonario con un único paciente durante los próximos cinco años, se mantuvo firme en la búsqueda de una grieta que le ayudara a escrutar y, con suerte, abrir, a la mujer que tenía delante.
-De sentir algún tipo de vacío, de tener que usar alguna coraza, de lo difícil que es sanar las heridas del pasado... Todos los humanos tenemos mucho de lo que quejarnos. Y es normal. Y está bien.
-Yo no soy normal, ni estoy bien.
-Eso es relativo. Me han contado muchas cosas sobre ti.
-Que quemé el coche de mi marido. Salió en la prensa. Tampoco es tan exclusivo ese dato.
-Me han contado muchas cosas sobre ti... muy buenas.
-Vamos, que te han mentido para que te enfundes en este pedazo de marrón...
-Erick Matallanas te conoce muy bien y te vende aún mejor...
-Lo que Erick Matallanas quiere es que alguien me compre para ver si, con suerte, me quito de su camino.
-Pero, según lo que yo sé, te buscó él, en la cárcel. A lo mejor no quiere quitarte de su camino.
-Pues entonces le quitaré yo, al tiempo.
-¿Y por qué ibas a quitarle?
Mia recordó la primera vez que Erick la visitó en su habitación, quince años atrás. Era el primer día de las vacaciones de Navidad y Mia se había quedado sola en su piso de estudiantes. Sus tres compañeras habían vuelto con sus familias por las fiestas y Mia se sentía adulta de muchas maneras: por tener un piso tan grande para ella sola, por poder beber y fumar tanto como quisiera, por no tener que cronometrar el tiempo bajo la ducha pero, sobre todo, por el vacío.
La gente, al fin al cabo, solo pacta con su vida cuando los amigos fallan y el amor se desvanece, cuando los padres se mueren o, en su defecto, cuando se llega a la conclusión de que esos padres, teóricamente sagrados, tal vez estarían mejor muertos. Acostumbrarse a la vida pasa por peajes fríos, oscuros, solitarios, como un lienzo que todos pensaron que acogería el arte más puro, pero acaba cayéndose al barro y dejándole a la posteridad ese inconfundible olor a humedad y a mierda.
El timbre sonó varias veces, como si se tratase de una emergencia. Aunque no eran ni las seis de la tarde, Mia ya tenía el pijama puesto y se precipitó a abrir repasando en su mente los objetos importantes que tendría que coger en caso de que necesitara dejar rápido el edificio: móvil, llaves, carné de identidad, dinero...
-¿Erick?
-¡Jo, jo, jo! ¡Feliz Día de la Lotería de Navidad! -Dijo Erick, entrando como si la casa fuera suya y dejando una bolsa diminuta en el sofá.
-¿Por qué coño has llamado al timbre como si se estuviera quemando el edificio? ¡Casi me da un infarto!
-¿Porque soy el peor músico del mundo? En mi cabeza estaba clavando un villancico, ya sabes, pulsando el timbre a lo Guitar Hero.
-¿Qué se supone que estudiabas?
-Derecho y Administración de Empresas.
-Joder, pues gracias a Dios. Me llegas a decir que música y me mato.
-¿Qué coño os pasa a las estudiantes de Filosofía, que sois suicidas todas?
-Estudio Filología y créeme, de suicida poco, antes mato a todos los demás.
-¿Eso incluye a los malos músicos?
-De los que arruinan villancicos y ligan borrachos y no se acuerdan de lo que estudio.
-Considéreme disléxico, su señoría.
-¿Qué hay en la bolsa? ¿Te ha mandado tu madre con la merienda?
-¡Ya te gustaría! Llegas a probar un tupper de mi madre y te casas conmigo, pero por ella.
-Tú y yo nos vamos a casar, haya tuppers o no.
-¿Y eso por qué?
-Porque has sido cuidadosamente seleccionado entre una larga lista de huevones y eres el más huevón de todos.
-¿Cómo se es el más huevón de todos?
-¿Un súper huevón?
-Entiendo que va a ser mi apodo cariñoso...
-Entiendes bien.
-Vale, pues lo que hay en la bolsa que ha traído el súper huevón es un panettone y dos décimos de la lotería.
-¡No jodas! ¿Te imaginas que nos sacas de pobres?
-¿Revendiendo el panettone?
-No, huevón, ¡si nos toca la lotería!
-Súper huevón, señorita, más respeto.
-Como nos toque, ¡entonces sí que sí me caso contigo!
-¿Y si no toca?
-Tócame tú.
Erick se acercó a Mia con desparpajo. Solo por un instante, no le importó ser un par de centímetros más bajo que ella y, por primera vez desde la pubertad, supo dejar de lado el complejo por los vellos excesivos de su pecho y de su espalda. Afiló los índices, como puntas de lanza, y empezó a recorrer el cuerpo de Mia sobre aquel pijama grueso de tartán. Primero el contorno de sus piernas, casi imposible de sentir por el mullido algodón de franela, hasta llegar a la cintura y deslizar sus manos bajo la tela, para recorrer su abdomen como un desorientado aprendiz de Braille, agudizando el oído para intentar descifrar hasta el más ínfimo cambio en los latidos de aquella que estaba a punto de convertirse en su amante.
-Por si no toca -Erick dibujó con las yemas de los dedos los pezones de Mia, en guardia como fieles vigilantes de un reino.
-Por si acaso -dijo ella y buscó sus labios, con ese deje autoritario de sus formas, como si desde hace años Erick le debiera un beso.
Y se lo debía.
Erick no, pero sí la vida.
Desde aquella mañana de febrero en que una mancha marrón tiñó su ropa y su padre le contó que sería su nuevo secreto, uno más para aquella ristra de secretos que llevaban años guardando, uno que permitiría que el soldado sufriera algo nuevo, diferente, algo para lo que Julian había tenido la supuesta gentileza de esperar, después de todos aquellos años de la mano bajo la falda, la guerra de las lenguas, el reto de hacer vomitar al soldado aquella savia salada y dulzona que le conducía al desmayo, o ese juego raro de llamar al timbre presionando y frotando aquel supuesto centro de girasol que nunca florecía.
La mano de Erick era suave y curiosa, a diferencia de aquella mano pálida y rígida, resabida y prepotente, áspera y gobernada por la cicatriz de una quemadura, del padre de Mia.
-Mia, ¿por qué lloras? -La voz de Lara detuvo aquel tour por el pasado.
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