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Cómete mi éxito

—Erick...

—Calla, que me vas a hacer perder.

—No, Erick, en serio...

—Shhh... ¡Que voy segundo, joder!

—¡Que dejes la puta carrera de camellos ya, coño! —Ruth cogió con violencia la mano de Erick—. Esto es serio.

Erick se apartó de la atracción de feria y siguió a Ruth, que avanzaba hacia la salida del recinto, haciendo rugir los tacones de aguja sobre el pavimento.

—¿Se puede saber qué te pasa? No pienso reiniciar esta cita otra vez.

—Parece que hoy también te salvarás de que follemos —dijo, entregándole el móvil.

En la pantalla, Don Leo, junto a dos chicos vistiendo chándales amplios y coloridos, se movía alegremente mientras repetía una y otra vez, en medio de diferentes proclamas, la misma frase, siempre mirando a cámara:

—¡Porque me quedaba grande!

—¡Cómete mi éxito!

—¡Yo no iba a llegar a na'!

—¡Cómete mi éxito!

—¡Tengo el futuro de este país empaqueta'o en un WeTrans!

Ruth le arrancó el móvil de la mano a Erick.

—¡Espabila, coño, que pareces el muñeco de un pastel de boda!

—Qué horterada los pasteles de boda —dijo, con la mirada perdida.

—¿Qué?

—Y peor cuando los cortan con la puta espada esa...

Ruth abofeteó a Erick con la mano abierta para sacarle del letargo.

—¿Tú estás viendo lo que está pasando? Están dejando en ridículo a mi padre en el streaming del gordo de mierda ese. Y a saber quiénes son estos dos...

—Joder, pues son Kaze y Shoda Monkas.

—¿Quién? ¿No serán dos panchitos de esos amigos tuyos, no? —Ruth se alborotó la melena roja con la mano—. Nada, da igual, tenemos que rescatar a mi padre de las fauces de ese puto gordo antes de que lo siga ridiculizando...

—O se lo coma.

—Erick, a veces no te soporto...


Mia abrió la puerta, lo justo para evitar que el cachorrito escapara.

—¿Qué haces aquí?

—Tenía que verte, verte con mis propios ojos, aunque...

—No vamos a follar en la cama de Erick, te lo voy diciendo, porque estamos super bien...

—¿Estáis juntos?

—Bueno... no...

—¿Puedo pasar?

—Cuélate, que se me escapa el... ¿Te ha dicho que tenemos un...

—Perro que no te compró él —en cuanto terminó de decirlo, Robert recordó las palabras de Erick: que Mia no debía enterarse de que nadie sabía de quién había venido el animal, ni mucho menos de que se llamaba Nerón.

—¿Qué dices?

—Perro que no te compró él... para volver contigo, Mia —intentó arreglarlo, a pesar de saber que iba a quedar como un capullo.

—Eso tendrá que decírmelo él. ¿O ahora eres su recadero?

—No, es verdad, no soy su recadero.

—¿Te ha dicho eso? —Increpó ella, suspicaz.

—¿El qué?

—Que el perro no significa que quiera volver conmigo...

—¿Tú quieres volver con él? —Preguntó con voz trémula, arqueando las cejas.

—Robert, yo...

Una calidez repentina empezó a recorrer el cuerpo de Robert, desde el tobillo y subiendo por la pantorrilla, una sensación rara, aunque de cierta forma, agradable, placentera. La carcajada de Mia le sacó de aquel instante de paz.

—¡Karma! ¡Por chafardero!

Robert bajó la mirada y descubrió que el pequeño Doberman le había meado los pies. Mia lo levantó del suelo, felicitándolo.

—¡Muy bien, Erick! ¡Lo has hecho genial!

—¿Erick? —Preguntó Robert, estupefacto—. ¿El perro se llama Erick?

—Pues claro. Así cuando yo diga este nombre, vendrán corriendo los dos —dijo, ladeando la cabeza con suficiencia, como una niña que se estaba saliendo con la suya.

Robert se echó sobre ella y el perro, haciendo un amasijo de cuerpos que él pretendía que fuera un abrazo. Inspiró con fuerza, para sentir el olor del pelo de Mia y cerró los ojos como si aquello fuera la manera de embotellar ese perfume en su memoria. Como una despedida.

—¿Sabes una cosa? Una parte de mí tal vez quiera que Erick y tú volváis a estar juntos —se separó de ellos lo justo para poder mirarla a los ojos—. Solo he venido a ver por mí mismo lo que Erick me ha dicho: que te ha visto feliz. Y tenía razón. Estás preciosa, presumida, como esa chica de antes, la que sabía que podía poner a todos a sus pies. Mia, yo no sé hacerte feliz, te vi apagarte conmigo, intentando agradarme, siendo menos cada día, porque, en realidad, soy yo el que no sé ser suficiente, porque no sé cómo ser Erick.

—Yo no quiero que seas Erick —Mia puso al perro en el suelo—. Nunca lo he querido. Robert, tú eres como un barco...

—Varado.

—Sí. Exactamente. Eres como un barco varado, en la calma, en la nada, y, si por mí fuera, me habría quedado varada contigo en la misma orilla de siempre, por el resto de mi vida.

—Pero te pareció más conveniente quemar mi coche.

—¡Solo quería que tuviéramos un hijo, Robert! —Mia notó como un sabor metálico llenó de pronto su garganta y el calor de la ira colmó sus mejillas y su frente— ¡Un puto bebé! Uno que tú no querías tener conmigo aunque nos iba genial! ¿Te acuerdas? Genial. Usaste esa palabra.

—¿Y acaso me equivocaba?

—¿Qué dices?

—Que si me equivocaba. Dímelo. Contéstame si es que estaba exagerando al pensar que, por muy a gusto que me sintiera contigo, no podía fiarme de ti, de que a las primeras de cambio no ibas a reaccionar mandándolo todo a la mierda. ¿Qué habría sido del bebé, de haber existido, en el momento en el que su madre se tuviera que ir a la cárcel por quemar el coche de su padre? Mia, ¿tú eres consciente de...

—¡Cállate! —Mia se echó sobre Robert arañando su cara una y otra y otra y hasta una cuarta vez. Acto seguido, se apartó de él y se arrinconó junto al perchero de pie del recibidor, sin intentar controlar los gritos, ni las lágrimas— ¡Ya lo has conseguido! ¡Ya soy una loca! ¡Una loca que no merece un hijo tuyo!

—Mia, por favor, no es verdad... no es así. ¿Permitirás que me acerque? —Preguntó, enjugando la sangre de los arañazos con el puño de su abrigo de lana.

—Vale...

—No debí decir eso.

—Y, sin embargo, lo acabas de hacer.

—No, no solo hablo de ahora. Hablo de aquella noche, la noche del incendio. No debí decir eso.

—¿Acaso no es verdad que lo piensas? Tú me ves así...

—Sí. Pero eso no me da derecho a decir las cosas que te he dicho. Yo sabía quién eras y cómo eras, tú no me mentiste jamás. Me dijiste en la primera cita por qué Erick se había ido. Y yo quise seguir conociéndote. Y yo quise ser tu novio. Presentarte a mis padres. Casarme contigo. Yo te di motivos para pensar que te daría ese hijo.

—Siempre supiste que no, ¿verdad?

—Es más difícil de lo que parece. Y no tiene nada que ver contigo. Es... algo mío.

—Por favor, no me vengas con esto. No me digas lo de que no eres tú sino yo. Sé que es por mí...

—Es por ti, pero no por lo que crees.

—Vete.

—Mia...

—¡Vete! —Rugió, amenazante— ¿Querías verme feliz? Pues lo has conseguido. Y no solo has conseguido verme feliz, sino que también has conseguido que deje de estarlo, que me sienta miserable, que el perro deje de parecerme un tesoro y un comienzo y me parezca una derrota, un puto premio de consolación para la loca de mierda que no obtuvo el carné de madre. ¡Enhorabuena!

—No es motivo de dicha...

—Este es tu éxito. Toma tu pin. Métetelo por el culo y vete de nuestra casa.

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